La mano invisible del Estado

Actualidad02/11/2023
ca62eca5-afee-4ca8-a5f6-f645252beb64

El Estado no tiene una sola mano, sino dos. La que se ve y la que no. La primera, en algunos países como Argentina, no suele ser de buen ver. Lleva consigo los estigmas de la burocracia y de la torpe motricidad de la ineficiencia. Sus enemigos dicen que sólo es ágil para meterse en los bolsillos de los contribuyentes.

Sin embargo, no siempre es esa, sino la otra, la que amenazan con cortar.

La otra mano del Estado, la invisible, es la que sostiene. Habría que poner algunos filtros de contraste para que aprendamos a verla. Entregar, cada vez que un malla oro se sube a su bicicleta cromada con tracción en las cuatro ruedas, un comprobante que diga: hoy, por renuncia fiscal, usted ha recibido un aporte de tal cifra de parte de la sociedad en cuyas rutas pedalea. En realidad, de algunos más que de otros, podría aclarar en letra chica (minúscula para que no espante demasiado). Porque hay algunas urgencias dejadas en la banquina en espera del derrame de lo que, probablemente, no irá a derramarse, porque pocas veces ha ocurrido que se haya derramado lo suficiente, lo que era necesario. Eso podría decirse mediante un código QR para que nadie corra el riesgo de leerlo. O entregar, cuando un ciclista del pelotón trepa al ómnibus de ciempiés en el que se apretuja camino al trabajo, impresa en el boleto, una cuenta sencilla: este viaje costaría tanto, pero, como le hemos restado el subsidio estatal, a usted ahora le toca pagar esto, no más. Entregar comprobantes similares al terminar la semana escolar, recibir la atención médica, escuchar la sirena que pasa. Una volanteada permanente de agitprop que sacuda las polillas del viejo sobretodo.

La metáfora de la motosierra fue aplicada por Luis Alberto Lacalle Herrera en la campaña electoral uruguaya de 2009, en contra de las políticas sociales del Frente Amplio, y es ahora importada por el candidato presidencial argentino Javier Milei. Entremedio, en 2011 la habían usado los socialistas españoles para fustigar los recortes sociales del Partido Popular y los que le competían a Donald Trump por derecha en las internas republicanas de 2015, en Estados Unidos. Allí, el senador por Kentucky Rand Paul grabó un video en el que aserraba el código de impuestos estadounidense. Pero Trump ganó y se quedó incluso con la figura retórica, que aplicó en especial contra el esquivo derecho a la salud pública de los habitantes de la principal potencia mundial.  Con menor vuelo poético incluso que Trump, el expresidente brasileño Jair Bolsonaro la llevó casi a la literalidad: “Soy el capitán motosierra”, dijo en 2019, en referencia a su política de desmonte de la Amazonia. Hablaba en serio. En julio de ese año había cortado tres veces más árboles del “pulmón del mundo” que en el mismo mes de 2018. Para poder hacerlo, primero tuvo que atacar las estructuras estatales de protección ambiental. Reducirlas a oficinas testimoniales sin poder real, cortar Estado para luego poder cortar selva sin que nada se interponga.

La otra mano del Estado, la invisible, es la que sostiene. Habría que poner algunos filtros de contraste para que aprendamos a verla.

La motosierra es una imagen muy adecuada para este liberalismo sesgado. No tiene la sutileza del bisturí para separar el tejido necrosado por la corrupción, por ejemplo. O para quitar lo que ya no se necesita sin afectar los derechos de los desafectados. Por algo no se habla de convertir cuarteles en centros sociales que detengan la real amenaza de la narcopolítica ni de jubilar soldados para siempre, como convendría a países en los que las guerras no son una hipótesis realista y el narco avanza en los barrios como una amenaza contra la seguridad y la soberanía. Al contrario, en Defensa es casi el único reducto donde el gasto no se cuestiona. Se habla de más seguridad y menos Estado como si eso no resultara en una contradicción casi biológica, como si la hipertrofia del brazo uniformado fuera necesaria para sostener la herramienta amputadora.

La motosierra que inspira estas rústicas operaciones hace el ruido ensordecedor que se requiere para tapar el debate. Le resulta vital estar todo el tiempo tosiendo sus fatwas, aunque sean ilógicas y hasta delirantes (el delirio la alimenta, en cierto punto) para que la cadena metálica de aserrado (su amenaza) pase por la ranura de las insatisfacciones (que son reales) y no pierda la velocidad del movimiento de sus pequeños dientes afilados. Si se enlentece, corre el riesgo de que el elector se detenga a pensar y sienta el mal olor de la gasolina cortada. Porque el combustible no es gasolina pura, como no son puramente liberales sus consignas. A la nafta barata le suma aceite de motor de dos tiempos, que lubrica y deja entrar el aire (la conversación colectiva acerca de los perros zombis, la melena histriónica, el gesto de la selfi) para refrigerar lo que, de otro modo, estallaría. 

La imagen de la motosierra deja rastros instantáneos. No después, sino en el momento mismo en que transcurre su ocurrencia en el discurso. Es casi festiva. Las veces en que salta de la frase y se corporiza, como ha ocurrido en la campaña de las elecciones argentinas, parece que asistimos a un happening de adultos vueltos niños en medio de una nube de polvillo. Es posible imaginarlos retozar en el aserrín de lo que acaba de aserrarse y ya no se ve.

También es útil que, por su pasado como arma en películas de terror, algunas vueltas clásicos de culto como La masacre de Texas (1974 y secuelas), amenace con la sangre. Que en cierto modo paralice, inmovilizando al contrario.

Que cause miedo, además del ruido.

Por Roberto López Belloso * Director de Le Monde diplomatique, Uruguay. / Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

Te puede interesar
Lo más visto

Suscríbete al newsletter para recibir periódicamente las novedades en tu email