¿Una política sin Cristina?

Actualidad 11 de diciembre de 2022
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El gran interrogante que nos plantea este nuevo capítulo judicial de la política argentina es si Cristina queda o no excluida de la misma. Los detalles de la sentencia en primera instancia, los 6 años de cárcel, los embargos patrimoniales, todo eso pasa a un segundo plano desde el punto de vista político. Muchos se preguntan: ¿si no es Cristina, quién? Pero antes de responder a eso, hay que resolver qué nivel de daño o transformación puede causar el retiro prematuro y forzado de la principal dirigente del país en los últimos 15 años.  Podemos estar presenciando el final de su vida electoral, como ella misma dijo o, por el contrario, una escalada de la espectacularización política, tan propia de nuestra época. Todo esto podría ubicar a Cristina en una lucha por su vuelta del ostracismo, siguiendo el modelo Perón-Lula, llevándonos a una cristinización total. Por ahora, lo que sabemos es que se autoexcluyó de ese plan épico. Tras la lectura televisada de su sentencia en primera instancia, una Cristina bajo el influjo de la emocionalidad renunció a toda vía electoral. Casi con despecho. Tiró su renunciamiento en la cara de sus adversarios y, tal vez también, en la de algunos compañeros de ruta.

Pudo haber reaccionado distinto: en un final alternativo de esta película, Cristina salía al balcón de la Rosada y anunciaba su propio “luche y vuelve”. La mística de la resistencia que tanto le gusta a un sector del amplio universo peronista. Pero no quiso participar de la dramatización. Dijo que el 10 de diciembre de 2023 volverá a su casa de siempre. A la misma, recordó, en la que todo comenzó. El departamento de la calle Uruguay, donde hace más de 20 años vivía tranquila y bajaba a desayunar con Néstor en los bares de la zona. Años después, esa casa se convirtió en el escenario de una batalla campal. Desde ese departamento, que los cuadernos Gloria acusaban de amontonar billetes mojados, deberá administrar diferentes causas judiciales; Vialidad no será la última.

No casualmente, al enunciar su renunciamiento al espectáculo político, recordó que cuatro elecciones nacionales se ganaron con el apellido Kirchner en las boletas. Y advirtió casi con melancolía que el año que viene eso no sucederá. Suponemos que incluyó en su renuncia a su cuñada y a su hijo, porque ellos también portan el legado. Se abstuvo de decir que el apellido Kirchner también hizo ganar elecciones a sus adversarios; tal vez porque prefirió dejarlo implícito. Los dejó solos a todos los jugadores de la grieta.

Primer punto: ¿le creemos? Hay quienes aún no lo hacen. O prefieren no tener que hacerlo. Pese a que una característica de Cristina, que compartía con Néstor Kirchner, es su literalidad. Suele ser directa y asume compromisos verbales; no da demasiadas vueltas cuando habla. En el año 2007, cuando Néstor Kirchner anunciaba que su esposa iba a ser la candidata presidencial del oficialismo, nadie le creía. Como si hubiera jugadas de póker detrás del artilugio de un falso lanzamiento. Fue necesaria la oficialización de la candidatura de Cristina para que se terminen de convencer. La historia da una buena razón para darle crédito al compromiso verbal de los Kirchner.

A la hora de interpretar su renunciamiento despechado, hay una comparación ineludible. Tal vez esperó que alguien detenga su persecución judicial en alguna instancia previa, y ello incluye a uno de sus abogados, el presidente Alberto Fernández. O pensó que la reacción política o académica contra su persecución judicial sería mayor. Pero en cualquiera de los casos, y tal como lo hiciera Carlos Menem el 14 de mayo de 2003 en aquél ballotage que no fue, veinte años después Cristina optó por no seguir exponiendo su nombre a una lucha de la que se beneficiarán otros. Así lo dijo en su alocución: no quiso que se hiciera toda una campaña electoral en torno a su condena o inhabilitación. Se fue. Que se arreglen.

La renuncia de Menem al ballotage de 2003 fue un punto de inflexión en la dirigencia política argentina. No solo dio origen al kirchnerismo, sino que significó el propio fin del menemismo de la política. Y con él, de toda una generación asociada a los años 90. La renovación fue total: desaparecieron también el delarruismo, el frepasismo, el cavallismo y, poco después, el duhaldismo. Kirchnerismo y macrismo fueron los dos emergentes de la negativa de Menem a seguir peleando. Si efectivamente estamos ante un evento comparable, la orfandad de una política argentina sin Cristina sería enorme, y la renovación que se viene sería igual de profunda. Pero antes de especular sobre esa posibilidad, imaginemos por un rato más que todo esto es una ilusión óptica, y que en realidad estamos ante otra vuelta de tuerca del cristinismo.

Lula y la fuerza de la espectacularización 

La política contemporánea mantiene ciertos vestigios de racionalidad –el voto bolsillo, por ejemplo– pero con fuertes componentes de espectáculo político; la espectacularización es cuando esa dimensión de lo político se hace demasiado dominante. El espectáculo político convierte a las elecciones democráticas en historias de buenos y malos, con protagonistas y argumentos que se parecen cada vez más a los de una telenovela mexicana y cada vez menos a un debate de ideas y plataformas partidarias para captar independientes. Un libro genial de Murray Edelman de fines de los 80 explica cómo funciona todo esto, sobre todo a partir de que la televisión se convirtió en el hábitat de las campañas presidenciales. Las redes sociales se sumaron a esa trama con entusiasmo.

En la era del espectáculo político las ideologías siguen existiendo, pero se convierten en parte del juego de los alineamientos del votante detrás de una u otra narrativa. En Brasil, por ejemplo, no podemos privar al proceso electoral de los candidatos acuchillados, las historias de traición, la redención del inocente encarcelado… Ninguna telenovela llegó a tanto. La realidad supera la ficción.

Un problema de la renuncia de Cristina, si fuera final y definitiva, es que, quiera ella o no, ya está envuelta en una trama espectacular. Billetes enterrados, condena judicial, intentos de asesinato, enemigos confabulados, proscripción: probablemente, para Cristina sea imposible escapar de todo eso. Todas estas historias siguen su curso, con o sin ella, y ya forman parte de la razón de ser del cristinismo contemporáneo. Y del anticristinismo, también.

Aquí es donde se plantea el paralelismo con el espectáculo de Lula. El presidente electo de Brasil denunció un complot para destituir a Dilma, y otro para su persecución judicial, con posterior encarcelamiento y exclusión de la vida política brasileña. Efectivamente, con Lula en prisión, el candidato del PT, Fernando Haddad, sacó solo la mitad de los votos que recientemente obtuvo él, su líder fundador. Asimismo, mientras toda la persecución sucedía, Lula además luchaba contra la enfermedad propia y la muerte de su compañera. En este marco adverso, dramático, Lula decidió volver. La cárcel fue su plataforma de lanzamiento. Contaba con dos elementos a favor: el caso más famoso en su contra, el del departamento de Guarujá, era absurdo desde el punto de vista judicial y, además, poco creíble aún para amplios sectores de la sociedad brasileña que no votaban al PT. Sobre Lula pendían otras causas, pero la extraña historia del departamento de Guarujá opacó a las demás. Para el brasileño de a pie, era verosímil, casi natural, que el presidente tuviera un departamento en un balneario popular. Cuando se supo, además, que el juez Sergio Moro era abiertamente parcial, Lula ganó la batalla de la audiencia: los antilulistas siguieron creyéndolo culpable, sí, pero la mayoría de los brasileños comenzaron a creer en su inocencia. Así fue como Lula ganó la batalla reputacional.

En su propia lucha, Cristina va logrando algo: poco a poco, comienza a propagarse la idea de que los jueces son parciales. El grupo de Telegram recuerda que nunca hubo un Moro argentino, y nunca lo habrá. Pero lo que le falta a su historia es desarmar el hecho en sí. Tener departamentos en Guarujá es inofensivo, pero la obra pública siempre está teñida de un manto de opacidad. Para completar el espectáculo de su redención con aval mayoritario, Cristina debe convencer a sus no-seguidores de que ella no tuvo nada que ver con ningún hecho de corrupción. Demostrar que conspiraron contra ella es una parte de su relato, y una importante, pero no la principal.

La era del vacío

Volvamos ahora al renunciamiento de Cristina. Supongamos ahora que el espectáculo se cierra. Que Cristina mantiene su compromiso de correrse de la política, que todas sus causas siguen un aburrido trayecto judicial, y que la política renace sin la presencia dominante de la hoy Vicepresidenta. Esto sería, para empezar, incómodo para todos. Tanto para los que aprendieron a hacer política colgados de su popularidad, como para los anticristinistas que construyeron toda una carrera a partir de la confrontación con ella.

En el Frente de Todos, hasta ayer nadie podía imaginar un 2023 sin Cristina candidata, o sin un candidato/a de Cristina. En el segundo caso, se especulaba con un Massa respaldado por Cristina, un Wado de Pedro o un Axel Kicillof alineados con Cristina, y hasta con la reelección de Alberto Fernández, el presidente de Cristina. Por acción u omisión, ella estaba siempre. Pero si ella decide no estar, la evocación de su figura en ausencia no será suficiente para que se efectivice la transferencia de votos. Todos estos aspirantes a herederos necesitan una presencia más o menos tangible de Cristina para estar. De lo contrario, cualquier líder territorial o sindical del peronismo puede salir a reclamar el trono. La evocación de Cristina puede mantener unido al peronismo, pero no construye liderazgo. En tal caso, el peronismo deberá enfrentar un interesante proceso de debate y renovación.

Mayor aún debe ser la confusión que experimenta Juntos por el Cambio. Los opositores esperaban la condena con inhabilitación para Cristina, pero no el renunciamiento. Suponían que ella lanzaría su lucha contra la proscripción el mismo 6 de diciembre por la tarde. Como la renuncia de Menem al ballotage, el paso al costado de Cristina los sumerge en una disyuntiva. No pueden negarse a aceptarlo sin confesar cristino-dependencia. Hoy Juntos por el Cambio está dividido por una divergencia de proyectos políticos y económicos, pero hasta ayer nomás estaba amalgamado por el rechazo a Cristina. Sin ella para unirlos, quedan expuestos a sus contradicciones programáticas. Necesitarán un buen liderazgo y una visión estratégica para no sucumbir a la fragmentación. 

Finalmente, hay que destacar que todo esto puede ser una oportunidad para Milei, el precandidato que mejor puede representar los sentimientos antisistema de amplios segmentos de la sociedad argentina. En esta breve era del vacío que dejaría una ausencia de Cristina, Milei puede observar de brazos cruzados los problemas de sucesión del oficialismo y las contradicciones internas de Juntos por el Cambio, y reforzar el imaginario clivaje entre “la casta” y él. Lo mismo aplica para la izquierda aglutinada en el FIT: el eje ordenador bi-frentista se diluye si ella no está.

Para Alberto Fernández, eso constituye un argumento más para justificar las adversidades que rodearon desde un comienzo a su gestión. Deuda, pandemia, guerra… y ahora, podrá decir, la justicia le saca a quien lo ungió. Más desafíos por delante para él: nada nuevo bajo el sol.

Por Julio Burdman / Politólogo. * ElDiplo

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