La crueldad como política de Estado
La crueldad se convirtió en la palabra crítica para señalizar que la violencia del gobierno ha traspasado un límite, un umbral. Indica que estamos ante un nuevo tipo de violencia, en sus formas, su intensidad y sus efectos. ¿En qué se diferencian violencia y crueldad? ¿Qué agrega, concretamente, la noción de crueldad a una fenomenología de la violencia?
En principio, la crueldad señalaría el disfrute, un modo del placer asociado a la ejecución de la violencia. Una palabra cara al psicoanálisis –el goce, el placer– está en el centro del enigma de la crueldad. Ahora, ¿qué implica su devenir en política de Estado? Y al mismo tiempo, ¿hay algo de la soberanía del Estado que no sea ajeno al ejercicio de la crueldad? ¿Es posible un Estado sin crueldad? Y entonces, ¿qué es lo nuevo en la utilización de la crueldad por parte del gobierno de Javier Milei?
Orígenes
En el libro Historia de la crueldad argentina. Julio A. Roca y el genocidio de los Pueblos Originarios (1), compilado por Osvaldo Bayer y editado por Diana Lenton, Bayer define el racismo haciendo uso del término crueldad para narrar las torturas a la población indígena en el siglo XIX. Pero también la asocia a un modo social: “La crueldad salía a la superficie en una sociedad criolla europeizada, profundamente racista. El pensador Juan Bautista Alberdi, uno de los padres de la Constitución Nacional y una de las referencias de Milei, escribió: ‘No conozco personas distinguidas de nuestras sociedades que lleven apellido pehuenche o araucano. ¿O acaso alguien conoce a algún caballero que se enorgullezca de ser indio? ¿Quién de nosotros acaso casaría a su hermana o a su hija con un indio de la Araucanía? Preferiría mil veces a un zapatero inglés’”.
Hay aquí una “genealogía” de la crueldad que es clave: ligada directamente al racismo fundacional del Estado-nación y a las descripciones del exterminio que Bayer historiza. Pero también –lo dice Alberdi en la cita– a un modo de los linajes de sangre: lo que se extermina siempre es a favor de unos apellidos y unas familias en las que se concentra la tierra y el orgullo racista.
Que en la Argentina de hoy se reivindique desde el gobierno la Campaña del Desierto no es simplemente un anacronismo. Es la reivindicación del saqueo como lógica política que retorna como relato de origen. Y que hoy se expresa a través de proyectos como el Régimen de Incentivo para las Grandes Inversiones que se debate en el Congreso, que otorga grandes concesiones en materia impositiva y cambiaria a las empresas extranjeras y anula cualquier posibilidad de regulación ambiental. La reivindicación de la Campaña del Desierto produce un pliegue entre el siglo XIX y el XXI. La historia de la crueldad del libro de Bayer, pensado para discutir en las escuelas, va hacia “atrás” para entender cómo se llegó a la desaparición sistemática de personas durante la última dictadura. Esos métodos, parece indicarnos la hipótesis del texto, no salieron de la nada ni empezaron hace pocas décadas.
Será por eso, por esa asociación fundacional entre Estado-nación y crueldad, que el filósofo francés Jacques Derrida dedica uno de sus discursos sobre los “Estados Generales del Psicoanálisis” a la cuestión de la crueldad y su vínculo con la soberanía: “Si la pulsión de poder o la pulsión de crueldad es irreductible, más vieja, más antigua, que los principios (de placer o de realidad, que son en el fondo el mismo, como preferiría decir: el mismo en diferancia), entonces ninguna política podrá erradicarla. Sólo podrá domesticarla, diferirla, aprender a negociar, a transigir, indirectamente pero sin ilusión, con ella, y es esta indirección, esta vuelta diferante, este sistema de relevo y de plazo diferenciales, la que dictará la política optimista y a la vez pesimista, valientemente desengañada, resueltamente desilusionada de Freud –tanto con respecto a la soberanía como con respecto a la crueldad–.”
El análisis de Derrida es exquisito. Vale la pena subrayar dos cuestiones: que la crueldad no es nueva y que no se puede erradicar, aunque sí hay formas de negociación que la difieren o aplazan, transacciones que la domestican. También, que todo Estado tiene sus “zonas” de crueldad, incluso en tiempos que no se consideran crueles. No por casualidad se titula “El sistema de la crueldad” el informe de la Comisión Provincial por la Memoria, un organismo público que denuncia desde hace diez años las violaciones a los derechos humanos en cárceles, comisarías, centros de menores y neuropsiquiátricos de la provincia de Buenos Aires. La crueldad de Estado no nace con Milei, está siempre presente, aunque ahora esté adquiriendo nuevas formas y otra intensidad.
La crueldad según Milei
Cuando hablamos de política de la crueldad para caracterizar al gobierno de Milei, nos estamos refiriendo al modo en que la política institucional abandona deliberadamente, con disfrute, todo mecanismo de negociación y aplazamiento con respecto a la violencia. Ahí, entonces, aparece –o, mejor, reaparece– la crueldad.
Se dibuja una paradoja: la política de la crueldad marcaría el fin de las mediaciones políticas destinadas a mantenerla a distancia, produciendo, sin embargo, una política. La política de la crueldad apuesta a gobernar sin gobernar (si entendemos gobernar como el arte de las mediaciones que disimulan y metabolizan la violencia). La política de la crueldad apuesta a la violencia directa, espectacularizada, como un mecanismo que produce insensibilización.
Mientras el mercado de cosméticos ofrece productos “cruelty free”, la crueldad se convierte en régimen político.
Digamos, otra vez, que esto no es nuevo. Se repite, sucede, en ciertos momentos: la cuestión es entender la lógica de esa repetición. ¿Cuándo emerge la crueldad desnuda? En los momentos en que la política es pura conquista. Por eso la historia de la crueldad de Bayer y Lenton anuda la Campaña del Desierto, las matanzas en la Patagonia y la dictadura militar.
Es en esta secuencia donde se inscribe el carácter colonial de la política de Milei, que busca convertir al país en una “zona de sacrificio” para la extracción de ganancias, sin considerar los límites ambientales ni sociales al crecimiento y sin imponer, desde el Estado, condiciones mínimas de regulación. Mientras el mercado de ropa o de cosméticos ofrece cada vez más productos “cruelty free” –lo que significa que no han sido testeados en animales–, la crueldad se convierte en régimen político. No es casual que el gobierno cite a Alberdi, reivindique la Campaña del Desierto y la figura de Roca e incluso ensaye una revisión de la historia democrática reciente defendiendo a los responsables de la última dictadura.
La crueldad social
La crueldad hecha política exhibe un goce asociado al ejercicio de una violencia directa, practica una reiteración espectacular que busca insensibilizar y despliega una filiación histórica. Estos tres elementos –goce, insensibilización, historia– deben ser pensados a nivel de gobierno pero también en sus activaciones e implicancias a nivel social.
Derrida habla de “una irreductible pulsión de muerte” para explicar la crueldad. Propone seguir la aparición de la palabra “crueldad” en los textos de Freud para entender qué sería un “más allá” de esa pulsión de crueldad. Hay, dice Derrida, una pulsión de dominio, que no es otra cosa que un ejercicio del poder, de la posesión, un movimiento de apropiación. Es apasionante seguirle el paso a Derrida para entender que esa pulsión de poder es un “yo puedo” que articula un orden psíquico, pero también político.
Esto es fundamental para entender el “poder de hacer” que exhibe Milei. Contra quienes lo votaron pensando que no haría o no podría hacer todo lo que prometía, Milei exhibe un poder y una velocidad que es lo que le permite, en el fondo, mantener la duplicidad de ser a la vez un muñeco a cuerda de las corporaciones y un outsider del sistema político, capaz de gobernar sin partido, sin mayoría parlamentaria y señalando permanentemente lo que la política no pudo. Es este “yo puedo” de Milei el que cincela personajes-héroes en los que el Presidente argentino quiere verse reflejado: Elon Musk y su conquista de Marte, Marcos Galperin y su conquista de mercados y recursos del Estado, Benjamin Netanyahu y su conquista de Gaza.
En el comunicado de prensa de la octava revisión del acuerdo con Argentina, el FMI señaló que el gobierno ha “sobrecumplido” las metas. ¿Qué es ese sobrecumplimiento sino un ataque a las posibilidades de sobrevivencia de la población? Es ahí donde la violencia deja el paso a las finanzas. Consultado por un periodista, Milei dijo que “si la gente no llegara a fin de mes estaría muerta”. Además de que hay gente muriendo efectivamente por la falta de medicamentos y por la crueldad lesbofóbica habilitada por el discurso del gobierno, esta es la escena donde el endeudamiento ofrece “soluciones” para evitar morir de hambre, a través de plataformas como Mercado Pago, que especulan con los recursos escasos de los programas sociales mientras obligan a sus beneficiarias a endeudarse e intentar pequeñas “especulaciones” cotidianas (2) para pagar comida dolarizada.
La deuda es otra dimensión de la crueldad. Relatando el disfrute del acreedor hacia el deudor, Nietzsche dice que se difunde una lógica de maltrato y desprecio entre quienes no son “señores”. Parece que el derecho de los señores de maltratar se traslada a quienes pueden tratar a otros como deudores. ¿Qué tipo de satisfacción produce el hacer sufrir? Hay una compensación, dice Nietzsche, que es una “licencia y un derecho a la crueldad”, lo que remite a su análisis del cuerpo crucificado de Jesús como ritual de crueldad que garantiza la salvación, pero endeuda y culpabiliza a los cristianos para siempre.
Sacrificio
Vuelvo a Derrida, quien, en la línea de Nietzsche y de Freud, sostiene que la crueldad no tiene oposición, que no se puede oponer a la voluntad de poder una “antropología romántica de lo humano”. Pero también dice que hay que procurar “que esas pulsiones crueles sean desviadas, diferidas y que no encuentren su expresión en la guerra”. Volvemos a un problema clásico: la política como “lo otro” de la guerra, su continuación bajo otros medios. Pero, considerando el escenario global actual de guerra, ¿por qué habría espacio para una política que desviara la crueldad o que la contuviera? ¿Sería posible pensar una política que redirija la agresividad del odio hacia otras expresiones (un odio de las clases desposeídas contra los apropiadores, por ejemplo)?
La ultraderecha, ya se viene diciendo en varios análisis, capitaliza y fomenta una introyección de esta pulsión de crueldad; que es, también, un afecto de autosalvación frente a la precariedad e inseguridad generalizadas. ¿Cómo se entiende la propagación del “no hay plata” como lema de campaña al “sacrificio” de la espera que ha sostenido estos meses? Esa temporalidad de espera combina austeridad y endeudamiento personal, creando una burbuja especulativa a nivel subjetivo: hay que seguir aguantando, ajustando y endeudándose hasta que las cosas mejoren.
Esta creencia en lo sacrificial –etapa superior de la meritocracia– no sería posible si no se hubiera logrado instalar antes la idea y la experiencia de que los derechos son “privilegios” de ciertos sectores, beneficios que van contra el “igualitarismo” de la competencia. La recesión y la inflación son un acelerador de la crisis, bajo un darwinismo económico que puede volatilizar también las esperanzas de quienes le dieron crédito a la motosierra. Por eso, lo que le queda a la política de la crueldad es empujar la violencia horizontal entre los afectados. Por ejemplo, señalando a las mujeres a cargo de la atención y cuidado comunitario en los comedores barriales como la figura opuesta al “capital humano”, una vía para hacer crecer el anti-feminismo como vector de politización reaccionaria. Volver a cargar contra la economía popular para lograr una moralización reactiva de quienes “viven del Estado”.
El movimiento empieza por la economía cotidiana. La batalla ideológico-cultural recién hace pie luego para canalizar el odio por las condiciones de precariedad crecientes. Como señala Silvia Federici (3), “la fascistización es una estrategia y una política que da más y más poder al capital. Reduce la inversión en la reproducción y los espacios de poder de la clase obrera, y crea nuevas y más profundas divisiones entre las personas alrededor de las líneas de clase y raza”.
No son cuestiones abstractas. Esta afirmación se verifica, por ejemplo, en el modo en que se está negociando la reforma laboral en el Congreso. El gobierno pone como prenda de cambio dos temas clave: las jubilaciones para las amas de casa, que al eliminar la moratoria se cancelan y pasan a formar parte de una “prestación única” más baja, y la desregulación total de los pocos reaseguros de las economías informalizadas, como el monotributo social, que también se elimina, y las maneras de demostrar relación de dependencia, que quedan muy limitadas al anular las multas a los empleadores por trabajo mal registrado. De este modo se reducen o directamente sacrifican muchos derechos vinculados a la reproducción social de sectores feminizados e informalizados, a cambio de mantener vigentes las fronteras del “trabajo asalariado”.
En suma, se trata de otro vector de politización reaccionaria que busca que los asalariados reivindiquen su jerarquía respecto a los trabajadores no asalariados, fomentando las tensiones y conflictos al interior de las clases populares. La política de la crueldad necesita que su lógica sea replicada por arriba y por abajo. Para frenarla, sin coartadas pero con decisión, sólo se puede confiar en mecanismos que puedan ponerle límites y desviarla desde abajo.
1. Red de Investigadores en Genocidio y Política Indígena, 2010.
2. https://www.revistaanfibia.com/feminismos-vs-casta-financiera/
3.https://ctxt.es/es/20230401/Politica/42522/entrevista-silvia-federici-veronica-gago-feminismo-fascismo-eeuu-estrategia-politica-cuidados-trabajadoras.htm
Por Verónica Gago * Investigadora CONICET y militante del coletivo feminista NiUnaMenos. / Le Monde Diplomatique