







La congelación de salarios de entrada en las grandes consultoras por tercer año consecutivo, tal y como detalla el Financial Times, no es una anécdota coyuntural ni un síntoma pasajero de un mercado laboral encogido. Es la manifestación visible de un proceso mucho más profundo: la disrupción estructural de un sector cuyo modelo de negocio llevaba décadas sostenido sobre una ficción productiva , la famosa pirámide de juniors trabajando horas infinitas para alimentar a una cúspide cada vez más estrecha, que la inteligencia artificial está desmoronando.
Las cifras hablan por sí solas: McKinsey, BCG o Bain, que tradicionalmente competían por atraer talento joven a golpe de sueldos crecientes, mantienen sus ofertas congeladas desde 2024, mientras las Big Four llevan sin moverlas desde 2022. Todo, como recoge el artículo, en un contexto en el que los propios ejecutivos admiten que «la productividad de nuestros empleados ha aumentado con la inteligencia artificial», y que resulta difícil justificar la contratación de cientos o miles de analistas para que hagan tareas que un modelo generativo realiza mejor, más rápido y sin pedir ascensos ni fines de semana libres.
Lo que describe el FT encaja perfectamente con lo que ya anticipábamos hace meses: un sector que vivía de industrializar el conocimiento humano, de embutir análisis, presentaciones y supuestas «mejores prácticas» en un formato replicable y facturable, descubre de repente que esa industrialización ya no necesita humanos en su base. Cuando una máquina puede extraer información de cualquier fuente, sintetizarla, compararla con miles de casos reales, generar diagnósticos y propuestas de acción y, además, producir una presentación impecable en cuestión de segundos, ¿qué sentido tiene mantener miles de consultores junior cuyo trabajo consistía precisamente en eso?
El «up or out« pierde sentido cuando el «in» lo hace la inteligencia artificial. Muchas firmas empiezan a imaginar estructuras alternativas como obeliscos, relojes de arena o incluso cubos, que sustituyen la pirámide de mano de obra masiva por capas más delgadas y perfiles más experimentados. Pero lo importante no es la geometría: es que todas esas metáforas parten de la misma constatación incómoda: el conocimiento codificable ya no es un negocio humano.
Desde fuera, algunos podrían pensar que esta transformación, como tantas otras, será lenta. Pero basta leer entre líneas: recortes masivos de personal en Accenture, McKinsey reduciendo cientos de puestos de IT, PwC despidiendo trabajadores administrativos y anunciando que contratará «otro tipo de personas», sobre todo ingenieros. Esta industria no actúa así cuando se enfrenta a un futurible, actúa así cuando el futuro ya se ha instalado en su cocina. Y mientras tanto, emergen boutiques AI-native creadas por antiguos socios que reconocen abiertamente que ya no necesitan ejércitos de analistas, porque gran parte de ese trabajo lo puede hacer la tecnología desde el primer día. Les sobran los incentivos: menos costes, más márgenes, mayor velocidad de entrega y la posibilidad de ofrecer a los clientes no solo informes, sino sistemas automáticos que actualizan diagnósticos y recomendaciones en tiempo real.
El paralelismo con lo que ocurrió con la llegada de la calculadora a los despachos contables, o con el software estadístico en los departamentos de investigación, es tentador pero insuficiente. Esta vez, la herramienta no sustituye una operación concreta, sino la totalidad del modelo. La consultoría, tal como estaba diseñada, no era otra cosa que la sistematización del trabajo del conocimiento: minería de información, elaboración de categorías, reducción de complejidad, traducción a narrativas comprensibles y entrega en un formato estandarizado. Todo eso es, precisamente, lo que mejor hace la inteligencia artificial generativa. Los sectores donde el output consiste en texto, presentaciones o recomendaciones son los primeros en experimentar disrupciones masivas, porque son los más fáciles de escalar algorítmicamente.
La propia dinámica del mercado lo confirma. Tanto clientes corporativos como reguladores empiezan a preguntar a las consultoras, según recoge el FT, qué están haciendo internamente con inteligencia artificial. Quieren pruebas, no slide decks, no promesas. Evidencias. Lo que antes era un sector basado en credenciales humanas se convierte ahora en uno donde la credencial es demostrar tu capacidad para automatizarte a ti mismo, y eso pone a muchas firmas contra las cuerdas. ¿Cómo justificar honorarios millonarios por proyectos cuya parte más significativa puede generarse automáticamente? ¿Cómo evitar que los clientes utilicen, ellos mismos, las herramientas que la consultora utiliza internamente y eliminen al intermediario?
Esa es la pregunta que muchas no se atreven aún a verbalizar. Lo que está en juego no es solo la pirámide: es la existencia misma del sector tal y como lo conocemos. En un mundo donde cualquier directivo puede disponer de un «copiloto estratégico» entrenado con décadas de literatura de management, con datos internos de su empresa y con benchmarking global, ¿qué valor diferencial ofrece un equipo de consultores externos? Algunos argumentan que la experiencia, el juicio, la inteligencia política o la capacidad de gestionar cambios seguirán siendo humanas, y seguramente es así. Tener esa «validación externa», ese «lo dicen los consultores» o incluso ese «a quién echar la culpa». Pero también esas funciones se están automatizando parcial o totalmente, y lo que queda en manos humanas será cada vez más específico, más escaso… y menos dependiente de grandes organizaciones que sólo se justificaban por la escala.
En el fondo, estamos ante un caso de manual de innovator’s dilemma, pero esta vez con una particularidad: la disrupción afecta al corazón mismo de la actividad intelectual humana. La automatización del conocimiento ya no es un proyecto teórico, ni un experimento de laboratorio: es una realidad que está reconfigurando carreras profesionales, estructuras organizativas y modelos de negocio completos. Quien piense que la consultoría sobrevivirá como sector masivo comete el mismo error que cometieron los fabricantes de cámaras ante los smartphones o los periódicos ante internet: proyectar el pasado hacia el futuro. La inteligencia artificial no viene a ayudar a los consultores, viene a sustituir gran parte de aquello por lo que se les contrataba.
Y la gran incógnita es cuánto tardará la sociedad en asumirlo. Las consultoras, como tantas otras industrias, aún pretenden mantener la ficción mientras amortizan inversiones, reorganizan su fuerza laboral y construyen narrativas que parecen prudentes, pero que esconden un vértigo evidente. Hablar de pirámides, obeliscos o relojes de arena es distraerse con geometrías cuando la pregunta real es otra: ¿qué queda de la consultoría cuando la materia prima, el conocimiento procesable, deja de ser humana? La respuesta, me temo, es que queda muy poco. Pero ese «muy poco» puede ser extraordinariamente valioso… para quienes sepan reinventarse a tiempo.
Nota: https://www.enriquedans.com/
























