Prepararnos para resurgir de las cenizas

Actualidad 14 de marzo de 2024
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Varios años de crisis económicas adoctrinaron a los argentinos en la lengua financiera y, a fuerza de conversar siempre sobre lo mismo, nos hemos vuelto un poco economicistas. No importa que Aristóteles o Maquiavelo hayan escrito algún tratado sobre política; nosotros terminamos por creer que bastaba hacer buenos negocios para administrar bien la República. Luego, como obviamos los saberes básicos de la política, terminamos invariablemente haciendo malos negocios. Estamos obsesionados, y solo dispuestos a dejar de estarlo por más obsesión. Varios años de crisis, decimos, terminaron por hacernos creer que bastaba con empoderar a un economista; incluso si ese economista tenía, además del sesgo de profesión, el sesgo de abrazarse a una tendencia, célebre por no haberse podido realizar en ningún país del mundo. Países reales, en este mundo real —aclaremos—, porque toda la política argentina entró en una discusión abstracta de canastas de monedas y plazos fijos, en la cual lo que empieza a faltar es la comida (lo más básico); y pronto está por llegar el invierno.

Estamos perplejos y ahora comenzamos a entender que esta misma perplejidad nos trajo hasta acá. A fuerza de querer resolver nuestro problema económico dimos con inventar un nuevo problema, Javier Milei, cuya complejidad —por si al drama le faltaba paradoja— reside en su trasparencia. Milei es lo que se ve: trauma familiar, zoofilia canina, sesgo doctrinal, algo de judaísmo wiki, brusco tránsito de la televisión a la política, cóleras repentinas, estigmatizaciones rápidas, brotes mesiánicos. Los memes que lo ridiculizan no son broma. Tiene habilidades de mago: muestra sin que podamos ver; ínfulas de profeta: anuncia lo que aún no se comprende; y aires de virrey: gobierna a destajo y con mano dura. Para quien mira todo a través de un cristal azul no es raro que el mundo sea azulado; Milei mira todo desde la Escuela Austríaca y agota el problema argentino en el diseño de un individualismo metódico. No es broma. No es que mira con un solo ojo; mira siempre en un solo sentido. Todo lo que ve es lo único que ver. Decir que el presidente está ciego ya no es una metáfora.

De a poco comenzamos a comprender que el león que rugía no era más que un animal, y ya estamos en condiciones de llamar a las cosas por su nombre; pero lo comprendemos recién ahora que la realidad adquiere el ligero aspecto del surrealismo. Las calles se empiezan a poblar de sonámbulos, hay gritos en los merenderos y las escuelas de los barrios populosos se rinden a un naturalismo radical: sálvese quien pueda. Ya se han desatado las fuerzas del cielo. Argentina entró en una etapa donde su Estado se remata en una mesa de dinero. Si el problema era de índole moral, ¿por qué corregirlo a fuerza de una jerga financiera? Eso es parte de nuestra perplejidad. Los remedios no coinciden con los malestares. Se desató una tormenta y nos aprovisionamos de machetes y motosierras. Nos vamos a mojar. Concedimos a Milei la misión de hacernos libres, pero ahora dimos en la cuenta de que nos puso a la venta. ¿Sabrá el secreto vínculo que existe entre libertad y Estado? No basta, para refutar este vínculo, acusar a Sócrates o Hobbes de ser parte de una casta.

Donde en Deuteronomio se afirma que el judío fue el pueblo elegido, Spinoza explicó que se refería únicamente a que era el pueblo que mejor había constituido su Estado. El pasado mes de febrero, Milei visitó Jerusalén y se emocionó ante el Muro de los Lamentos. ¿Le avisaron que se trataba del último vestigio de la fastuosa remodelación del Templo, construido por el antiguo Estado, solventado con dineros públicos? ¿Lo sabía muy bien, en cambio, y en verdad lloraba al recordar su destrucción? Aquel Templo tenía —como todo templo— mercaderes que lo profanaron, intrusos y malversadores fiduciarios. Nada de eso justifica su destrucción. En nombre de un pecador no se invalida una iglesia, así sea sacra o laica. Decir que el Estado es una organización criminal es despreciar la historia de Atenas y de Roma, también la de Moscú y de Jerusalén. Los nombres de esas ciudades son símbolos; la humanidad pervive a través de esos símbolos. Si el Estado argentino entra finalmente en su disolución —éxtasis al que aspira un anarquista— tendremos que prepararnos para resurgir de sus ruinas. Esas ruinas, que ya empezamos a pisar, deberán ser los escombros de una nueva muralla más vital y duradera, que en otro futuro —no importa que tan atroz o inhóspito— impida que algún otro profeta repentino venga a ensayar sus alucinaciones.

 

Alfredo Alfon *Escritor y ensayista.

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