Menos que humano

Actualidad01/06/2025
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Simplemente toman lo que quieren. Se sirven. Todo lo que existe sobre la faz de la tierra debe estar disponible para ellos. Lo tangible y lo intangible. Los cuerpos y las mentes. Lo crudo y lo cocido.

Están por todas partes, hablan distintos idiomas, tienen distintas edades y sus cartas natales no coinciden, pero han llegado para esculpir a martillazos palabras escatológicas y garrote vil, un nuevo hombre nuevo. Uno deforme, que no es del todo humano, casi nada. Uno que no se compadece del que sufre, sino que goza de fabricar agonías.

A ese nuevo hombre nuevo menos que humano lo quieren parir como madres, pero no pueden. Nuestra cultura androcéntrica nos habló demasiado sobre la envidia del pene, y casi nada sobre la envidia del útero. Quizá la misoginia de las ultraderechas tenga algo de ese asunto de desear multiplicarse sin mujer, o con el afán fanático de detestarnos por no ser ese tipo de chica Divito a la que no hay que darle explicaciones. Las mujeres buscamos colectivamente salidas a nuestros laberintos. Ellos edifican laberintos. 

Ellos no crean nada. No saben de qué se trata. Agarran mal el lápiz. No se les da la poesía, no manejan metáforas. Algo de ese nuevo ser menos que humano que ellos mismos encarnan y quieren normalizar es una salvaje literalidad que los vuelve amos y señores de toda vulgaridad concebible.

La creación les parece una pelotudez. Desprecian a los artistas por lo mismo que detestan a las mujeres. Porque quisieran tener una cultura para dar su batalla cultural, pero como dijo Beatriz Gentile, rectora de la Universidad Nacional del Comahue, “acá no hay ninguna batalla cultural, acá hay una cruzada fundamentalista antihumana y anticientífica”.

Ellos están en sincronía unos con otros, qué envidiable. Está semana el presidente argentino y el secretario de Salud de EE.UU., el Kennedy converso, sellaron su coincidencia sobre la inutilidad y la perversión de las vacunas, y lo celebraron alzando una motosierra dorada.

En otras latitudes, está nueva clase de autócratas extraviados y flipados mata a destajo. Toman, por ejemplo, Gaza. Acá vivimos en una burbuja informativa pasmosa, pero esto a lo que llaman “Occidente” y hoy hegemonizan EE.UU. e Israel, está intensamente conmocionado por el genocidio de Gaza.

No de cualquier modo. De un modo que se corresponde con la amoralidad que expresa el martirio del pueblo palestino. Es transversal y es un fenómeno creciente de divorcio entre muchos presidentes y sus pueblos. Gaza es un fuego, un latigazo, una náusea que empuja al grito y al rechazo.

¿Vieron al embajador palestino en la ONU rompiendo en llanto? Lo que pasa en Gaza detiene al mundo, pero el mundo sigue andando. En ese pedacito de tierra que Trump quiere convertir en un resort para colegas, hay ahora hay tanto dolor que su vaho marchita las madrugadas. Alaa Najjar salió el lunes de su casa para ir a su trabajo en el hospital Nasser, y dos horas después un bombardeo mató a nueve de sus diez hijos. Vuélvanlo a leer. Sobrevivieron solo su marido, también pediatra, y uno de sus niños. Alaa fue mutilada nueve veces. 

¿Cómo se vuelve de ese infierno? Ellos no quieren volver. El infierno los atrae. Ellos, los nuevos no hombres nuevos, no saben crear, saben extinguir. Especies, pueblos, recursos, símbolos y todo aquello que nos historice.

Ellos quieren ser dioses que empiezan todo de nuevo. Les gustaría fundar, pero solo renombran y subejecutan. Lo que hay, lo que vive, lo que palpita, los irrita. La alegría de los pobres los descontrola, por eso los hacen padecer sin pausa.

Y odian y quieren identificar, investigar y perseguir a cualquiera que pueda estar involucrado en el regreso de la historia. A cualquier “actor social”, lo dicen en un informe de 170 páginas que está en la Comisión de Seguimiento a los organismos de Inteligencia. Actores sociales somos todos cuando salimos de nuestras casas y antes de salir también. 

Porque es ahí, en la historia, en nuestro pasado común y entretejido, en los héroes que honramos, en las historietas que amamos, en los bailes barriales, en los cumpleaños con torta y velita, en la pared del cuarto nuevo que va tomando forma, donde se esconde lo mejor de lo humano.

Desde hace siglos ha sido así. Los que han cargado sobre sus hombros y sus almas el peso de ser subordinados o echados o rechazados o humillados son los que para seguir adelante atesoran lo más profundamente humano que existe, y que es la ayuda mutua, la buena vecindad, la defensa en manada. 

Lo más humano que tenemos, en el fondo, es negro y es animal. Es el instinto de supervivencia de nuestros primeros ancestros africanos y la certeza biológica de que solos no podemos. Que la manada protege, que hay que seguir andando y que la vida es más fuerte de lo que parece.

Por Sandra Russo / P12

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