Más Menem y farsa que fascismo
Es valorable que en la Argentina democrática las tragedias regresen como farsas, usando la frase ya tópica de Marx. Para constatar esto no solo puede compararse la tragedia con la farsa, sino el drama con el psicodrama. En ese método terapéutico, creado por el psicólogo Jacob Moreno e inspirado en el teatro, las pulsiones y los sentimientos son puestos en juego con un alto nivel de intensidad, aunque evitando rigurosamente que sean irreparables. Por eso, el deseo de matar, para poner un caso extremo, se actúa, nunca se consuma. En el psicodrama no hay muertos sino catarsis. Y se supone que esta, en lugar de trastornar, cura.
A los muchachos que dicen ser la brigada militar del gobierno los separa un abismo de Albino Volpi, aunque la puesta en escena pueda confundir. Es la diferencia ejemplar entre tragedia y farsa o drama y psicodrama. El 17 de diciembre de 1919 a las ocho de la noche, Volpi se encontraba en el ponte della Sinerette, en el centro de Milán. Llevaba dos bombas en la cintura y observaba, refugiado en la oscuridad, el desfile de los socialistas, que iban por la vía San Damiano celebrando la victoria electoral que acababan de alcanzar. Eran millares cantando y ondeando banderas rojas. Cuando llegó el momento propicio, Albino, sin inmutarse, arrojó los artefactos a la multitud ocasionando decenas de muertos y heridos. Era un esbirro de Mussolini, quien había decidido vengar la derrota con terrorismo.
Ciento cinco años después, un joven algo excedido de peso –rasgo con el que se autodefine– anuncia la creación de una organización que, utilizando una consigna oficialista, bautizó Las Fuerzas del Cielo. Le atribuye la misión de ser el brazo armado y la guardia pretoriana del Gobierno. Afirma que los que la forman son los más leales, protagonistas del Alfa y Omega libertario: “Los que estuvieron desde el principio y van a estar hasta el final”, promete. Abrazan y abrazarán los tres baluartes de su líder: libertad, vida y propiedad. Es verdad que la estética tiene cierta connotación fascista y que las palabras evocan la violencia, lo que hace temer que la instauren. Pero hasta ahí los parecidos. El Gordo Dan es farsesco, Albino Volpi era trágico.
Las distancias entre aquella época y esta son enormes, y la vida de sus protagonistas también. En la Italia de 1920 se dirimía el conflicto que una década después destruiría también la República de Weimar: un gobierno democrático débil, asediado a la izquierda por socialistas y comunistas, que querían reproducir la Revolución rusa, y a la derecha por el ascendente fascismo. Era un tiempo en el que se decía: no queremos discutir con nuestros enemigos, queremos matarlos. Sabemos el resultado: prevalecieron los fascistas, fueron derrotados los socialistas y colapsó la democracia. Murieron miles de italianos en una guerra civil que desembocó en una de las dictaduras más siniestras del siglo XX.
Los fascistas militantes eran matones que ponía sus cuerpos embrutecidos al servicio de la causa. La ley de la gente como ellos era matar o morir, aterrorizar, asesinar al adversario convertido en enemigo, como lo hicieron con el diputado Matteotti, la última voz que se alzó contra Mussolini. La vida de los integrantes de Las Fuerzas del Cielo no tiene nada que ver con ese horror: transcurre en una época democrática, de indolora polarización. No arriesgan el cuerpo, cincelado por un metódico egobuilding posmoralista; nunca tuvieron muertos ni heridos. Empalidecen si los encaran físicamente. Agresores virtuales, militantes de humo protegidos por el anonimato de las redes; machistas obsesionados con que les succionen el pene los “kukas”, están más cerca de “Épater les bourgeois” que de la revolución. En definitiva, son farsantes, lo que en este caso es un elogio, entendámonos.
Si los personajes no coinciden, tampoco encajan las estructuras y los referentes. Un gobierno que habla de “batalla cultural”, tienta la cita silvestre de Antonio Gramsci, un intelectual marxista clave, cuya vida trágica produjo una obra dispersa, no revisada, difícil de interpretar. No obstante, su legado trascendió más allá de la vulgata. Fue el teórico que iluminó el punto ciego del marxismo militante, revelando la importancia de la cultura, la educación y la religión en la construcción del sentido común de las masas. Después de Gramsci, la superestructura dejó de ser la cenicienta del marxismo. Bajo ese supuesto, adquieren relevancia las complejas relaciones entre sociedad civil y Estado, donde el Parlamento, la opinión pública, las organizaciones y los medios de comunicación son relevantes en la lucha por el poder.
Sin embargo, el traslado de ese diagnóstico al presente es problemático. Por empezar, en la sociedad que describe Gramsci existían instituciones, como la escuela y la Iglesia, revestidas de autoridad; la democracia era frágil, podía postularse la existencia de un proletariado industrial, las relaciones de dominación en las zonas rurales eran feudales. Gramsci pensaba, con acierto para ese momento, que la hegemonía se construía con una combinación de coerción y consenso, pero creía que el consentimiento solo era utópico. Ahora no ocurre así. La clave de las democracias que funcionan es el consenso, que se traduce en votos; como mínimo, rigen las elecciones libres y la alternancia. Además, ocurre un fenómeno cultural decisivo: cayeron las relaciones verticales de autoridad, reemplazadas por infinitas formas de agrupamiento tribal, horizontal y mutante, condicionado por las redes sociales.
No nos comamos el amague. Lo que está en juego es la consolidación de un modelo de dominación cuyo fundamento es transferir a los grandes conglomerados económicos los recursos del Estado, estigmatizándolo. El consenso se basa en el rechazo a la política y la caída abrupta de los precios. Y la receta es ultraliberalismo más populismo y doble moral. No se trata de un programa nuevo; lo implementó el menemismo, en el que hoy se inspira Milei. Eso explica la rehabilitación de su mentor, mixturada con las flatulencias mediáticas del Gordo Dan. Es más Menem y farsa que fascismo, aunque el enojo a veces confunda.
No obstante, los parecidos no pueden ocultar las diferencias. Menem era un político consumado, con un magnetismo que seducía a propios y ajenos. Un peronista de abolengo antes que un neoliberal. Milei no es nada de eso, pero tiene el superávit fiscal, la cultura de las redes y el resentimiento social a su favor. Si estos serán los fundamentes de un nuevo modelo o un episodio más del fracaso argentino es lo que está por verse.
Por Eduardo Fidanza * Sociólogo. / Perfil