¿Transformar “los planes en trabajo”?

Actualidad - Nacional 07 de abril de 2022
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La salida de la pandemia puso en el centro del debate el problema del empleo. El tema no es nuevo. De hecho, desde 2012 no se crea empleo privado; sin embargo la magnitud de la crisis económica, el altísimo porcentaje de población bajo la línea de pobreza (40,6% en el primer trimestre de 2021) y el resultado de las PASO le imprimieron cierta urgencia a la discusión. Según datos del Sistema Integrado Previsional Argentino (SIPA), el empleo registrado atraviesa un proceso de lenta recuperación, con un leve crecimiento en julio de 2021 del 2,8% (330 mil trabajadores) con respecto al mismo mes del año anterior.

Sin embargo, el gobierno ha demostrado una visión desfasada del mercado de trabajo, sobre todo en la diferenciación entre actividades esenciales y no esenciales, y en la demora en proponer estrategias de contención para aquellos trabajadores que no eran encasillables en la categoría de asalariados registrados y en relación de dependencia con ingreso garantizado. En este contexto, resurgió el debate por la creación de empleo y la posibilidad de reconvertir los planes sociales en empleo.

A principios de octubre, el diputado Sergio Massa presentó el proyecto de ley “Un puente al empleo”. El objetivo del programa es transformar los “planes, programas sociales y prestaciones de la seguridad social en trabajo formal de calidad”, por medio de beneficios a las pequeñas y medianas empresas que contraten nuevos trabajadores o formalicen a quienes ya se encuentran trabajando (formalizar empleo no registrado). Los beneficios para las empresas abarcan desde la reducción de contribuciones patronales de hasta el 100% por dos años hasta la condonación de la deuda por la falta de pago a las contribuciones patronales. Para el caso de los titulares de programas sociales, se prevé que puedan seguir percibiendo la prestación monetaria por un período de hasta doce meses y que sea computada como parte del salario.

En esta misma dirección, el 19 de octubre el gobierno publicó un decreto por el cual se autoriza a los beneficiarios de los programas sociales a ser contratados en el ámbito privado sin perder la percepción del programa. La idea subyacente es que los programas sociales deben ser mecanismos que incentiven la creación de empleo privado, asalariado y registrado. En función de esto, el mencionado decreto autoriza a los ministerios de Desarrollo Social y de Trabajo a modificar la reglamentación de los programas Potenciar Trabajo y de Inserción Laboral de modo que los beneficiarios que se incorporen al trabajo registrado puedan percibir el doble aporte.

El problema no es que estas propuestas no sean nuevas. El problema es que no han dado resultado. En su momento, el gobierno de Cambiemos impulsó el “Plan Empalme”, cuyo objetivo era crear incentivos para que los empleadores contrataran a beneficiarios de programas sociales a cambio de mantener el subsidio por el lapso de un año, aunque sin las reducciones a las contribuciones patronales que propone el proyecto de Massa. El resultado de esta iniciativa fue prácticamente nulo: no llegó a los 10 mil beneficiarios en el marco de un gobierno que había triplicado los programas sociales: de poco más de 200 mil beneficiarios en 2015 a 640 mil en 2019.

Ahora bien, medir el “éxito” de estas políticas por su extensión o cobertura es parte del problema. Se llame “empalme” o “puente”, lo cierto es que comparten una idea errónea y prejuiciosa, aunque muy difundida: la idea de que trabajar es tener un empleo asalariado registrado, que el “planero” no trabaja y que la única forma de generar pisos de protección social es con un empleo. De este modo, se invisibiliza un amplio universo de trabajadores y trabajadoras que llevan a cabo su actividad en el campo de la economía popular bajo formas no salariales y sin empleador. Lo que necesitan son derechos, no trabajo. En la mayoría de los casos, estos trabajadores también obtienen sus ingresos de una doble fuente: el beneficio del programa social y los ingresos provenientes de changas o de la producción cooperativa. Con estas dos fuentes combinadas, sostienen los ingresos familiares y la dinámica económica de distintos barrios a lo largo y ancho del país.

Sobre el Estado

La política social constituye uno de los modos en los que el Estado interviene sobre la sociedad. Hasta los años 80, la política social era marginal respecto de la acción estatal orientada a sectores con carencias en la sociedad salarial de empate hegemónico, retomando la noción de Juan Carlos Portantiero. La expansión de la política social siguió un ritmo inverso a la desestructuración del mundo del trabajo. Si la sociedad salarial ofrecía derechos bajo la forma de protecciones sociales, la sociedad neoliberal proponía programas enlatados focalizados en aquellos que iban quedando excluidos del sistema. Este cambio explicitaba la tremenda mutación que implicó el pasaje a la sociedad pos-salarial respecto del derecho a la asistencia: si en el modelo estatal bienestarista toda persona, por el hecho de ser ciudadano, tenía derecho a ser asistido, en el modelo neoliberal la persona se encontraba en deuda con la sociedad, deuda que debía cancelar mediante una “contraprestación”.

Así, con fondos provenientes de organismos multilaterales de crédito, se planificaron políticas sociales vinculadas a asistir a los sectores desempleados, entre las que se destacaban los planes Trabajar. Fue tal el crecimiento del sector y el volumen que alcanzaron estos programas que en 1999 Carlos Menem decidió jerarquizar la Secretaría de Desarrollo y Acción Social y crear el Ministerio de Desarrollo Social.

Desde 2003, el kirchnerismo le imprimió a la política social una orientación socio-productiva, complementando la contención a los sectores vulnerables con el fomento del cooperativismo desde el paradigma de la economía social y solidaria. El giro fue significativo: promovió formas colectivistas de la política social que, a su vez, habilitaron innovaciones organizacionales, entre ellas la creación de la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP), hoy Unión de Trabajadores y Trabajadoras de la Economía Popular (UTEP).

El gobierno de Cambiemos, aunque pretendía reorientar la política social hacia formas individualistas, se encontró con la resistencia de las organizaciones sociales y de la economía popular que, en alianza con organizaciones sindicales, exigían mantener el perfil cooperativo. La Ley de Emergencia Social sancionada en diciembre de 2016 fue paradigmática en este sentido: un gobierno que declaraba su propia emergencia, que reconocía el daño social infligido por su política económica y que se predisponía a hacer control de daños con la creación del Salario Social Complementario. Paralelamente a la implementación de la ley, Cambiemos impulsó programas como “Empalme” o “Hacemos futuro”, que en su lógica reforzaban esa concepción individual de los programas sociales. Desde 2020, el gobierno del Frente de Todos lanzó el programa Potenciar Trabajo, unificando el Hacemos Futuro y el Salario Social Complementario. Hoy este programa cuenta con 1.004.692 titulares y recupera cierto perfil socio-productivo, a partir del cual las organizaciones gestionan distintos espacios, como polos textiles, de calzado, agricultura familiar, producción artesanal y cooperativas de construcción, así como espacios de reproducción vinculados a las tareas de cuidado (comedores y merenderos, redes socio comunitarias, etc).

Pero más allá de los cambios lo cierto es que a lo largo de estos años la política social se basó en el criterio de empleabilidad establecido por la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en la Recomendación 195 (3). Este criterio clasifica a la población beneficiaria en empleable y no empleable de acuerdo a sus trayectorias laborales individuales, lo que trastoca las responsabilidades estatales y de los ciudadanos. Si alguien no consigue trabajo es, de acuerdo a esta perspectiva, porque no está capacitado, formado, lo que borra por completo la dimensión de creación de empleo por parte del mercado de trabajo. Dicho rápidamente: en el capitalismo posfordista no hay pleno empleo, más allá de la voluntad, formación o capacitación de los trabajadores. Resulta preocupante, además de las concepciones que implica, la persistencia de este criterio a lo largo del tiempo, que revela la difusión de las ideas neoliberales en las elites políticas más allá de sus adscripciones partidarias.

Qué es un trabajador

Hay pocos datos certeros para caracterizar a la clase trabajadora realmente existente, en parte porque el sistema de estadísticas nacional no contiene una fuente de información periódica y pública que capte la complejidad de la sociedad actual. Los instrumentos de medición, entre ellos, la Encuesta Permanente de Hogares (EPH), tienen una fuerte desactualización respecto de las preguntas que realizan –y en consecuencia de la información que recolectan–.

Esto alienta la difusión de una serie de falacias que circulan, se repiten y ayudan poco a un debate serio sobre el trabajo. Una de esas falacias es que hay una minoría de asalariados registrados, profesionales y rentistas que mantienen a un conjunto grande de “planeros”. Al respecto, hay preguntas que no pueden quedar ausentes del debate sobre el trabajo, el empleo y los trabajadores. ¿Cuántos trabajadores trabajan sin salario y sin patrón? ¿A cuántos alcanza la política social realmente existente? Según datos del Programa de Estudios e Investigaciones de Economía Popular y Tecnologías de Impacto Social (PEPTIS/CITRA), tomando como base la EPH –que mide sólo población de grandes centros urbanos–, el universo de la economía popular está integrado por 4.192.655 personas, es decir un 32,5% de la Población Económicamente Activa. Este número podría llegar a entre 6 y 6,5 millones si se incluyera el ámbito rural. De este universo, sólo el 31,2% –alrededor de 1.300.000– recibe algún beneficio monetario proveniente del Estado. En otras palabras, solo una parte menor percibe programas sociales. No hay, contra lo que se dice a veces, una mayoría mantenida. Asimismo, tampoco es cierto que los titulares de los programas sociales no busquen trabajo; de hecho la mayoría ya trabaja: como señalamos, tiene changas o trabajos informales que les permiten sumar ingresos.

Otra falacia sostiene que el costo laboral y la elevada carga impositiva constituyen la principal traba a la generación de empleo. Pero, según el INDEC, durante los gobiernos kirchneristas el desempleo cayó del 17,8% en 2003 al 5,9% en 2015, en el marco de un proceso de fuerte regulación del mercado de trabajo. La caída más pronunciada de la tasa de desempleo se dio en los primeros años, aun cuando entre 2002 y 2007 regía la doble indemnización por despidos. Estos años se caracterizaron por la recomposición de derechos laborales y por un aumento sostenido de los salarios a través de los convenios colectivos. El salario mínimo se incrementó un 226% entre 2003 y 2015. En todo caso, el piso de la desocupación encontró su límite en la crisis de 2008 y 2009 como parte de la ofensiva de los sectores dominantes por avanzar sobre los derechos sociales.

En suma, los datos duros desmienten la idea de que el desempleo es producto del costo laboral y que los desocupados no buscan trabajo porque prefieren cobrar un plan social. Hay problemas estructurales del mercado de trabajo que exceden las voluntades y condiciones subjetivas de los trabajadores.

Nuevas agendas, nuevos debates

Teniendo en cuenta estos datos, la idea de “transformar los planes en trabajo” constituye un retroceso en el reconocimiento de formas no salariales de trabajo e implica desconocer el carácter no transitorio de estos sectores excluidos de los mercados formales de empleo. Supone, en el fondo, que es posible reponer el modelo clásico de empleo asalariado. Pero el trabajo no es lo mismo que la pobreza, aunque haya trabajadores pobres. La pobreza es un fenómeno multidimensional y requiere de la complementariedad de políticas focalizadas y universales. Pensar que los programas específicos van a resolver el problema del trabajo da cuenta de un profundo desconocimiento de la sociedad actual y de los problemas que la atraviesan.

El problema del empleo ha adquirido una magnitud enorme, en parte porque la posibilidad de acceder a ciertos derechos –vacaciones, jubilaciones, obra social– sigue asociada al trabajo formal. De lo que se trata entonces es de imaginar nuevas formas de garantizar derechos, de repensar las políticas de integración. No es responsabilizando a los trabajadores por no tener trabajo. Algunas de estas nuevas formas ya están siendo pensadas por las organizaciones de trabajadores asalariados y de la economía popular, cuya voz está sorprendentemente ausente en las propuestas de la coalición de gobierno. Al respecto, nos interesa mencionar el Plan de Desarrollo Humano Integral elaborado por la CGT y la UTEP, con propuestas específicas, planificación (plazos y factibilidad) y financiación. Tal vez parte de la solución sea dejar de lado las concepciones individualistas heredadas del neoliberalismo y asumir el desafío de renovar el debate y apostar por formas más colectivas y novedosas

 

Por Ernesto Mate y Ana Natalucci - Respectivamente: Becario Doctoral del CONICET (CITRA-UMET). / Investigadora Adjunta del CONICET (CITRA-UMET). Docente de la Universidad de Buenos Aires.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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