Aplaudan, no critiquen
Si se presta atención al panorama geopolítico mundial y regional y a la situación política nacional, en una primera aproximación se podría llegar a la conclusión de que la subordinación incondicional del Presidente Javier Milei a los intereses estadounidenses es tan torpe como innecesaria. Pero si nos quedamos con esa apreciación, estaríamos cerca de tributar a una visión ingenua: cada día que pasa se aclaran un poco más las razones y compromisos que movilizan al hombre que ama a los perros –y odia a sus compatriotas–.
La disputa por un nuevo orden internacional, el equilibrio regional entre gobiernos relativamente autónomos y otros entregados a Washington, el reciente triunfo de Nicolás Maduro en Venezuela y la activa presencia del comunismo kirchnerista en el orden interno, son condiciones objetivas que permitirían poner límite a las presiones que ejerce Estados Unidos: es razonable suponer que ante escenarios tan complicados, el gobierno de uno de los de países de mayor peso en la región no necesita arrodillarse –sino todo lo contrario– para establecer una relación menos asimétrica, gobiernen en el norte demócratas o republicanos. En otras palabras, de pie y con firmeza se podría, por ejemplo, renegociar una deuda impagable con el FMI y acreedores privados, en nombre de la cual se está sometiendo a un sufrimiento inaudito a la mayoría del pueblo argentino. En cambio, el gatito mimoso y el mejor ministro de Economía de la historia planearían renegociarla en términos cuanto menos muy preocupantes.
El DNU 846/2024, publicado en el Boletín Oficial del 23 de septiembre, dispone en su artículo 2° que “las futuras suscripciones de instrumentos de deuda pública, independientemente de su moneda de pago, se puedan realizar con instrumentos de deuda pública cualquiera sea su moneda de pago. […] Dichas operaciones no estarán alcanzadas por las disposiciones del artículo 65 de la Ley N° 24.156 de Administración Financiera y de los Sistemas de Control del Sector Público Nacional y sus modificatorias”. En criollo: podría canjearse deuda en pesos por deuda en dólares, y se eliminan las restricciones que la Ley de Administración Financiera establece para asegurar que las nuevas condiciones que se acuerden con los acreedores sean para el país más beneficiosas, o menos gravosas, que las que surgen de la deuda que se renegocia.
Todo indica que, si el Congreso no rechaza este Decreto de Necesidad y Urgencia, nos encaminamos a padecer una remake de lo que se conoció en 2001 como “megacanje”: un impresionante incremento de la deuda que hipotecó a la Argentina y fue una de las piezas necesarias para la fenomenal fuga de capitales de aquel año inolvidable.
La dependencia como ruptura de la neutralidad
Esta híper-dependencia voluntaria, que se traduce en suculentos negocios de los Caputo, Elsztain, Mindlin, etcétera, encierra trágicas implicancias para la nación: a la escandalosa entrega de soberanía en distintos campos, como el desistimiento de la incorporación a los BRICS, el ataque al sistema de ciencia y tecnología y la sanción del régimen conocido como RIGI, que –entre otros perjuicios– induce a una fragmentación del territorio según la disponibilidad de recursos naturales de importancia estratégica, con lo que se compromete la existencia misma de la Argentina como entidad nacional; hay que agregar el riesgo para la seguridad del país que generan la política de defensa, la política exterior y las lamentables intervenciones presidenciales en ámbitos internacionales, que han derivado en el involucramiento en conflictos bélicos ajenos, en los que como país no tenemos nada que ganar y sí mucho por perder, como revela cualquier análisis despojado de fanatismos.
Es importante detenerse en esta última cuestión, que fue explicitada por Milei el pasado 24 de septiembre, cuando manifestó ante la Asamblea General de Naciones Unidas: “A partir de este día, sepan que la República Argentina va a abandonar la posición de neutralidad histórica que nos caracterizó, y va a estar a la vanguardia de la lucha en defensa de la libertad”.
Esa “posición de neutralidad histórica” equivale rigurosamente a una concepción nacional soberana, vale decir, libre y opuesta a la actitud “tibia” que le atribuye Milei. La neutralidad soberana implica un fuerte compromiso con la paz y con la no intervención/injerencia en asuntos de otros países, pero también y fundamentalmente la protección del pueblo y los intereses nacionales argentinos.
En esa línea se inscriben la neutralidad del país sostenida con firmeza por el Presidente Hipólito Yrigoyen durante la llamada Primera Guerra Mundial, los memorables pronunciamientos de ese gran patriota –poco reconocido– que fue Manuel Ugarte, los manifiestos de FORJA –Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina–, y la definición del país prácticamente durante todo el transcurso de la llamada Segunda Guerra Mundial.
Para salvar algunas confusiones, cabe explicitar brevemente aquí cómo se sucedieron aquellos acontecimientos. En enero de 1945 el triunfo aliado era un hecho: el ejército de la URSS había tomado Varsovia y se acercaba a la frontera alemana, y Berlín estaba bajo ataque. En marzo de ese año Estados Unidos y todos los países latinoamericanos, excepto la Argentina, firmaron el Acta de Chapultepec, que establecía el compromiso de defensa común ante una agresión externa a cualquiera de los firmantes. El coronel Juan Perón –hombre fuerte del gobierno– sostuvo que los Aliados dominarían la política internacional por décadas y que, a pesar de que la Argentina había resistido la presión aliada, mantener la neutralidad hasta el fin de la guerra aislaría al país o lo haría objeto de un ataque militar. El 27 de marzo de 1945 la Argentina declaró la guerra a Alemania y Japón y una semana después adhirió al Acta.
No es casual que esta tradición soberana haya sido rota por los gobiernos de Carlos Menem y Mauricio Macri. Las “relaciones carnales” menemistas tuvieron una expresión concreta –entre tantas otras– en el envío de dos buques con tropas de las tres fuerzas armadas al Golfo Pérsico en septiembre de 1990, con el propósito de participar del bloqueo al Irak que había invadido Kuwait. Por su parte, el gobierno de Macri intervino con el envío de armas y municiones a los golpistas bolivianos durante el golpe de Estado de noviembre de 2019, avalado por la OEA y promovido por Estados Unidos.
Continuidades
No fue ese el único acto de sumisión de Macri en materia de Relaciones Exteriores y Defensa. En efecto, introdujo cambios en el marco legal que establecía (decreto 727/2006) la intervención del instrumento militar sólo en caso de “agresiones de origen externo perpetradas por fuerzas armadas pertenecientes a otro/s Estado/s”: con el decreto 683/2018, el empleo del instrumento militar dejó de requerir que la agresión de origen externo fuera perpetrada “por fuerzas armadas pertenecientes a otro/s Estado/s”. Este decreto también relajó la prohibición en cuanto a la posibilidad de empleo de las fuerzas armadas en materia de seguridad interior. Otra vez en criollo: satisfaciendo las pretensiones imperiales para los países de la región, se daba un paso formal en el cambio de concepción de amenazas externas en materia de defensa nacional, se incluían actores no estatales como el narcotráfico y el terrorismo. Algo así como la primera fase de lo que se propone profundizar el tándem Petri-Bullrich, por ahora sin éxito.
Una materialización de tal cambio de concepción con Macri fue la gradual, pero discreta, pérdida de relevancia del Ministerio de Defensa y el fortalecimiento relativo del Ministerio de Seguridad –reflejados en la asignación de recursos a esos organismos–, un cambio que respondía además a la necesidad de sostener con represión la política económica en ejecución, lógica que el gobierno de Milei lleva al paroxismo con el inefable ministro de Defensa, Luis Petri, subordinado a la jefa de los pelotones represores, la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, siempre interesada en la compra de aparatos y tecnología a Israel.
Una vuelta por el barrio
A esta altura de la soirée, los delirios ideológicos de Milei, su ignorancia sobre historia y economía y su incapacidad para comprender la geopolítica actual no son una novedad, y es dudoso que sean determinantes de las políticas que ejecuta como una estrategia distractiva para avanzar con las mismas. Tampoco debería sorprender que haya logrado conformar mayorías legislativas que han acompañado –o evitado que se rechazaran– decisiones y normas claramente antipopulares: si desde 1983 han variado la estructura económica, las condiciones materiales de vida y la superestructura ideológica de la sociedad, entonces era probable que variara –y varió– la representatividad del sistema político argentino ampliado –sistema de partidos, judicial, de inteligencia y de medios, sindicatos, etcétera–, como suele suceder en ciertos procesos histórico-políticos: alcanzó momentos de baja y casi nula representatividad en 2001-2002, alta en 1983 y 2010, y períodos de ascenso y descenso, que reflejan cierta inercia resistente a los cambios.
Estamos atravesando una de esas trayectorias descendentes que reconoce como causas, por un lado, un déficit en la comprensión de las citadas transformaciones y, por otro, una sucesión de defecciones –las del aparato judicial fueron decisivas a partir de la desintegración de la Corte que conformó Néstor Kirchner–; la madre de tales defecciones debe buscarse en una progresiva pérdida de autonomía respecto del poder económico, cuya manifestación más dramática se produjo cuando el sistema político no sólo no reaccionó enérgicamente y en conjunto frente al intento de magnicidio contra Cristina Fernández de Kirchner, sino que algunas y algunos lo negaron; con el agravante de fuertes sospechas sobre su autoría ideológica que apuntan a una de las familias más poderosas de Argentina con miembros clave en el gobierno actual.
De los párrafos anteriores se desprende que un factor determinante de la gravedad del momento es la dinámica que ha impuesto el bloque de poder que sostiene al gobierno de Milei, que ha visto la posibilidad de derrotar definitivamente al movimiento popular acelerando y profundizando cambios estructurales –algunos impuestos inicialmente a sangre y fuego cuando Milei todavía no era arquero de Chacarita–, con lo que se dificulta aún más la recuperación del rol de la política dispuesta a enfrentar ese poder.
En este contexto adquieren una importancia difícil de exagerar los espacios de formación que se han instituido en distintos ámbitos del campo nacional y popular. Deben ser aplaudidos –no criticados– los debates que hoy mismo tienen lugar en cada encuentro de militantes, y es trascendente e inevitable la discusión sobre la elección de futuros candidatos.
Quienes les restan trascendencia deberían ponderar, por ejemplo, la diferencia entre el bloque de diputados del Frente de Todos que –claudicación mediante de una importante porción de sus integrantes, de origen peronista– le facilitó a Macri el pago de la deuda a los fondos buitre en marzo de 2016, y el bloque de Unión por la Patria que se ha opuesto monolíticamente a cada una de las repudiables iniciativas de Milei, excepción hecha de una ínfima minoría.
No está de más recordar que Macri decidió pagar 9.300 millones de dólares a los fondos buitre. El pago obligó a derogar la ley 26.886 de 2013 cuyo artículo 2° establecía que “los términos y condiciones financieros” que se ofrecieran nunca podrían “ser mejores que los ofrecidos a los acreedores en el decreto 563/10”. Días después, y como consecuencia, aparecieron los fondos de “tercera generación”, una nueva tanda de demandantes con bonos que no ingresaron a los canjes de deuda de 2005 y 2010 y tampoco aceptaron el pago del gobierno de Macri. Según el diario británico Financial Times, para pagar a los buitres la Argentina emitió la mayor suma de deuda para una nación en desarrollo desde 1996.
Lo preocupante sería que la formación, los debates y la puja por la elección de candidatos –acciones esenciales a toda organización política– estuvieran paralizadas, fueran cerradas o se postergaran “porque estas no son las preocupaciones de la sociedad”, zoncera influida por el falaz discurso anticasta/antipolítica de Milei, quien hace política y discute a la luz del día todos los días.
Por extensión, discutir y definir públicamente e involucrando a la sociedad sobre lo que se hará y lo que no se hará –y por qué– cuando se recupere la conducción del Estado equivale a promover la –otra– indispensable repolitización social, sin la cual no habrá verdadero triunfo popular, que es mucho más que un triunfo electoral.
Mario De Casas / El Cohete