Los titiriteros, de fiesta

Actualidad07 de enero de 2025
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En diciembre de 1944, cinco meses antes de que Benito Mussolini fuera ejecutado por los partisanos comunistas y las fuerzas alemanas se rindieran en Italia, el dramaturgo Guglielmo Giannini fundó el semanario “El Hombre Común” (L'Uomo Qualunque). Su pluma satírica denostaba a la clase política en su conjunto, pero su odio se concentraba en quienes consideraba bolcheviques. Los insultos contra la casta, para utilizar un término de nuestra época, se acompañaban de slogans contundentes, como “¡Abajo todos!” (expresión que recuerda el “¡Que se vayan todos!” de diciembre del 2001).

Giannini transitó del fascismo moderado al fascismo arrepentido, aunque mantuvo durante toda su vida un tenaz anticomunismo. Denigraba las complejas teorías políticas, que consideraba indescifrables para la pequeña burguesía que aspiraba a representar. Con el qualunquismo buscó reemplazarlas por un relato elemental pero contundente referido al antagonismo entre políticos venales y mayorías manipuladas, empobrecidas por los altos impuestos. La suya fue una proclama hacia la acción, cuyo objetivo declarado era devolverles a dichas mayorías el sueño simple de trabajar y poder vivir en paz. Al ser los políticos la causa de todos los males, su utopía proponía reemplazarlos por administradores eficaces, eso que la lengua franca del neoliberalismo llama técnicos.

Subido al éxito del semanario, el periodista creó el Frente del Hombre Común (Fronte dell'Uomo Qualunque), que obtuvo muy buenos resultados en las elecciones en 1946. La ausencia de un programa claro, que ahondara más allá del relato de la corrupción política, pero sobre todo el apoyo que Giannini le dio a la Democracia Cristiana y el cambio de estrategia de la diplomacia norteamericana en la región, cortó su sueño electoral. En 1948, luego de una elección mediocre, el partido dejó de tener relevancia.

Casi diez años después, en 1953, Pierre Poujade, un pequeño comerciante francés, lanzó Unión y fraternidad (Union et fraternité française), un movimiento político que buscó representar los intereses de la pequeña burguesía. Poujade defendía a los pequeños comerciantes frente a la “voracidad” del fisco (decía querer tomar por asalto “las Bastillas fiscales”) pero también frente a la competencia de los supermercados, establecidos en Francia durante la posguerra. Con una contradicción conceptual similar a la que vemos en nuestros días, a la vez que exigía un Estado con menos recursos (menos impuestos), pedía un Estado más presente (con más regulaciones a favor del pequeño comercio).

Como el qualunquismo, el poujadisme criticaba a las élites políticas y proponía reemplazarlas por “buenos administradores”. Y del mismo modo, pese a los inesperados éxitos electorales iniciales, no logró mantenerse en el tiempo. Los mediocres resultados en las elecciones de 1958 y la vuelta triunfal de Charles De Gaulle terminaron con los sueños de Poujade. Uno de sus diputados, sin embargo, tendría un futuro promisorio: el joven Jean-Marie Le Pen se alejó del movimiento y creó años más tarde el Frente Nacional (Front National), bautizado luego como Agrupación Nacional (Rassemblement National) y liderado hoy por su hija Marine.

Tanto Giannini como Poujade consiguieron canalizar en un momento preciso la frustración de una parte de la clase media, que se identificó más con ellos –con su bronca explícita y con los vaporosos enemigos designados– que con su exiguo programa de gobierno. La supuesta frescura de ambos colisionó con la compleja realidad.

El abuelo de Mauricio Macri, “el escritor, político y empresario de familia calabresa Giorgio Macrì”, fue uno de los fundadores del Fronte dell'Uomo Qualunque. El propio ex Presidente lo ha mencionado más de una vez: Macri, un meritócrata que tomó la precaución de nacer rico, siempre buscó pasar por un ciudadano común, con gustos populares e, incluso, sin demasiadas luces. Un tipo como cualquier otro, que sólo busca hacer el bien, alejado de cualquier ideología. Con la ayuda del consultor político Jaime Durán Barba consiguió crear una fuerza política que llevó como estandarte la antipolítica amable y que logró algo notable: que la Argentina fuera atendida por sus propios dueños. El sujeto que buscó representar fue “la gente” o incluso “el vecino”, es decir, un ciudadano despolitizado al que le ofreció “el mejor equipo de los últimos 50 años” para resolver los problemas generados por “la política” o “el populismo”. Dos significantes vacíos de pura negatividad, para retomar un concepto de Ernesto Laclau, espantapájaros conceptuales que sirven para reafirmar un espacio político en base al rechazo común.

En la cadena nacional que ofreció para felicitarse por dirigir “el mejor gobierno de la historia”, el Presidente de los Pies de Ninfa retomó el mismo tópico de la defensa de la gente común, asediada por una casta que llamó esta vez el “partido del Estado”: “Esto explica que periodistas, sindicatos, organizaciones sociales y políticos de todos los colores, que hasta hace poco se sacaban los ojos, se hayan unido en defensa del statu quo, como si pertenecieran a un mismo partido: el partido del Estado. (...) Llaman a sus privilegios derechos adquiridos, casi como si fueran una especie de nobleza con derecho divino de vivir a costa de la sociedad. Nosotros vinimos a desmontar ese sistema de raíz; vinimos a terminar con el régimen de privilegios que convirtió a los argentinos de bien en ciudadanos de segunda. Llegó la hora del hombre común”.

Como Macri, Milei también usa el viejo truco que consiste en transformar derechos en privilegios que es virtuoso eliminar. Los medicamentos gratuitos para jubilados o pacientes oncológicos, las políticas de prevención de la violencia de género, el apoyo desde el Estado a la creación artística o a la investigación científica, el impulso a la industria o incluso la obra pública, entre muchas otras iniciativas políticas, son asimiladas a curros pergeñados por los políticos sobre las espaldas de las mayorías manipuladas.

Que los principales beneficiarios de dichas políticas públicas sean, justamente, las mayorías, es una realidad que nuestro establishment busca ocultar, no sin cierto éxito. El ciudadano de clase media que exige reducir el “gasto público” (es decir, disminuir los recursos públicos que lo tienen como principal beneficiario) es el mejor ejemplo de dicho éxito.

En realidad, resulta difícil imaginar a alguien más alejado del hombre común que el Presidente de los Pies de Ninfa. No sólo por los aspectos desquiciados del personaje que ha construido con el apoyo de los medios: sus desbordes emocionales, la violencia explícita, las alusiones sexuales siempre relacionadas a abusos o el rechazo a cualquier opinión que contradiga sus alucinaciones. En efecto, cuesta imaginar al hombre de la calle reflejado en esa psiquis lábil; pero lo que aleja definitivamente al padre de Conan del hombre común es el sector que lo financia y al que ha enriquecido en este primer año de gobierno. Así como Giannini recibió en 1944 el apoyo de la poderosa Confederación General de la Industria Italiana (Confindustria); los grandes empresarios aplauden a Milei, tal como lo vimos en el último Foro Llao Llao, que Eduardo Elsztain organiza cada año. El 0,1% más rico del país ofrece el apoyo financiero, mediático y político sin el cual la fantasía libertaria no hubiera cumplido un año en el gobierno.

El verdadero hombre común, el asalariado o el jubilado, gana menos que hace un año en términos reales y paga más por las tarifas de servicios, el transporte público o incluso por los alimentos y los remedios que consume. El pequeño comerciante que depende del mercado interno vio su facturación caer en picada mientras que sus costos aumentaron de manera exponencial. Por su lado, las pymes industriales deben competir con empresas de otras latitudes que tienen acceso a crédito barato y a ayudas estatales, de las que carecen acá.

A diferencia de Donald Trump, que se jacta de defender la producción norteamericana frente a la competencia externa, que califica de abusiva, Milei se vanagloria de la quiebra de empresas argentinas, que considera ineficientes. Ocurre que nuestros falsos liberales denuncian todas las políticas proteccionistas, salvo las que aplica el resto del mundo. Como Giannini, el gobierno repite el relato de una casta política que sojuzga a las mayorías a través de una presión fiscal tan alta como, en nuestra caso, imaginaria.

En realidad, la única casta del país está de fiesta gracias a los “administradores eficaces” que ocupan los ministerios y responden a sus intereses. Para comprobarlo alcanza con chequear los balances de las happy few, las grandes empresas que aplauden un modelo que impulsa la fuga, desregula precios y tarifas, pero pisa los salarios. Es la fiesta que pagará una vez más el hombre común, cuando, inevitablemente, todo vuele por el aire, como ocurrió en los últimos cincuenta años cada vez que la Argentina siguió el manual neoliberal.

Cuando ese día llegue, será importante recordar quiénes hicieron posible el saqueo y quiénes fueron sus beneficiarios; es decir, identificar a los titiriteros antes que concentrar la furia en el títere, a quien sus propios mandantes asignarán la responsabilidad del desastre y arrojarán al basural de la historia. Nos explicarán que Milei era un desquiciado que hablaba con los perros muertos; como nos contaron antes que Carlos Menem era corrupto, Fernando De la Rúa un inútil y Mauricio Macri un vago. Nos ofrecerán entonces un nuevo títere –sin perros imaginarios, ni desbordes emocionales– pero con el mismo manual de miseria planificada.

Porque si algo hemos aprendido en estos años es que no es el modelo que se equivoca: es la realidad que falla.

Por Sebastián Fernández / El Cohete

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