La (anti) política del saqueo

Actualidad 04 de abril de 2024
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Desde los años ochenta, aunque muy especialmente, tras el fracaso del plan austral y la declaración de la “economía de guerra”, venimos asistiendo a una transformación de las prácticas políticas, y de los modos en que las pensamos y asumimos. Por entonces, las nuevas lógicas y estrategias mediáticas incitaban a funcionarios y legisladores a “cuidar su imagen”, a cultivar un perfil atractivo para las audiencias, que poco y nada tenía que ver ni con las habilidades oratorias ni con las capacidades para defender proyectos e ideas de gestión. Estas mutaciones alcanzaron su punto culminante durante el menemato, una verdadera insignia de la espectacularización de la política y del cinismo desenfadado que incluía la exhibición pública (mediática) de bienes mobiliarios y grandes propiedades en las revistas de moda. Pero quizá, la imagen más significativa de este tiempo sea la de un Carlos Menem que cambió el poncho y las patillas por los trajes caros, el colágeno y el extremo cuidado estético requerido por las luces de los sets televisivos. La crisis desatada en 2001 (consecuencia directa de las recetas noventistas) terminó por sentar a la política en el banquillo de los acusados, por denostar cualquier modalidad de la representación, y por enemistar a la población con las instituciones emblemáticas de los tres poderes republicanos. La consigna “que se vayan todos” resumía este clima anárquico y anómico en que nos había sumido el mayor saqueo de toda nuestra historia. No fue en absoluto casual que los medios hegemónicos hayan alentado dicha prédica antipolítica que afloraba de esa desesperación sin rumbo ni orientación. Si de verdad la política, en cualquiera de sus expresiones, constituiría una práctica demagógica y corrupta, además de un obstáculo para la libre empresa y el libre mercado, lo que deberíamos hacer es renunciar a toda forma de mediación y arbitrio políticos para habilitar la gestión directa de las corporaciones económicas sojuzgadas/confiscadas por el sistema tributario y los controles estatales.

Ciertamente, nuestros representantes políticos y sindicales de entonces habían sido los responsables de la entrega y el desamparo, pero cuando el blanco de la furia apunta exclusivamente hacia los canallas y coimeros que traicionaron el mandato popular, quienes permanecen impunes son los verdaderos saqueadores, los que se beneficiaron con una transferencia inédita desde los ingresos populares hacia sus arcas, los que vaciaron todas las “cajas” públicas (muy especialmente, la previsional) para timbear con el dinero del pueblo, los financistas, evasores, fugadores, grandes empresarios, dueños de medios, etc. En 2003, aunque obtuvo muy pocos votos, un gobierno popular se dedicó a reparar todas y cada una de estas injusticias. Sin embargo, la muy eficiente cantinela mediática, con el inestimable auxilio de las redes cloacales, no solo logró encubrir y eclipsar sutilmente a los ladrones de guante blanco, sino también redirigir el odio y la hostilidad hacia, valga la paradoja, los dirigentes políticos que interrumpieron el saqueo (es decir, la sistemática apropiación privada del patrimonio público).

El macrismo, en tanto gobierno de los CEOs, llevó esta maniobra a límites extremos, lindantes con las prácticas del genocidio. Persiguió a los funcionarios de la anterior gestión, estigmatizó a líderes obreros, instituyó una Gestapo anti-sindical, instauró el Lawfare, responsabilizó a los abogados laboralistas por la escasa inversión privada (que sí descendió notablemente durante su gobierno), volvió a revertir la relación distributiva capital-trabajo en favor del primero, transformó el país en un paraíso de la fuga y la evasión, y hasta financió a la agrupación que intentó asesinar a CFK. Claro que todos estos episodios crueles, ilegales y/o sacrificiales se ejecutaban –eso sí– en nombre de la Libertad y de la República. Lo verdaderamente importante era persuadir a la población de que los sindicatos eran una cueva de ladrones; los exfuncionarios, todos corruptos; el kirchnerismo, una peste a erradicar; y la política, una herramienta anacrónica, vetusta y opresiva destinada a obstaculizar las inversiones de los muy buenos y distinguidos empresarios.

El éxito mediático de dichas operaciones resultó contundente. En diciembre de 2023, un outsider fabricado por las redes y los medios dominantes ganó las elecciones nacionales prometiendo que iba a acabar con la “casta política”, a sepultar los derechos laborales y a destruir el poder sindical. Una vez más, la política, los sindicatos y los trabajadores se constituían en el blanco de la motosierra. Hemos aprendido de sobra que hay sindicalistas que negocian a espaldas de los trabajadores y políticos siempre dispuestos a la traición. Pero lo absolutamente seguro es que cada vez que la representación política y/o sindical se constituye como el enemigo de la nación, el capital concentrado disfruta de su fiesta y desata su furia saqueadora. Hasta el mismísimo congreso nacional deviene un “nido de ratas” cuando no se aviene a convalidar los negocios de un puñado de multimillonarios. La condición excluyente para que la casta empresaria incremente sin cesar su fortuna, a costa del empobrecimiento de las mayorías, es que la práctica política permanezca envilecida y la organización sindical, demonizada.

captura-de-pantalla-2023-12-10-101525 Asunción presidencial de Javier Milei.
 
El actual gobierno ha hecho gala de una desinhibición extrema, de una furia desatada contra todo lo que huela a plebeyo, y de una afección sin límites por el disparate y el sadismo. No obstante, semejante exhibicionismo cínico y obsceno (uno de los rostros de la ideología), reticente a las mediaciones racionales, argumentales y éticas, no se ha privado del ejercicio hipócrita (otro de sus ardides) que vendría a legitimar el espanto planificado: si no entregamos alimentos a los comedores es porque los controla la militancia; si paralizamos la obra pública es porque sostiene la caja de la política; si le recortamos el presupuesto a las universidades es porque son una cueva de comunistas; si no comienzan las clases es porque los gremios docentes son todos K; si desfinanciamos a las provincias, retiramos los subsidios al transporte y a la energía, y hambreamos a los empleados públicos es porque se acabó la fiesta; si suspendemos la entrega de medicamentos a quienes padecen enfermedades terminales es porque ese gesto demagógico se paga “con la nuestra”. Hemos afirmado, en artículos anteriores, que aun los genocidios necesitan algún relato que justifique sus crímenes. Incluso la gestión mileísta, en sus múltiples arrebatos de perversión despiadada, procura convencernos, con el enfático consentimiento de su claque mediática, que la más cruel de sus decisiones constituye la respuesta inevitable para un país que estaba de fiesta; para una sociedad gobernada por políticos y sindicalistas corruptos, y por militantes vagos que mantienen a sus clientelas cautivas. Cuando los engendros del mal absoluto repiten hasta el hartazgo estos significantes (fiesta, caja, política, militancia, sindicatos, K) a los cuales les han inoculado una valencia negativa, lo mínimo que podemos/debemos hacer es desconfiar de sus buenas intenciones.

Los verdaderos problemas de nuestro país son la desigualdad, la pobreza, el endeudamiento externo y la escalada inflacionaria que nos licúa los ingresos; todos ellos defendidos, promovidos y alentados por este gobierno neofascista. Y la causa de todas estas problemáticas no es el gasto público, ni el financiamiento de la política ni la existencia de derechos laborales; sino la incesante transferencia de dinero desde los bolsillos de la clase media y los sectores populares hacia las cuentas off shore de un pequeño grupo de empresarios (son estos últimos los que se quedan con “la tuya” y no los legisladores y/o sindicalistas que defienden tu salario). Y esta fabulosa cesión de riquezas (que siempre incrementa su volumen durante la gestión de gobiernos liberales) se realiza a través de los siguientes mecanismos: endeudamiento, bicicleta financiera, fuga de capitales, evasión impositiva, formación de precios sin control, devaluación, liberación de las tarifas del transporte y la energía, reducción de impuestos a las patronales, etc. Es la aplicación de todas y cada una de estas recetas lo que nos empobrece día a día, al mismo ritmo en que se enriquecen las entidades empresarias que integran AEA, Copal, la Sociedad Rural, la UIA, la Cámara Argentina de Comercio, ADEBA, ABA, AmCham o los fondos de “inversión”. Para que se entienda mejor aún: son aquellas firmas las que nos roban “la nuestra”, no Grabois ni Palazzo ni Héctor Recalde quienes, además, las vienen enfrentando con enorme valentía. Son los Galperín, los Eurnekián, los Paolo Rocca, los Pagani, los Macri quienes explican el 57 % de pobreza, la desigualdad creciente y la pérdida del poder adquisitivo del salario; y no los subsidios, ni las moratorias previsionales ni las asignaciones sociales, ni las pensiones por discapacidad. Sin embargo (de un modo nada casual, desde ya), el blanco predilecto de los odiadores seriales no son estos impunes ladrones sino los legisladores, sindicalistas o dirigentes sociales que combaten semejantes mecanismos de explotación y depredación.

Claro que la política tiene una gran responsabilidad en este atraco, pero no por haberse conformado como una pretendida casta, sino por haber permitido, facilitado o instrumentado el desfalco en favor del (siempre intocado e intocable) capital concentrado; es decir, por abandonar a sus representados para abrazar la causa impoluta de las corporaciones. La política en tanto tal nunca es ni será un problema para las mayorías ya que es la única herramienta que nos brinda el sistema democrático para ejercer el gobierno de la “cosa pública”; ciertamente, dicho instrumento puede utilizarse para organizar un sistema de inequidad mayúscula o bien, de un modo que nos permita el acceso igualitario a los bienes, servicios y recursos producidos y/o extraídos en virtud del trabajo colectivo. Precisamente por ello, ciertos políticos sí constituyen un gravísimo inconveniente cuando deciden favorecer (disimulada o explícitamente) los negocios de un puñado de multimillonarios.

Sin dudas, el bombardeo mediático y la guerra desatada en las redes antisociales han resultado sumamente eficaces, muy especialmente durante una pandemia que acabó por exacerbar no las conductas solidarias sino las pulsiones destructivas. El disciplinamiento mediático ha resultado tan aleccionador que los legisladores más temerosos se aprestan, incluso, a votar leyes que reconocen como catastróficas, con tal de no ser señalados como cómplices de los K, el verdadero mal de la nación según una fórmula repetida hasta el cansancio. Hace ya varios años que venimos insistiendo en que la traición de la UCR no tiene retorno por más que algunos periodistas bienpensantes continúen depositando alguna absurda expectativa en el “despertar” del partido centenario. Por si aún les quedara alguna duda a estos ingenuos progresistas, les recordamos que, en el Senado, el apoyo decisivo para el esperpento más entreguista de toda nuestra historia, después de la conquista y colonización del subcontinente, fue de la UCR. Diez de los veinticinco senadores que votaron el DNU eran radicales. Su genuflexión frente a las corporaciones económicas y mediáticas, y ante el capital concentrado es tan obscena como incondicional. Y como si no les hubiese bastado con semejante humillación, los popes del radicalismo emitieron un comunicado donde expresan con firmeza y hasta con cierto dramatismo, su orgullosa decisión. Por mucho que les duela a sus simpatizantes, el principal sostén de Milei no es el PRO sino la UCR, humillada hasta el hartazgo por el engendro presidencial.

Aunque no nos simpaticen ciertos políticos ni determinados sindicalistas, la única manera de detener este robo planificado es apostando por las construcciones colectivas, las solidaridades sociales, el protagonismo político, las movilizaciones callejeras y la unidad gremial indispensable para detener la sangría. Si los poderes fácticos logran convencernos de que estas instancias amigables son el problema y no la solución para nuestros males, el enemigo –tal como sugería Walter Benjamin– nunca cesará de vencer.

 

Por Claudio Véliz * Sociólogo, docente e investigador (UBA-UNDAV); director general de Cultura y Extensión Universitaria (UTN).  / La Tecl@ Eñe

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