El liderazgo mesiánico de Milei

Actualidad 11 de febrero de 2024
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Javier Milei no es el primer presidente con vocación refundacional en nuestro país; lo que lo distingue de los anteriores es la desmesura del intento y la desproporción que esa ambición mantiene con los recursos institucionales que reúne para materializarla.

Argentina es escenario de un experimento en el que un puñado de técnicos procura imponer un diseño de laboratorio a una realidad social compleja, poblada de actores pre constituidos y empoderados, que hoy asisten a una ambiciosa tentativa de reconfiguración de la sociedad. 

La pretensión de refundar y resetear la sociedad ubicándose en un punto cero de la historia no mantiene relación con la debilidad de recursos, que se intenta disimular sobreactuando una aparente fortaleza. Sin embargo, estas aspiraciones se sustentan en un capital político volátil: los votos que le dieron el triunfo –el 30% del voto duro obtenido en primera vuelta y el 26% blando que sumó en la segunda–, y una expectativa social favorable, pero muy supeditada a los resultados de sus políticas. Los gestos de autoridad –recordemos el discurso de fin de año apremiando al Congreso Nacional para acelerar el tratamiento del paquete de leyes enviado–, son inversamente proporcionales a la cuantía de recursos que reúne –apenas dispone de un 10% de senadores propios y un 15% de los diputados–, y no contribuyen a lograr la cooperación que resultaría indispensable para revertir esa debilidad.

La radicalidad de la agenda de reformas y la pretensión de imponerlas sin dilaciones, choca con un entramado social complejo y robusto que reclama otros modales para metabolizar tan ambiciosa propuesta. Tampoco se lleva bien con los tiempos y procedimientos de una democracia tramitarlos con la premura y obediencia que reclama el oficialismo.

Vaciamiento de la democracia

Estamos ante un gobierno dividido: esto sucede cuando en un sistema presidencial el partido del presidente no tiene la mayoría en el Congreso. Esto no representa una novedad en nuestra democracia, pero ningún otro presidente llegó con semejante brecha y asimetría de apoyos en ambos poderes. Recordemos que ambos poseen igual legitimidad pues los legisladores que hoy integran el Congreso Nacional fueron votados por la misma ciudadanía que lo eligió al Milei. Sucede que los regímenes presidencialistas están basados en una “legitimidad democrática dual” y, como destaca Juan Linz, “no existe principio democrático alguno para resolver las disputas acerca de cuál de las dos partes representa realmente la voluntad del pueblo” (1). Por lo tanto, no es válido anteponer el apoyo electoral recibido por el Presidente como justificación para subordinar al Congreso Nacional a su voluntad. En otros términos, aunque en un sistema presidencial el Ejecutivo es un poder dotado de recursos decisorios que robustecen su rol frente a los otros, es erróneo pensar que el “gobierno” se reduce sólo a este poder: en una democracia representativa este término designa tanto al Ejecutivo como al Legislativo.

El Ejecutivo actual dispone de una fuerte legitimidad de origen basada en el apoyo electoral obtenido en el balotaje y apuesta a mantener y renovar ese respaldo mediante una constante apelación a la opinión pública, pero al mismo tiempo, es débil institucionalmente y enfrenta dificultades para crear mayorías parlamentarias que le den sustento, como lo muestra el dificultoso trámite del paquete de leyes enviados al Congreso Nacional y el inesperado desenlace que lo retrotrae al punto de partida original. Si bien la opinión pública cumple un papel decisivo en las democracias contemporáneas, no reemplaza a los mecanismos de intermediación institucional que participan de los procesos decisorios. 

Esta manera de entender la democracia no sólo tiene poco de liberal, sino que produce un vaciamiento institucional que la desfigura y arriesga volverla otra cosa.

La pretensión de colocar el apoyo electoral del Ejecutivo como único principio de legitimidad responde a una concepción mayoritaria de la democracia y a una versión extrema del electoralismo democrático que empobrece su contenido y la reduce al momento electoral. Sin embargo, la democracia es mucho más que un sistema de mayorías basado en elecciones, y para que un poder sea plenamente democrático es preciso que también se someta a pruebas de control que sean concurrentes y complementarias de la expresión mayoritaria.

La democracia –como sostiene Mazzuca– no sólo expresa un modo de acceso al poder (mediante elecciones libres, periódicas y competitivas), sino también un modo de ejercerlo (respetando la división de poderes) (2). Es en este último aspecto donde flaquea el estilo político presidencial. Milei encarna un liderazgo de popularidad basado en el vínculo directo con la opinión pública y concibe su gestión como una misión redentora (con ribetes cuasi-religiosos poco compatibles con el laicismo liberal), que tiene como cometido cumplir el mandato que le encomendó el pueblo con su voto. En esta concepción de la democracia, los otros poderes representan simples “estorbos” que se interponen en el cumplimiento del mandato que el pueblo le delegó, sin considerarse obligado a rendir cuenta más que ante ese pueblo (3).

Esta manera de entender la democracia no sólo tiene poco de liberal (aquí el liberalismo pareciera reducirse a lo económico –libre mercado e iniciativa privada–), sino que produce un vaciamiento institucional que la desfigura y arriesga volverla otra cosa: un régimen híbrido en el que el componente democrático (por su origen electoral), convive tensamente con un estilo decisorio discrecional, renuente al diálogo y a la negociación.

Junto con eso, asistimos a una fuerte personalización del poder y a un liderazgo que aspira a ocupar el centro de la escena política, controlando la iniciativa, estableciendo un vínculo directo con la opinión pública y autoimponiéndose un desgastante esfuerzo por eternizar el clima de campaña que lo catapultó al sitio que hoy ostenta. Esto le exige renovar constantemente ese apoyo –como lo ilustra el recurso a una posible consulta tras el fracaso legislativo de su iniciativa–; pero una democracia no puede fundarse sólo en la legitimidad de un líder. Ese capital es volátil y, si no viene acompañado de otros apoyos institucionales, es una apuesta arriesgada que acaba supeditando la dinámica y estabilidad de la democracia a los vaivenes de popularidad de una sola persona.

 
1. Juan Linz, “Los peligros del presidencialismo”, Revista Latinoamericana de Política Comparada,http://politicacomparada.com/ediciones_anteriores/vol%207%20revista%20lat.%20poltica%20comparada.pdf

2. Sebastián Mazzuca, “¿Democratización o burocratización? Inestabilidad del acceso al poder y estabilidad del ejercicio del poder en América Latina”, Aracauria, https://revistascientificas.us.es/index.php/araucaria/article/view/966/878

3. Esta idea del Presidente como un “delegado” del pueblo forma parte del concepto de “democracia delegativa” acuñado por Guillermo O’Donnell en los años noventa.

Por Osvaldo Iazzetta * Profesor Honorario y miembro del Centro de Estudios Comparados, Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales, Universidad Nacional de Rosario. / Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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