





Perseguir al terrorismo, promover la democracia, proteger a las poblaciones… A Estados Unidos no le falta imaginación para justificar sus intervenciones militares y sus injerencias en el exterior. Se despliega una nueva argumentación ni bien la anterior pierde crédito. Desde hace algunos años, Washington privilegia una categoría inédita, la de la justicia social, reciclando luchas sociales en boga en Occidente para legitimar sus intervenciones. Así, los funcionarios del Pentágono y del Departamento de Estado, las cabezas pensantes de los think tanks influyentes, pero también los representantes de las ONG y los editorialistas de los grandes medios de comunicación –en resumen, todos aquellos que cuentan en materia de política exterior–hablan actualmente de lucha contra la opresión de las mujeres, de defensa de las minorías étnicas, de derechos de las personas lesbianas, gays, bisexuales y trans (LGBT)… Haciéndose eco de los temas apreciados por la juventud universitaria y por ciertos medios militantes radicales, elaboran un nuevo objetivo estratégico, que podrá servirles para justificar toda clase de injerencias: el “formateo cultural” (culture-forming), sobre la base de las normas y de las costumbres occidentales.


A primera vista, puede parecer sorprendente que temas en boga en ciertos círculos militantes progresistas –los ámbitos woke (literalmente “despiertos”), según la expresión convenida en los medios de comunicación– alienten y apoyen políticas intervencionistas y expansionistas, a menudo armadas. Sin embargo, esta tendencia no debería sorprender. Hace ya mucho que Estados Unidos recurre al registro de la moral para enmascarar sus objetivos imperialistas. Desde el siglo XVII, el puritanismo anglosajón, con su idealismo moralista, coloca los relatos universalistas en el corazón de la historia humana. En su versión secularizada, se encarnó a través de Thomas Jefferson, el tercer presidente estadounidense (1801-1809), que concebía a Estados Unidos como un “Imperio de la libertad”, guiando con su ejemplo a las otras naciones del mundo, sumidas en la ignorancia (1). Un siglo después, el presidente Woodrow Wilson (1913-1921) vio en la Primera Guerra Mundial, una vez que su país entró en el conflicto, la oportunidad de propagar los valores políticos de Estados Unidos y de definir el marco de comprensión universal de las relaciones internacionales (2).
Este intento de remodelar el orden internacional tuvo como resultado la creación de la Sociedad de las Naciones (SdN) –en la que finalmente Estados Unidos no participará debido a la intransigencia del Senado, republicano y aislacionista, y de la feroz resistencia del presidente Warren Harding (1921-1923)–.
R2P
A comienzos del siglo XXI, nuevamente era la moral la que guiaba el intervencionismo estadounidense. En efecto, apenas unos meses después de los ataques terroristas del 11 de Septiembre, la administración de George W. Bush ampliaba el perímetro de su misión: ya no se trataba únicamente de acorralar a Al Qaeda y a sus cómplices, sino de llevar a cabo una “guerra contra el terror”. Este proyecto utópico pretendía pacificar diversas zonas calientes del planeta por medio de operaciones de “cambio de régimen” (regime change) y de “construcción de nación” (nation building). Inaugurado en Afganistán, se extendió a Irak y luego al conjunto de Medio Oriente. Estas expediciones armadas a menudo eran explícitamente justificadas por la promoción de la democracia. Además, incluían, como ya ocurría bajo otras administraciones, una dimensión religiosa que influía sobre la definición de las prioridades. Por ejemplo, la ayuda al desarrollo y a la educación brindada a los países africanos en el marco de la prevención del SIDA fue durante mucho tiempo condicionada por el énfasis puesto sobre el principio de abstinencia, un valor apreciado por la derecha cristiana estadounidense. Semejantes programas se revelaron globalmente ineficaces, incluso contraproducentes.
En enero de 2009, la llegada de Barack Obama a la Casa Blanca marcó el fin del evangelismo de la era Bush y el advenimiento de una perspectiva que pretendía ser realista. Los estadounidenses, por medio de su voto considerablemente amplio algunos meses antes, rechazaron la visión mesiánica de Bush sostenida por el candidato republicano neoconservador John McCain, y decretaron que los cambios de régimen no eran la respuesta correcta a las amenazas del siglo XXI. Sin embargo, en vez de abandonar las estrategias idealistas del pasado, la nueva administración más bien se contentó con redefinir su lógica. Entonces, tras las “primaveras árabes” de 2011, Estados Unidos y sus aliados lanzaron operaciones militares en Libia y en Siria invocando motivos humanitarios. Esta fachada ideológica se inscribía en el marco de la “responsabilidad de proteger” (“responsability to protect” o R2P), un concepto forjado por Samatha Power, cuya participación en la administración Obama marcó el fin del realismo prometido por el Presidente y el paso a un enfoque más clásico de la política exterior estadounidense.
En Libia, las consecuencias de la intervención militar fueron desastrosas. Privado de poder central, desgarrado por una guerra civil entre facciones rivales, afligido por problemas que antes no existían, como el terrorismo o los mercados de esclavos operando a plena luz, este país es actualmente el arquetipo de un Estado fallido.
Finalmente, “la R2P” tuvo como efecto perpetuar y exacerbar los problemas que se supone debía resolver, alimentando como contrapartida una violencia sistémica. Sobre todo, al precipitar la quiebra de los Estados, creó y agravó las condiciones que vuelven necesarias nuevas intervenciones humanitarias. Éstas se convierten entonces en una especie de casus belli perpetuo, poniendo en marcha un círculo vicioso de crisis.
En la actualidad, mientras se acelera la fusión entre elites culturales y diplomáticas, la definición de una ideología adecuada para justificar la expansión imperialista está en el corazón de la competencia interna de las clases intelectuales. Para ellas, el desafío consiste en conciliar sus intereses hegemónicos con su sentimiento de superioridad moral –es decir, expandir su virtud y su conciencia de las pruebas soportadas por las poblaciones marginadas de los Estados que se deben socorrer, al mismo tiempo que se aceitan los engranajes de la maquinaria de guerra–.
Realineamiento político
Esta confluencia, en la escena diplomática, entre justicia social y neoconservadurismo, entre defensores de los derechos humanos y partidarios del intervencionismo militar de la OTAN, se hizo evidente ante la cercanía de la elección presidencial de 2016, cuando muchos neoconservadores tradicionales comenzaron a comprender que la demócrata Hillary Clinton era probablemente la candidata más capaz de realizar sus objetivos, frente a un Donald Trump que abogaba por una forma de aislacionismo. Tras la sorpresiva victoria del multimillonario neoyorquino, estos diversos enfoques se cristalizaron en una coalición que atravesaba los dos partidos; hoy, nuevos think tanks reúnen a ex analistas republicanos y a eminentes figuras demócratas (3).
Los medios de comunicación estadounidenses cubrieron ampliamente este realineamiento político. Así, el editorialista neoconservador Bill Kristol, propagandista en jefe de la guerra en Irak durante la era Bush, pudo recibir, en diciembre de 2018, las alabanzas del canal MSNBC (favorable a los demócratas) que lo aclamó como “woke Bill Kristol” (4). Tanto los periodistas como los militantes recurren actualmente al léxico de la justicia social para desprestigiar naciones presentadas como rivales y consolidar la hostilidad del público en su contra. Por ejemplo, el North American Congress in Latin America –una organización orientada a la izquierda, pero generalmente favorable a Estados Unidos– interpretó las manifestaciones que sacudieron a Cuba en el verano de 2021 como principalmente motivadas por la tolerancia excesiva del gobierno cubano hacia el racismo anti-negros (5).
El caso boliviano es aun más sorprendente. El gobierno de extrema derecha que se instaló en La Paz en noviembre de 2019 tras un golpe de Estado y con el apoyo de Estados Unidos, a menudo fue mencionado en términos elogiosos por los medios de comunicación occidentales, que retrataron a su dirigente Jeanine Áñez como una “militante de la causa de las mujeres” (6). Antes de haber sido derrotado en las urnas poco menos de un año después, el gobierno de Áñez tuvo tiempo de tomar medidas extremadamente duras contra las minorías de origen amerindio y los fieles de religiones indígenas tradicionales. Llevada a juicio por sedición y por haber causado la muerte de una veintena de oponentes, la “militante de la causa de las mujeres” finalmente fue arrestada y encarcelada…
Hace ya mucho que Washington recurre al registro de la moral para enmascarar sus objetivos imperialistas.
La retórica “progresista” impregnó aun más el discurso atlantista a partir del verano de 2021, con el fin de la intervención de la OTAN bajo comando estadounidense en Afganistán. Hacía ya mucho tiempo que los medios de comunicación del mundo entero se desinteresaban de esta guerra iniciada en 2001. Pero con la caída de Kabul y el regreso al poder de los talibanes, las “mujeres y las niñas afganas” rápidamente recuperaron su lugar en las preocupaciones occidentales –el tema ya se había movilizado hace veinte años para justificar la intervención militar ante los países europeos (7)–. Siempre listos para evocar los problemas afganos a través del prisma de cuestiones sociales y de temas de actualidad propios a Estados Unidos, los periodistas occidentales también quisieron ver en la eliminación por parte de los talibanes de un mural representando a George Floyd (asesinado por un policía estadounidense en Mineápolis en mayo de 2020), un símbolo del retroceso de las libertades provocado por el retiro de las tropas estadounidenses (8). Focalizarse en estos temas sociales permite presentar la toma de control de los talibanes como una tragedia que debería haber sido evitada por los occidentales más que como la conclusión lógica de la guerra más larga de la historia de Estados Unidos.
La utilización de causas progresistas en provecho de la hegemonía estadounidense reposa en conexiones, que existen desde hace mucho tiempo, entre el mundo de la investigación, los subcontratistas del Ejército y las agencias gubernamentales. En la versión inicial de su célebre discurso sobre los peligros del “complejo militar-industrial”, pronunciado en enero de 1961, el presidente Dwight Eisenhower afirmaba ya que la universidad era una fuerza motriz de esta relación oligárquica (9). También reconocía, con lucidez, que las ideas en boga en los campus iban a brindar motivos convenientes para legitimar la ideología de la globalización y futuros proyectos imperiales en nombre de la “liberación”. El nuevo consenso entre investigadores y gobierno busca promover una teoría política fundada sobre una moralidad universal, que sacrifica los particularismos y la soberanía, y favorece la homogeneización cultural del planeta recurriendo tanto al soft power como al hard power.
Universalizar la experiencia
A medida que gana prestigio en los círculos políticos y diplomáticos, la retórica imperialista progresista se confunde aun más con la imagen internacional de Estados Unidos y su rol como gran potencia. Los sectores conquistados por una visión convencional del intervencionismo, heredada de la Guerra Fría, comprendieron perfectamente el interés de utilizar, con fines estratégicos, luchas aparentemente motivadas por la justicia social, desatendiendo los contextos culturales e históricos que pueden echar una luz diferente sobre el tratamiento de la cuestión de las minorías: naciones que viven según modos que nos parecen inaceptables pueden así ser consideradas “probemáticas”, “intolerantes”, justificando sanciones u operaciones militares.
Esto se vio, por ejemplo, con el discurso pronunciado en marzo de 2021 ante la Asamblea General de las Naciones Unidas por la representante de Estados Unidos, Linda Thomas-Greenfield (10). Al referirse en un contexto de política exterior al “Proyecto 1619” de The New York Times –que insiste en que se tomen en cuenta las consecuencias de la esclavitud en el relato nacional–, Thomas-Greenfield tendió a universalizar la experiencia estadounidense y por ello a deducir una posición moralista absoluta para interpretar los fenómenos mundiales. Esta manera de estigmatizar a los Estados rivales según normas culturales definidas en Occidente también se impuso durante las acaloradas conversaciones sino-estadounidenses llevadas a cabo en Alaska en marzo de 2021, en el transcurso de las cuales Washington y Pekín se acusaron mutuamente de hipocresía en materia de derechos humanos. Luego, en septiembre del mismo año, la administración Biden promulgó un Decreto que preveía la aplicación de sanciones contra toda persona implicada en las atrocidades cometidas en Tigray, una región del norte de Etiopía presa de la guerra civil. El texto mencionaba explícitamente la naturaleza étnica de la violencia y su impacto específico sobre las mujeres para justificar la injerencia estadounidense. Y la lista continúa: la OTAN organizó un “Debate de fondo sobre las cuestiones de género y las amenazas híbridas” en febrero pasado (11); al mes siguiente, Estados Unidos decidió anular las conversaciones previstas con los talibanes en torno a los bienes confiscados, por el motivo de que el gobierno de Kabul había anunciado no reabrir las escuelas para niñas.
Si estas políticas continúan, probablemente terminarán creando un nuevo método que permitirá deslegitimar a ciertos Estados ante los ojos de los pueblos occidentales, que comparten costumbres socioculturales comparables. Este giro ideológico también implica un alineamiento en el tempo mediático, lo cual puede perjudicar un análisis sereno del fundamento estratégico de las políticas llevadas a cabo y de sus beneficios para las poblaciones a las que se pretende asistir. Además, deja augurar una nueva generación de líderes políticos mejor integrada a la opinión pública mayoritaria, particularmente a la de la juventud, lo cual acercará a los militantes de la sociedad civil a los objetivos del Estado.
Esto se puede constatar desde el desencadenamiento de la guerra ruso-ucraniana en febrero de 2022. Así, ciertos comentarios pusieron el acento en el hecho de que, si bien Ucrania no puede realmente presumir de su política respecto a las minorías LGBT, el caso de Rusia es aun peor. Ciertamente, implica poner la vara muy baja, pero esto muestra claramente que la cuestión LGBT es entendida por los segmentos de la prensa proclives al intervencionismo bajo el ángulo de su utilidad en términos de soft power (12). Ya existe un mercado mediático para este tipo de análisis. En mayo de 2022, The Atlantic, una publicación generalmente pro-intervencionista, abogaba por una “descolonización” de Rusia. La historia multiétnica de ese Estado se comparaba con el colonialismo de la época victoriana, lo que justificaba desmantelarlo por medio de una operación de cambio de régimen… (13).
Al imperialismo liberal claramente le conviene describir la política exterior estadounidense como progresista e identificar a las naciones hostiles como intolerantes y reaccionarias. Este uso selectivo de las causas progresistas abre grande la puerta a las intervenciones en una larga lista de zonas problemáticas del Sur, a la vez que sostiene un relato nacional que presenta a esas operaciones como beneficiosas, así como moralmente legítimas. Luego, es sencillo afirmar que los rivales extranjeros que critican estas políticas están “del lado equivocado de la historia”, “opuestos al progreso”, son “diabólicos” –palabras en boga en el Pentágono y en el Departamento de Estado–. En los próximos años, Washington muy probablemente insistirá en todos estos valores en sus relaciones con Estados a los que busca debilitar y en las regiones donde quiere extender su presencia militar. Paralelamente, estos mismos valores sin duda serán sistemáticamente despreciados cuando se trate de naciones amigas, como Arabia Saudita, exponiendo a los estadounidenses y a sus aliados a acusaciones de hipocresía, las que debilitarán aun más sus pretensiones de virtud moral.
Más allá de la reestructuración política de los países apuntados, se busca obtener su sumisión cultural total.
Desde que la Central Intelligence Agency (CIA), a inicios de la Guerra Fría, apoyó financieramente a artistas con el fin de promover valores liberales asociados al excepcionalismo estadounidense (14), la clase dirigente sabe perfectamente utilizar los vientos culturales dominantes en el Oeste para defender su visión de la política exterior y sus intereses de seguridad haciéndolos pasar por el “interés nacional”. En los hechos, las instituciones estatales manejan la zanahoria de las subvenciones, de las promociones y de la formación profesional para favorecer la emergencia de un pensamiento de grupo sistémico en el seno de la burocracia, alentar el internacionalismo liberal y fabricar consentimiento en torno al mantenimiento de la supremacía estadounidense en el mundo. En cuanto a las redes de reclutamiento y de promoción de las elites, su rol es capital tanto para reforzar el prestigio de las instituciones como para mantener una cultura de consenso estratégico, cultura luego perfeccionada y difundida por un ejército de militantes y de grupos de defensa extremadamente visibles y expertos en la utilización de los medios de comunicación.
Conceptualizar las políticas (incluida la política exterior) bajo el ángulo de la justicia social se convirtió en un reflejo para la clase universitaria que ocupa la mayor parte de los puestos de management intermedio en el seno de las agencias gubernamentales, de las empresas de medios de comunicación y de empresas privadas. Sin embargo, así como los bancos de inversiones o los fabricantes de armas no renuncian a sus beneficios cuando enarbolan los símbolos LGBT o el Black Lives Matter (con fines esencialmente promocionales), la CIA y del Departamento de Estado pueden ciertamente hacer alarde públicamente de su compromiso con las causas progresistas más en boga sin renunciar a sus ambiciones imperialistas. Mejor aun: el proceso de profesionalización le permite al personal actual y futuro retomar este alarde virtuoso por cuenta propia y propagarlo. Para aquellos que aspiran a una contratación o a una promoción, es una de las formas de señalar su identificación con los objetivos de esas instituciones. Pierre Bourdieu lo llamaba “el capital cultural”, que definía como “la familiaridad con la cultura legítima de una sociedad”. Se traduce en todo un conjunto de saberes, de competencias, de usos y de calificaciones que ponen en evidencia la pertenencia a la clase dominante.
En cambio, aquellos que preferirían ver a Estados Unidos comprometerse con una política exterior más realista y más prudente no pueden sino constatar que el nuevo ethos de justicia social cumple en mayor o menor medida la función que en el pasado tuvieron la promoción de la democracia o la R2P: legitima todas las acciones militares o diplomáticas llevadas a cabo en su nombre y desacredita al mismo tiempo las críticas que podrían oponérsele. Sin embargo, el nuevo imperialismo de la virtud es tal vez más desestabilizador, ya que, más allá de la reestructuración política de los países apuntados, busca obtener su sumisión cultural total –un proceso que, con el tiempo, podría radicalizar aun más a los países del Sur, no sólo contra Estados Unidos, sino también contra el liberalismo y el progresismo como tales–. Ya vemos a naciones que tienen pocos intereses comunes fuera de su hostilidad hacia la injerencia estadounidense, unirse contra la hegemonía del imperialismo liberal en nombre de su soberanía estatal y civilizatoria (15).
Advertencia a los progresistas
Desde un punto de vista histórico, estas evoluciones no son ni inéditas ni propias de Estados Unidos. En los siglos XVII y XVIII, el Imperio Británico alentó el comercio mundial de los esclavos por motivos tanto financieros como coloniales, antes de que la causa anti-esclavista, que siguió a los progresos de la industrialización durante la época victoriana, se convirtiera en un medio de redefinir la expansión imperialista en términos de deber moral (la “misión civilizadora”, “el lastre del hombre blanco”). El imperialismo liberal bajo dirección estadounidense parece funcionar según una lógica similar: las acciones humanitarias a menudo atañen a regiones en las que ya ocurrieron intervenciones occidentales, y crean condiciones que provocarán futuras intervenciones, produciendo así una espiral de conflictos perpetuos y congelados. Los casus belli motivados por consideraciones de justicia social tienen una evidente utilidad que alimenta disposiciones expansionistas. En este sentido, el análisis que precede puede ser leído como una advertencia a los militantes progresistas: el complejo militar-industrial es perfectamente capaz de asimilar su lenguaje y de ponerlo al servicio de sus objetivos. Ya podemos apostar que si este escudo ideológico que hoy en día permite justificar políticas exteriores agresivas e intervenciones militares en territorios extranjeros dejara de ser considerado funcional, será rápidamente reemplazado por otra retórica. Y el ciclo volverá a comenzar.
Por Christopher Mott * Investigador asociado del Institute for Peace and Diplomacy; ex investigador y funcionario del Departamento de Estado. /Le Monde Diplomatique





