El “Rodrigazo”, el ajuste que cambió la Argentina

Actualidad19/12/2023
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A las ocho de mañana, Celestino Rodrigo, un ingeniero industrial de entonces sesenta años recién cumplidos, salió de su casa, en el corazón del barrio porteño de Caballito, y como era su costumbre desde 1950 fue hasta las escaleras de la estación Acoyte del subte A, el más viejo de Sudamérica, y se subió al primero de los vagones de madera. Pero ese día era especial, se dirigía a jurar como ministro de Economía, acompañado por sus familiares. Su destino era la Plaza de Mayo, más exactamente la Casa Rosada. Era el lunes 2 de junio de 1975 y el país estaba a punto de explotar.

Aun con sus particularidades y alteraciones en lo político institucional, la Argentina había transitado, en las tres décadas anteriores, por el Estado de bienestar, con virtual pleno empleo, con indicadores satisfactorios en lo social, en la distribución del ingreso y en el trabajo productivo, entre otras áreas. Esa misma Argentina estaba entonces por ingresar, de golpe y de la manera más sangrienta, al igual que otros países de la región, en una nueva etapa económica caracterizada por la concentración de la riqueza, la pérdida de conquistas históricas de las clases trabajadoras y la desaparición de vastos espacios y bienes públicos. Un ciclo que duraría casi otras tres décadas.

Rodrigo juró como tercer ministro de Economía del gobierno justicialista de 1973-1976 en el despacho presidencial de María Estela Martínez de Perón (Isabelita). Antes que él habían cumplido esa función el empresario José Ber Gelbard, contra cuyas políticas básicas apuntó el plan de Rodrigo, y entre ambos, desde octubre de 1974 (ya muerto Juan Domingo Perón el 1° de julio de ese año) Alfredo Gómez Morales, quien llevó adelante un gradual ajuste de la economía parecido al que había motorizado en 1952, cuando orientó el primer giro conservador al modelo de Perón y su esposa Eva Duarte, fallecida ese año.

Ahora, la muerte de Perón había abierto el camino a una estrategia sectaria y aislacionista, contraria a los intentos de convergencia social que había intentado el líder peronista (De Riz, 1987), sin que esto signifique quitar responsabilidad al viejo general por los días que vendrían. En cualquier caso, desde su muerte la violencia ocupó el centro de la escena, también en cuanto a la virulencia del plan económico.

Entre otros ministros, estuvieron presentes en la ceremonia de jura de Rodrigo el de Interior, Alberto Rocamora; el de Defensa, Adolfo Savino; el de Cultura y Educación, Oscar Ivanissevich; el de Trabajo, Ricardo Otero; el canciller Alberto Vignes y, desde ya, el de Bienestar Social, José López Rega. A este último la revista Carta Política, de Mariano Grondona, y otros sectores lo veían como un salvador y había sido el impulsor de Rodrigo a Economía. También asistieron los cuadros de el “Brujo” (como se lo apodaba a López Rega), cada vez con mayor y oscuro poder dentro del gobierno, como el secretario técnico de la Presidencia, Julio González; el secretario de Prensa y Difusión, José María Villone; y el secretario de Coordinación y Promoción Social, Carlos Villone, primo del anterior.

El escribano general de Gobierno, Jorge Garrido, cumplió sus funciones y Rodrigo asumió y cruzó enseguida al edificio de enfrente, por Hipólito Yrigoyen, al quinto piso del Palacio de Hacienda. Ya tenía parte de su equipo armado. El ultraliberal Mansueto Ricardo Zinn, que había sido el cerebro del plan durante las semanas previas, sería su secretario de Coordinación y Carlos Paillas, su subsecretario; Armando Prada iría a la Secretaría de Hacienda, Hernán Aldabe pasaría de la Vicepresidencia del Banco Central a Comercio Exterior; Guillermo Nazar sería subsecretario de Comercio; Julio Palarea, titular de Transporte y Obras Públicas; el general retirado Ernesto Della Crocce, secretario de Comunicaciones; y el empresario Florencio Casale iría a Minería. El ingeniero Basilio Uribe montaría una nueva sección de Lealtad Comercial. Otras secretarías y direcciones, como la de Política Monetaria, que desde 1972 conducía Roberto Löwenstein, no sufrirían cambios. Tampoco la presidencia del Banco Central, adonde quedaría Ricardo Cairoli. Y se incorporarían como jefe de asesores del Ministerio el bodeguero Nicolás Catena y como asesor Pedro Pou.

El día de su asunción Rodrigo no hizo anuncios concretos, pero se ocupó, además de identificar como sus enemigos a la guerrilla y la especulación, de alentar a la población al ahorro y de definirse como peronista de la primera hora: “Las medidas que vamos a implementar serán necesariamente severas, y durante un corto tiempo provocarán desconcierto en algunos y reacciones en otros. Pero el mal tiene remedio”, dijo en la ceremonia. Al día siguiente dio la primera señal con un primer gran ajuste en las tarifas de pasajes aéreos y varios turistas quedaron varados porque se los obligaba a reconocer los aumentos de los pasajes de regreso. Rodrigo decía: “El que viaja no produce, pero sí gasta”. En esa misma jornada reunió a los periodistas acreditados en el Ministerio y les anticipó: “Mañana me matan o mañana empezamos a hacer las cosas bien”. Uno de ellos tuvo la primicia. Es que los técnicos de Economía, funcionarios de carrera, habían accedido a las medidas y, aunque las anticipaban, sencillamente no podían creerlas en cuanto a su magnitud. Ya bastante escozor les causaba ver a través de las ventanas, cruzando la calle Balcarce, cómo los pasillos y oficinas del Ministerio de Bienestar Social (hoy, el edificio de la Administración Federal de Ingresos Públicos, AFIP) se poblaban cada vez más con personajes de anteojos oscuros y armas a la vista. Un atónito funcionario de segunda línea en Economía, colaborador de la secretaría de Financiamiento del Sector Externo, filtró el plan al joven cronista del diario Clarín acreditado en el Ministerio y su adelanto editorial disgustó al equipo de Rodrigo, pero no frustró el lanzamiento ni impidió que alcanzara un altísimo impacto. A la noche del miércoles 4 de junio, el día que sería bautizado como “el Rodrigazo”, el ministro dio una conferencia de prensa y durante ella sí detalló su programa, además de decretar un feriado cambiario que se extendería hasta el lunes 9.

Fue uno de los momentos de mayor zozobra económica que recuerden los argentinos. Muchos presupuestos familiares se hicieron añicos. Los pocos comerciantes desprevenidos, ante una inusual demanda previniendo el ajuste de precios, vendieron todo y su alegría duró hasta que se enteraron, al momento de reponer, cuánto habían perdido. Otros bajaron las persianas con carteles de balance, inventario o duelo. Y también hubo pequeños establecimientos industriales que empezaron a meditar en esos días si era el momento de pasar a cuarteles de invierno.

“Acá no va a haber industria por unos cuantos años”, le comentaba por aquellos días un reputado especialista en desarrollo industrial, Marcelo Diamand, a sus allegados. Los ciudadanos más avisados ya habían cargado los tanques de combustible de sus autos la noche del domingo 1°, tras larguísimas colas: un ahorro ínfimo para lo que se venía.

Era el año en que murieron personalidades como el dictador español Francisco Franco y el magnate griego Aristóteles Onassis, y en la Argentina, en medio de la larga tragedia que se venía venir, o mejor dicho que ya estaba, el del triunfo memorable de Independiente ante Cruzeiro de Brasil en la Copa Libertadores de América, el de Carlos Monzón sobre Tony Licata reteniendo su corona o los de Guillermo Vilas en varios courts. En esos días era un éxito en Buenos Aires la película Nazareno Cruz y el lobo, estaban en el Ópera y el Gran Rex los cantantes Roberto Carlos y Charles Aznavour.

Pero ese año era, sobre todo, el momento de inflexión entre dos ciclos históricos, en el mundo y en la región. La crisis energética, que entre otras cosas era síntoma del fin del período de auge económico de posguerra, cuadruplicó los precios del barril de petróleo, deprimió los de los productos agrícolas y cerró el mercado de carnes de la entonces Comunidad Económica Europea, que además comenzó a proteger con más subsidios su producción agropecuaria, todos hechos que perjudicaron al país (Kandel, 1983). El ciclo económico también empezaba a cambiar en la Argentina, mientras países vecinos como Bolivia, Chile, Uruguay o Perú habían igualmente ingresado o ingresaban entonces en un período de asesinatos en masa, ajuste y reacción contra el avance social que se había producido en los años previos.

Menos de un año después, la dictadura que encabezó Jorge Rafael Videla, y en especial su ministro de Economía, tendrían el camino allanado al menos en parte del ajuste buscado.

El 4 de junio de 1975 Rodrigo informó que el tipo de cambio y los precios públicos se incrementaban un promedio de 100% y el impacto en toda la cadena de precios fue automático. El dólar paralelo ya cotizaba arriba de los 40 pesos, y el aumento del dólar oficial respecto del peso, con cotizaciones desdobladas en distintos tipos –dólar financiero, turístico y comercial, que fue el que más aumentó, de 10 a 26 pesos– fue de entre el 80 y 160%. Las naftas subieron hasta un 181%, la energía, 75%, y las tarifas de otros servicios públicos, entre el 40 y 75%. Se decidió aumentar con un sistema de reajustes periódicos o directamente liberar, según los plazos, las tasas de interés para depósitos bancarios, y se determinaron alzas en los precios sostén para el campo y en las retenciones a las exportaciones, entre otras medidas. En los días siguientes continuaron las novedades. El boleto de colectivo pasó de 1 a 1,50 pesos y los pasajes de trenes subieron entre el 80 y 120%. Pero para los salarios se habían fijado en mayo aumentos de solo un 38%, porcentaje que fue elevado al 45% el 12 de junio. Desde luego, ese techo no fue aceptado por los sindicatos que, al cabo, conseguirían incrementos de hasta el 140% o más todavía, en medio de la batalla de las paritarias que siguió luego, como se verá más adelante.

Para Zinn y Rodrigo, oficialmente los objetivos eran reducir el déficit fiscal mediante el aumento de las tarifas públicas, para mejorar los ingresos del Estado y favorecer el resultado del comercio exterior vía la devaluación, porque se necesitaba ir cerrando también la brecha de la balanza de pagos. En el primer semestre de 1975, comparado con igual lapso del año anterior, las importaciones habían subido de 1.500 a 2.100 millones de dólares, y las exportaciones, caído de casi 2.000 a 1.400 millones de dólares. El contexto era de pleno empleo por mano de obra ocupada y capacidad instalada, recuerda Horacio Pericoli, funcionario de carrera en Economía hasta que pasó a ser decano de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires bajo el rectorado de Rodolfo Puiggrós. Por eso además de la devaluación era necesario achatar el consumo –es decir los salarios– para que hubiera más oferta exportable.

“La caída del salario real es un ingrediente necesario para el éxito de este esquema económico”, señalaba sin tapujos la Fundación de Investigaciones Económicas Latinoamericanas (FIEL) al analizar el plan. FIEL cuestionaba el programa anterior, 1973-1975, por, entre otras razones, “la falta de relación entre el control directo de los precios pensado en un esquema de ‘inflación cero’ y una cantidad de dinero que se duplica anualmente”. En ese momento, según se informó en Indicadores de Coyuntura, los economistas principales de FIEL eran Juan Carlos De Pablo –acérrimo defensor de Rodrigo–, Fernando Tow, Martín Lagos, Jorge Meier, María Echart y Armando Ribas, aunque este estaba de licencia. Y el director de la entidad era el ingeniero Pascual Santiago Palazzo.

Para algunos, en Rodrigo primó la ideología ultraliberal del autor intelectual del plan, Zinn, más que la corrección necesaria a dos problemas coyunturales, como eran los que asomaban en las cuentas presupuestaria y externa. Otros dijeron que se descartaron alternativas más suaves, como una mayor presión tributaria en lugar del ajuste de tarifas, para mejorar los ingresos estatales, o un control selectivo de importaciones en vez de semejante apreciación del dólar, para mejorar el resultado comercial. Pero Pedro Pou confesó para este libro que hubo deliberadamente un empujón al descalabro. “Esto es una guerra”, decía Zinn a su gente, y habría ido nuevamente a la función pública (ya había sido funcionario de rango menor en la Dirección Nacional de Empresas del Estado en el segundo gobierno peronista y asesor del Ministerio de Defensa en la dictadura de Juan Carlos Onganía) para hacer estallar la situación. La idea, en esa hipótesis señalada por un colaborador directo, era generar una “estampida inflacionaria que licuara la deuda de las empresas”, en aquella época casi toda en moneda nacional; que rompiera el control de precios contra el que despotricaban las empresas, que había regido desde 1973, y que beneficiara sobre todo a las compañías exportadoras, vía devaluación.

“La explosión era adrede. Si venían los gremios y pedían 80%, Zinn decía que debíamos ofrecerles 100%. Y en el plan monetario que estábamos preparando nos pedía que ‘agregáramos’ partidas siderales por las dudas. ‘Total, después van a venir los gobernadores y nos las van a pedir y se las vamos a tener que dar, así que para qué demorarnos en discusiones’, nos decía”, recordó el ex asesor de Zinn y Rodrigo.

Para algunos economistas, el diagnóstico de la coyuntura económica argentina era el siguiente: “A fines del primer semestre de 1975 el perfil de la crisis económica puede resumirse en tres rasgos: la aceleración del proceso inflacionario, una difícil perspectiva de balance de pagos y de disponibilidad de reservas internacionales y un rápido crecimiento del déficit público”. Además, “la aceleración de la inflación y la indefinición de la política cambiaria generaron expectativas de futuras devaluaciones y dieron lugar a la formación de importantes stocks especulativos de productos importados” (Frenkel, 1980).

Cuando Rodrigo salió de la prisión de Villa Devoto, en la que estuvo entre noviembre de 1977 y octubre de 1981(condenado durante la dictadura militar por “violación de los deberes de funcionario público” y “malversación de caudales públicos” en la causa por la “Cruzada de la Solidaridad Justicialista” que comandaba López Rega y pretendía emular a la Fundación creada en el primer gobierno peronista por Evita), defendió su programa: la magnitud de la crisis, la escasez de divisas de libre disponibilidad para atender una deuda externa de entonces 6.000 millones de dólares, un déficit público que alcanzaba en 1974 a entre 14 y 15% del producto bruto interno y una inflación reprimida ameritaban, a su entender, su plan de choque “no gradualista”. En una entrevista para la revista La Semana, en 1985, sostuvo que cuando asumió “el país ya estaba devastado”. El plan Gelbard, con control de precios e “inflación cero”, hubiera servido por poco tiempo, fue “una realidad en los primeros meses”, pero hacía rato estaba acabado, los precios “se disfrazaban” o escondían fallas de calidad en los productos y se acumulaba inflación reprimida, señaló en una entrevista con el diario El Cronista Comercial ese mismo año.

Su idea era que el déficit presupuestario y la crisis del balance de pagos solo podían solucionarse de un golpe incrementando los ingresos del Estado y cambiando los precios relativos a favor de un superávit comercial, achatando el poder de compra de los salarios. No había lugar para ir con cuentagotas, había que “destapar la olla” con un shock inusual. No era la primera vez, ni sería la última, de aplicación de una receta clásica de ortodoxia económica. Lo que cambiaba era su alcance y el contexto para aplicar el experimento.

En otra entrevista con un economista que con mucho fervor ha defendido y estudiado su gestión ministerial, Rodrigo agregó una argumentación política al porqué del ajustazo. “En junio de 1975, una decisión a nivel presidencial incide sobre la programación económica. Al fijar las elecciones presidenciales para octubre de 1976, adelantando la previa decidida en 1977, la solución de la coyuntura económica se acorta en el tiempo, porque en un año de elecciones es de difícil materialización la austeridad y las medidas de saneamientos requeridas para solucionar coyunturas en crisis” (De Pablo, 1986).

Cualesquiera hayan sido las razones, la inflación que desató el plan fue la peor recordada por los argentinos (hasta entonces, claro), y significó una marca indeleble en cuanto a la corrección de precios relativos que marcó la cancha en la distribución del ingreso. Nadie percibió entonces que detrás estaba, al margen de la coyuntura nacional, un cambio de paradigma en el capitalismo, desde el keynesianismo de posguerra que se agotaba hacia el neoliberalismo salvaje que al cabo se impondría.

En el Congreso, en aquel furioso junio de 1975, al diputado del Partido Vanguardia Federal de Tucumán, Juan Carlos Cárdenas, se le ocurrió, o más seguramente recogió del ingenio popular, el vocablo “Rodrigazo” para bautizar el plan. Los ultraliberales dirían luego que debió llamarse “sindicalisazo” por los reclamos ulteriores de ajustes salariales. Está claro que en un proceso inflacionario los salarios no le ganan nunca a los precios y que, al contrario, en general esa batalla termina minando el poder de compra de los asalariados. Pero la inflación, en la Argentina, reconoció siempre otros factores estructurales de la economía (uno no menor, la presencia de oligopolios). Y respecto de los salarios, en junio de 1975 no era precisamente para festejar y quedarse de brazos cruzados un aumento del 38% en los haberes frente a la triplicación de otras variables. Nadie habló de “Zinnazo”, en todo caso, por el padre de la criatura. Pero todos quedaron estupefactos por la estampida inflacionaria.

En 1975, además de que el producto bruto interno cayó un 1,4% después de once años consecutivos de crecimiento, la tasa inflacionaria alcanzó el 183%, según informó en su momento el Ministerio de Economía. Solo en junio, como para arrancar con el shock, el Índice de Precios al Consumidor fue de un 44%, contra el 57% que había arrojado en todo 1974. Otra consecuencia nefasta del plan fue la expansión de la actividad financiera especulativa, que decía combatir. En rigor, dio lugar a que junto al mercado paralelo de divisas afloraran los mercados de títulos públicos con cláusulas de indexación y de papeles privados de muy corto plazo, con excepcionales tasas de beneficio, algo que comenzó a sembrar lo que luego llegaría a extremos con la gestión del ministro José Alfredo Martínez de Hoz durante la dictadura, entre 1976 y 1981. Los títulos públicos pudieron empezar a utilizarse “como caución para la obtención de nuevos préstamos de las entidades financieras, la llamada ‘bicicleta’, multiplicando varias veces los fondos originales colocados en la operación” (Frenkel, 1980).

Menos de un año después, la dictadura que encabezó Jorge Rafael Videla, y en especial su ministro de Economía, tendrían el camino allanado al menos en parte del ajuste buscado. La corrección del tipo de cambio, el ajuste de los salarios y de las tarifas, junto a otros precios de la economía, ya habían sido hechos. Y con una inflación galopante, más el desgobierno de una presidenta impensable y la violencia desmadrada, muchos sectores pedían orden a gritos.

El Consejo Empresario Argentino (CEA) festejó el Rodrigazo. Se trataba del polo opuesto del sector empresario que había querido apuntalar el peronismo en 1973-1974. En el CEA convivían desde grupos como Techint, Fortabat y Perez Companc, con negocios con el Estado como contratistas, hasta una línea más reacia al gobierno peronista expresada por su presidente Martínez de Hoz (sus posiciones ultraliberales hicieron que la Unión Industrial Argentina [UIA], entonces presidida por Elbio Coelho, se alejara provisoriamente del CEA). El mismo Celestino Rodrigo reconoció: “Acepté la invitación de [sus] directores y les solicité su total apoyo. Ese grupo siempre se caracterizó por tener relaciones muy débiles con los gobiernos peronistas, pero en aquella noche [se refería al 8 de julio, día de la huelga convocada por todo el movimiento obrero contra el ajuste] se integraron a las necesidades de la Nación” (De Pablo, 1986).

A Martínez de Hoz, las medidas del Rodrigazo le ahorrarían una etapa de su futuro plan de desnacionalizaciones, especulación financiera y endeudamiento forzoso (Olmos, 1989). Sus primeras medidas, en abril de 1976, no supusieron una ruptura con la política económica que dejaron instalada Rodrigo y Zinn, sino su continuación en un contexto político diferente y ya sin ninguna posibilidad de procesamiento democrático de las decisiones. Pero antes de revisar más detenidamente la gestación del Rodrigazo y los tumultuosos días de su intento de aplicación, conviene analizar la etapa anterior.

Por Raúl Dellatorre y Néstor Restivo* Respectivamente: Licenciado en Economía, periodista y conductor de TV y radio. / Licenciado en Historia por la UBA y director periodístico de la revista y portal de noticias DangDai. / Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

 
 
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