Para que haya libertad

Actualidad 01 de enero de 2024
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El Poder Ejecutivo ha enviado al Congreso de la Nación el proyecto de una ley cuyo título, “Bases y puntos de partida…”, es una sonora ofrenda a Juan B. Alberdi, al que el presidente Milei viene homenajeando de manera sostenida desde sus discursos de campaña. Solo que si el título del célebre libro de Alberdi sigue “… para la organización política de la República Argentina”, las bases y puntos de partida de los que aquí se trata lo son en cambio “… para la libertad de los argentinos”. Vuelan, en el cambio, la organización, la política y la república. La organización, esto es, los marcos jurídicos de la vida colectiva, la disposición de las magistraturas, la creación de los ámbitos para las discusiones, que Alberdi sabía bien que era condición y no obstáculo para la libertad, y que el proyecto de ley trata en cambio como molestas formas de burocratización y sobre-reglamentación de la vida colectiva. La política, es decir, la laboriosa construcción de consensos y disensos, de acuerdos y de desacuerdos, sin los cuales tampoco hay libertad, porque hay pura imposición de una mirada única sobre los problemas y sus causas. Y la república, la cosa pública y común que nos abarca a todos y a todas y que por supuesto que es otra cosa que la mera suma aritmética de los individuos que la integran, y que son, en cambio –abstractos, sueltos, sin relaciones ni ataduras con los otros, sin historia–, los únicos sujetos de los derechos y las libertades a las que se refiere el proyecto de ley.

Alberdi era un republicano. Lo era en el sentido más clásico de que pensaba esa cosa pública y común que nos abarca a todos y a todas y de la que todos y todas somos parte (una idea que nos lleva sostener, contra el espíritu del proyecto de ley que comentamos, que nadie puede ser libre en una comunidad que no lo es), y también en el sentido más moderno de que defendía como un principio fundamental de la vida colectiva –que había aprendido en la lectura de los federalistas norteamericanos– la división de poderes que este proyecto de ley, en cambio, al contener una delegación de una cantidad enorme de facultades legislativas en el Poder Ejecutivo, se lleva puesta desde su primer artículo. Y era un liberal, que por lo tanto tenía sobre la libertad una noción mucho más compleja y rica que la que nos propone el torpe neoindividualismo que anima el proyecto del Ejecutivo. El liberalismo, en efecto, es un pensamiento sobre la libertad, a la que concibe como la libertad de los ciudadanos y las ciudadanas frente a una cantidad de poderes que pueden asfixiarla o conculcarla: los de los monopolios, las corporaciones, las iglesias, las dictaduras. No el del Estado democráticamente gobernado, que, por el contrario, es un instrumento fundamental para su defensa contra esos enemigos. Aquí el contraste entre el libertarianismo del proyecto de ley y el mejor liberalismo político argentino es flagrante. El liberalismo no es (por lo menos a priori, por lo menos por principio) un anti-estatalismo, y está muy lejos del supuesto de que el Estado es el principal enemigo de la libertad, que en cambio sostiene todo el articulado del proyecto.

En sus intervenciones televisivas de estos días, los voceros del gobierno nacional vienen avisando que los diputados y los senadores tienen que aprobar, y aprobar rápido, este larguísimo articulado (que incluye como último punto, por cierto, la convalidación del gravísimo DNU a través del cual el Ejecutivo viene avanzando en la dirección que promueve el proyecto), porque la Argentina no tiene tiempo, se muere, se desangra, y que por lo tanto, si a los representantes del pueblo se les ocurre andar conversando y discutiendo y disintiendo y proponiendo cambios, “habrá que buscar otros caminos” para hacer, con la mayor urgencia, “lo que hay que hacer”. Que es lo que el proyecto dice que hay que hacer. La ligereza con la que se enuncian estas brutales amenazas es muy grave, porque es obvio que, en materia de política y de políticas, nunca hay una sola cosa que hacer, siempre hay caminos diferentes que dependen de las también diferentes perspectivas (filosóficas, teóricas, políticas) con las que se encaran los problemas. La pretensión de que todas esas perspectivas menos una, la propia, son por definición erradas, o solo expresan la defensa de intereses inconfesables (como si no fuera fácil, por lo demás, identificar ese mismo tipo de intereses detrás de la teoría que anima el discurso y los proyectos del oficialismo), es el principio mismo del despotismo. El viejo Alberdi participó en demasiados y demasiado fascinantes debates de ideas como para seguir invocándolo como inspiración de tantos desatinos. 

Por Eduardo Rinesi * Universidad Nacional de General Sarmiento. / P12

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