Ventajas y riesgos de un plan de shock

Economía 05 de diciembre de 2022
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Los economistas coinciden en que ciertos niveles de inflación pueden abordarse con programas gradualistas, pero que una inflación alta y persistente demanda un plan de shock. El problema es que implementarlo exige un fuerte poder disciplinador del Estado o un consenso político, condiciones que no se ven en la actualidad.
 Esteban Álvarez, Más dinero con dinero, 2016 (Instagram.com/esteban_alvarez_bolivar)
En ámbitos periodísticos y académicos abundan los comentarios sobre la economía argentina como un caso único, que sólo ocurre en este rincón del planeta. El premio Nobel de Economía Simon Kuznets sostuvo que existen cuatro tipos de países: los desarrollados, los subdesarrollados, Japón y Argentina, lo que indirectamente ayudó a consolidar esa idea de ser únicos y especiales, en este caso para mal, como tanto les gusta destacar a los connacionales que odian a su propio país. Mientras tanto, en el imaginario social persiste la representación de Argentina como un país rico en recursos naturales, “con todos los climas” y un territorio gigantesco, que no sufrió grandes guerras ni cataclismos, con una población medianamente instruida y sin enfrentamientos étnicos ni raciales, pero que no puede evitar seguir hundido en un marasmo de deuda y restricciones.

Efectivamente, existe un aspecto en el que la economía argentina es única en el mundo: la alta inflación crónica. En el último siglo muchas otras economías sufrieron inflaciones crónicas, entendiendo por tales aquellas de más de dos dígitos anuales y a veces hasta tres, que se prolongan durante algunos años. La singularidad argentina es su persistencia. Salvo períodos muy acotados, como durante parte de los 90, el fenómeno es una constante desde hace varias décadas.

A pesar de casi medio siglo conviviendo con la inflación, no hay acostumbramiento posible, en especial cuando el fenómeno llega al pico y adquiere una dinámica propia, como sucede hoy. Una cosa es una inflación de dos dígitos –por ejemplo 25% anual– y otra muy distinta una del 90%. Con una inflación de más del 50, por poner alguna línea divisoria, cercana a los tres dígitos, los mecanismos de indexación tradicionales dejan de funcionar. Las paritarias siempre se quedan atrás, los contratos comienzan a acortarse y “las anclas nominales” dan lugar a graves distorsiones en los precios relativos. Por “ancla nominal” se entiende la idea de fijar uno o varios de los precios básicos de la economía: tarifas, tipo de cambio o salarios. Piénsese, por ejemplo, que una paritaria anual con una inflación del 100% implica reducir el salario a la mitad antes de finalmente ajustarlo. Así las cosas, nadie debería sorprenderse por la continua caída de salarios desde 2019. Lo mismo ocurre con los contratos: hace apenas dos años se intentó que los alquileres contemplaran un plazo de indexación anual, lo que hoy parece una utopía. Y lo mismo en el aspecto financiero de la economía: una tasa de interés real positiva es una condición indispensable para limitar la dolarización, pero con una inflación de tres dígitos cualquier tasa se vuelve explosiva para la deuda pública en pesos.

Qué significa un plan

El consenso de la literatura económica sostiene que las inflaciones crónicas de dos dígitos anuales pueden combatirse con programas gradualistas, pero que las altas inflaciones persistentes demandan programas más heterodoxos y de shock.

Un “plan de estabilización” es un conjunto de medidas que corrijen las distorsiones de los precios básicos; decimos “de shock” porque lo hacen de manera conjunta y rápida. Más allá de los resultados de largo plazo, los ejemplos en la historia argentina son el Plan Austral en los 80 y la Convertibilidad en los 90.

Por definición, un plan de este tipo opera sobre un conjunto de variables que involucran a todos los actores económicos de la sociedad. Esto es así porque los precios básicos son en sí mismos variables distributivas. Moverlos significa operar sobre la distribución del ingreso entre clases y sectores. Subir el precio del dólar, por ejemplo, favorece a los exportadores y afecta a los asalariados. Es por eso que un plan de estabilización presupone un elevado consenso entre los actores, un Estado con poder de disciplinamiento o una combinación de ambos. El consenso fue, de hecho, un componente básico de todos los planes de estabilización exitosos. Parece una verdad de Perogrullo: las transformaciones profundas –y cambiar los precios relativos lo es– demandan que los actores sociales acuerden el rumbo para evitar comportamientos disruptivos. Acordar hacia dónde ir también supone asumir que no acordar puede tener costos todavía mayores. 

Pero antes de pensar en el plan en sí es necesario definir claramente los problemas centrales. Todas las inflaciones son un fenómeno de costos, es decir de aumentos en los precios básicos de la economía que derraman sobre el conjunto del sistema de precios. Pero ello no agota el problema. Se necesita definir también las causas de la suba de los precios básicos. A esta altura de la partida está claro que en la economía argentina el nivel de actividad, como sucede en cualquier economía capitalista periférica, está limitado por la disponibilidad de divisas. A su vez, esta disponibilidad depende de factores reales y financieros. Los reales están dados por el balance comercial y los financieros por el ingreso y la salida de capitales (es decir que hay que mirar la cuenta corriente del balance de pagos pero también la cuenta de capital).

Durante el gobierno de Alberto Fernández, la dimensión financiera evitó aprovechar el superávit comercial. La brecha cambiaria funcionó como un aliciente para la demanda de dólares oficiales, lo que se tradujo en adelantos de importaciones y el pago de deudas al exterior. En paralelo, las bajas tasas reales de interés jugaron contra la moneda nacional, ya que no alentaron a dejar los excedentes en pesos.

A esto se sumó el problema de endeudamiento con el exterior. Hasta que se completaron –tardíamente– los acuerdos con los acreedores privados y el FMI, el gobierno siguió pagando los intereses de la deuda. Actualmente estos compromisos se encuentran en período de gracia, pero el reinicio de los pagos y la potencial dificultad para afrontarlos pesan sobre las expectativas de los actores. En otras palabras, aunque no exista déficit comercial, la brecha cambiaria, las bajas tasas de interés y el elevado endeudamiento impidieron la acumulación de reservas y potenciaron el efecto de la escasez relativa de divisas. El precio del dólar paralelo aumentó e impactó sobre el resto de los precios.

Tanto el dólar oficial como las tarifas se intentaron utilizar en distintos momentos como “anclas nominales”, lo que introdujo distorsiones en el conjunto de los precios. Aumentó la brecha y las tarifas se retrasaron en relación a los costos de producción, lo que se tradujo en un incremento de los subsidios con su correspondiente impacto fiscal. La dinámica de los procesos de formación de precios y la velocidad de los aumentos, junto a las limitaciones de las paritarias en contextos de alta inflación, se tradujeron en la continuidad de la caída de los salarios. Las anclas “de hecho” del modelo fueron las tarifas y los salarios.

La situación actual exige atacar estos poblemas. El primero es el desdoblamiento cambiario, que impide avanzar hacia una mayor estabilidad y distorsiona el comercio exterior, problemas que responden a la restricción externa agravada por el lado financiero pero que el desdoblamiento profundiza. El dato financiero no es menor: los dólares disponibles no alcanzan para sostener el crecimiento de la economía. Como señalamos, esto se profundizará en el próximo período de gobierno, cuando deban reiniciarse los pagos de deuda. No hay ninguna posibilidad de estabilizar la economía a mediano plazo si no se resuelven los problemas cambiarios.

El segundo problema es el atraso tarifario y sus efectos fiscales. Aquí la visión no es meramente fiscalista sino, en primer lugar, de usos alternativos de los recursos. Cuando una parte del déficit se sigue monetizando (y, en consecuencia, presionando sobre el dólar), no parece razonable continuar subsidiando a los sectores medios y altos de la población.
El tercer problema es el atraso salarial y sus efectos sociales, la expansión de la pobreza y la inestabilidad política que implica.

Las dificultades de un plan

Resolver la brecha cambiaria y la escasez de divisas supone algún grado de devaluación. Resolver los atrasos tarifarios implica subir las tarifas. Ambas medidas son inflacionarias, no deflacionarias, y por lo tanto disminuyen el poder adquisitivo de los salarios… que es otro de los problemas que hay que resolver. La “cirugía mayor”, expresión con reminiscencias noventistas, es extremadamente delicada. Devaluar se parece bastante a abrir la caja de Pandora, como sabemos desde el Rodrigazo. Por eso se entiende el “dilema del decisor” que enfrentan los hacedores de política.

Emmanuel Álvarez Agis propone devaluar y subir las tarifas, pero compensar el impacto con una suba de retenciones y un aumento de salarios (ver páginas 6-8). La propuesta busca obtener una nueva foto de los precios relativos y mantenerla en el tiempo por vía de un congelamiento de los precios y salarios. Se trata de un plan de estabilización de shock que, para funcionar y frente a la ausencia de un Estado con capacidad de disciplinamiento, depende del consenso político de las partes involucradas: trabajadores dispuestos a resignar aumentos, el capital agrario dispuesto a aceptar retenciones y el resto de los empresarios dispuestos a no subir los precios. En otras palabras, la voluntad de las partes para detener por un tiempo la puja distributiva.
Lo que se describe no es un invento argentino; es la esencia de cualquier plan de estabilización. La solución es siempre provisoria. Transcurridos algunos meses, la puja se reactiva. La diferencia reside en que se habrán resuelto los problemas que dieron lugar a la alta inflación crónica.

Lo primero que debe decirse es que no parece fácil implementar un plan que demanda una serie de consensos cuando comienza a transcurrir el último año de gobierno. Y menos aun frente a la existencia de una oposición dispuesta a jugar al “cuanto peor mejor” como forma de que la sociedad olvide la desastrosa gestión económica de su gobierno. Parece difícil que el capital agrario acepte voluntariamente una suba de retenciones cuando el “dólar soja” evidenció la posición de poder en la que se encuentra como proveedor del recurso más escaso de la economía. Al mismo tiempo, el gobierno carece de la fuerza necesaria para imponer esta suba, algo que ni siquiera pudo lograr el kirchnerismo en el cénit de su poder. En cuanto al resto del capital y los representantes de los trabajadores, estos acuerdos nunca pudieron consolidarse en el marco del fallido “acuerdo económico y social”, tarea que se limitó a unos pocos encuentros protocolares. Finalmente, en el heterogéneo oficialismo no faltan quienes consideran que un plan de estabilización es solo una engañifa devaluatoria para perjudicar todavía más a los sectores populares.

El futuro inmediato

Las conclusiones generales derivadas de este cuadro de situación caen por su propio peso. La primera es que la persistencia de la alta inflación crónica demanda un plan de estabilización de shock ante el riesgo cierto de que la situación termine en una crisis dramática. La segunda es que no están dadas las condiciones, ante la debilidad del Estado y la dificultad para construir consensos políticos, para llevar adelante ese plan. El único factor disciplinador real, que por ahora nadie parece vislumbrar, es la amenaza hiperinflacionaria. De hecho, los planes de estabilización como el Austral y la Convertibilidad llegaron después del shock disruptivo de la hiperinflación, no antes. Sería deseable esta vez aprender de la historia para no repetir los costos sociales que producen las megacrisis. La tercera conclusión es que tampoco parece haber tiempo para lanzar un plan de este tipo (aunque es cierto que si la inflación logra frenarse, por más que las mejoras no se vean de manera inmediata, el humor social cambiará). La cuarta es que resolver la alta inflación es un desafío no sólo de técnica económica, sino fundamentalmente político. Y que si bien es el gobierno quien debe conducir, es una responsabilidad de todos los actores económicos.

A pesar de las dificultades que implica implementar un plan de shock, el riesgo es que un agravamiento de la situación actual conduzca a una crisis hiperinflacionaria, algo siempre impredecible pero no imposible en el tramo final de un gobierno cuya fragilidad financiera irá in crescendo. Sin plan de estabilización y frente a la posibilidad de un triunfo opositor, dentro de pocos meses alcanzará con que un dirigente de Juntos por el Cambio manifieste sus dudas sobre la sostenibilidad de la deuda en pesos para que se desate una corrida. O que, frente al desesperado pedido de liquidación de divisas del “dólar-soja versión 8”, la oposición le diga al campo que espere, que en su gobierno obtendrá más, y que los productores retengan la cosecha.

Como sea, en el día después persistirán los problemas fundamentales de la economía argentina: la provisión de divisas y la deuda. En una economía como la nuestra no hay forma de mejorar el ingreso de los trabajadores si no se aumentan las exportaciones. El nivel de salarios no es sólo resultado de la lucha de clases. También depende de la restricción externa. Y para aumentar las exportaciones, que es la clave de la estabilidad macro en el mediano y largo plazo, no hay secretos: es necesario desarrollar sectores como la minería y los hidrocarburos, entre otros, no sólo para aumentar la provisión de dólares, sino para multiplicar los actores con capacidad de proveerlos. Pero sin resolver el problema de la alta inflación crónica y de la debilidad de la moneda nacional resultará muy difícil concentrarse en los verdaderos desafíos del desarrollo. Hoy el primer paso es garantizar la estabilidad macroeconómica.

Por Claudio Scaletta * El Diplo

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