El progreso en pausa

Actualidad - Internacional 30 de noviembre de 2022
Xi-Jinping

En los albores del XX Congreso del Partido Comunista Chino (PCC), una sombra planea sobre China: la de la clase media, que estuvo en el corazón del gran viraje iniciado en los años 1990 y sigue estando en el centro de los desafíos actuales. Los cientos de millones de chinos que la componen (entre 350 y 700 millones según los criterios y las estimaciones) se beneficiaron de las reformas, accedieron a la universidad y a trabajos bien remunerados, garantizaron educación y confort a su hijo único y acumularon patrimonio inmobiliario: el 87% de los matrimonios son propietarios de un departamento y un 20% tienen varios. También se beneficiaron de un consumo desenfrenado pero estandarizado, de un estilo de vida nuevo, pero al precio de una competencia de todos contra todos…

Se supone que desempeñan un papel central en la estrategia económica definida por el Partido algunos años antes del ascenso al poder de Xi Jinping en 2012: disminuir la participación de las inversiones extranjeras y la de las industrias de exportación de productos de bajo valor agregado en la economía, e incrementar la de la demanda interna, de la alta tecnología y de las finanzas. ¿Quién puede producir crecimiento a través de su consumo y ocupar los empleos sumamente calificados que necesita la economía china si no es la misma clase media? 

También se supone que debe servir de modelo a las clases populares, es decir, a los campesinos. Por ahora, hay una adecuación casi perfecta entre clase media y clase urbana: es la que puede aprovechar las nuevas oportunidades en materia de educación, de empleos y de acumulación patrimonial. No obstante, la única manera de ampliar sus límites es que incorpore a los trabajadores-campesinos (mingong) que se abalanzaron sobre las ciudades para servir de mano de obra al “milagro chino”. Aun así, hay que “civilizar” a esas masas, es decir, en la lógica del poder, iniciarlas en el buen comportamiento, en el buen gusto, en la civilidad. Es la misión que el discurso oficial y el sistema educativo asignan a la clase media.

También debe dar el buen ejemplo político. Tiene legitimidad cuando protesta, pero siempre que lo haga moderadamente. Se la invita a participar en el proceso continuo de mejora del “sistema legal”, a condición de no cuestionar el sistema político. Se debe comportar entonces de modo a la vez progresista –en favor de la modernización– y conservador –a fin de mantener la estabilidad–.

“Quedarse en cama”

Este sueño de una medianización casi total de la sociedad, omnipresente en todas las consignas oficiales de “pequeña prosperidad” o de “prosperidad común”, choca con las dificultades económicas actuales, con las contradicciones de la sociedad y con la aparición de otros imaginarios sociales. El fenómeno se observa desde inicios de los años 2000, aunque la pandemia lo acentuó.

Así, la nueva economía tarda en prevalecer sobre la antigua. Sobre todo, ya no permite satisfacer los deseos de ascenso social de la población. Las universidades siguen formando un personal que entra a un mercado de trabajo ya saturado. La economía “tradicional” parece alcanzar sus límites. Las deslocalizaciones de las fábricas chinas o extranjeras se multiplican, y la construcción, que apuntalaba la demanda, entró en una crisis de superproducción (Bulard, pág. 16). Los potenciales futuros miembros de la clase media están desempleados u obligados a aceptar empleos en las plataformas de comercialización o en el sector de los repartos, mal pagos. 

Las posiciones sociales se hacen más rígidas: a los recién llegados les cuesta hacerse un lugar, los advenedizos caminan en círculos. Los ingresos no aumentan, las cargas sí. Los precios inmobiliarios explotaron desde fines de los 90, obligando a los jóvenes a endeudarse o a sus padres a vender un departamento, si pueden, para financiar esa primera compra. Los gastos de escolaridad se acumulan tanto para pagar la escuela (pero también los cursos extracurriculares, pese a su prohibición) como para poder vivir en barrios que ofrecen buenos establecimientos escolares, lo que encarece otro tanto los proyectos inmobiliarios.

Además, tener la sensación de pertenecer a la clase media –“la gente bien”– supone responder a ciertas normas del buen gusto y del consumo. El “lujo” (en realidad el lujo a medias) se convirtió en un modo de vida. Hay que comprar cierto tipo de ropa, de muebles, de autos, de teléfonos celulares, vivir en un cierto barrio, ir a comer a ciertos restaurantes, ver ciertos espectáculos y visitar ciertos países, hacer deporte, cuidar la propia salud, y todo eso ocupándose de sus padres, ya mayores…

Hay que contar también los gastos en salud, que aumentaron en estos últimos años, mientras los sistemas de cobertura médica colectiva no asumen sino una proporción cada vez menor. Estar en una prepaga se vuelve indispensable. Si los empleados de las grandes empresas y los funcionarios logran salir a flote, no es el caso de los trabajadores independientes o de los pequeños empleadores. Al confinar a millones de individuos y suspender todo desplazamiento, la pandemia puso en jaque la vitalidad de millones de pequeñas y medianas empresas cuyos márgenes ya eran reducidos. Algunos pequeños empleadores ya no pueden pagar los salarios.

Mientras que, desde la apertura de los años 1990, se había instalado la idea de que cada generación continuaría beneficiándose de una situación mejor que la precedente, la creencia en un aumento perpetuo del nivel de vida, o al menos en la reproducción social del estatus, desaparece. Cada cual se siente atrapado dentro de una espiral infernal de gastos y deudas, lo que pone en cuestión toda sensación de seguridad.

El sector inmobiliario lo ilustra a la perfección. Los abuelos y los padres acumularon un capital considerable en ese sector, que representaría el 70% del conjunto del patrimonio de los hogares. No obstante, esa fortuna es ilusoria. Se apoya en un alza continua del precio de los inmuebles nuevos que repercute sobre el del resto de las propiedades y que impide a las jóvenes generaciones acceder a la propiedad, especialmente en las grandes metrópolis. Todos aseguran que hay que detener esa espiral. Esto disminuirá otro tanto la riqueza acumulada de los hogares, que servía para ayudar a los niños, pero también para asegurarse una jubilación que los sistemas públicos ya no garantizan. Sin hablar de las familias que compraron departamentos en cuotas y tienen que continuar pagando los gastos mientras la construcción se detiene por falta de medios de los promotores. 

Por supuesto, siempre es posible irse a trabajar a ciudades medianas cuyo nivel de vida es más bajo. Pero, las perspectivas de carrera y la calidad de las instituciones escolares no es igual de buena. ¿Acaso no equivale a una derrota abandonar la metrópolis, símbolo del éxito y el estatus social?

La clase media no se conforma con expresar su angustia en la esfera privada. La comparte en las redes sociales y a veces lleva adelante acciones colectivas. Recientemente aparecieron varios movimientos de opinión que reivindican, todos, una ruptura con las normas y valores del éxito social a toda costa, de competencia permanente y del culto al trabajo. El más famoso, “Quedarse en cama” (Tangping), que evoca el famoso “derecho a la pereza”, preconiza retirarse del juego social, trabajar justo lo necesario para sobrevivir, no casarse, no tener hijos, y disfrutar de la vida. Según el célebre sociólogo Sun Liping, aquellos que profesan y sobre todo practican dicha ética son los hijos de padres que trabajaron para acumular una riqueza sólida: “quedarse en cama” es un lujo. Otros intelectuales ven allí la expresión de un malestar profundo al cual la sociedad y el Partido deben responder. ¿Por qué comprometerse con una vida llamada “996” –trabajo de 9 hs de la mañana a 9 hs de la noche, 6 días por semana– si ya no permite ascender en la escala social? ¿No es momento de romper con ese darwinismo social?

Los prósperos se rebelan

En paralelo, estallan manifestaciones, como sucedió en el pasado mes de abril, cuando cinco bancos regionales congelaron las cuentas de 300.000 personas. El dinero parece haber desaparecido en inversiones azarosas, particularmente en el sector inmobiliario. Va tomando forma un movimiento de boicot a los reembolsos de los préstamos inmobiliarios. Involucra a 320 programas que están frenados, desde hace varios meses en algunos casos, en un centenar de ciudades.

Lo más curioso en la situación actual no es que se aleje el sueño de la medianización de China, ni que se subleven los “privilegiados del milagro”, sino que el Partido haya entendido la amplitud del malestar e intente contenerlo. Ciertamente, se preocupa por esa juventud sin conciencia cívica (ni nacionalista) que ya no quiere trabajar. Asimismo, los investigadores están autorizados a criticar la debilidad de las políticas públicas. Según ellos, el gobierno debería financiar mejor las coberturas sociales de salud o las jubilaciones, luchar contra las desigualdades sociales y la ultra riqueza, bajar los gastos de escolaridad y del sector inmobiliario, hacer menos competitivos los exámenes, obligar a las empresas a hostigar menos a sus empleados y a favorecer la cooperación en detrimento de la lucha de todos contra todos. Es manifiesto que algunos dirigentes comunistas desean tales reformas. 

Así, cuando las autoridades de Henan quisieron frenar las protestas de los ahorristas engañados por los bancos, deteniendo a algunos y anulando el pase sanitario de 1.300 personas a fin de impedirles ir a las manifestaciones, el gobierno tomó rápidamente medidas de apaciguamiento. Se decretó una indemnización, los responsables de los bancos fueron detenidos y los que anularon los pases sanitarios, sancionados. Para frenar este tipo de movimiento, se adoptaron medidas que permitieran a las autoridades locales endeudarse y relanzar el sector inmobiliario y las obras suspendidas.

Ciertamente, la cuestión de la “clase media” no se va a inscribir tal cual en la agenda del Congreso. Pero estará presente en todos los espíritus y será abordada en todos los debates. Cualesquiera sean los desafíos del desarrollo económico, la lucha contra las desigualdades, la “prosperidad común”, la estabilidad social, los “prósperos” están en el centro de las preocupaciones del poder. Las autoridades locales instrumentalizan algunas veces sus problemas dentro de las relaciones de fuerza con el gobierno central. Se supone que tienen que prevenir semejantes movimientos, pero actúan también sobre la ansiedad de los responsables nacionales frente a posibles desbordes para obligar a Pekín a indemnizar a la “gente de bien”.

Estos documentos no anuncian ninguna revolución en ciernes o una desestabilización inminente del régimen. No hay ningún signo de cuestionamiento radical del control del PCC en nombre de otra construcción política. ¿Acaso el contrato social actual –una China poderosa y próspera a cambio de mantener el partido único– estaría mejor garantizado por alguna forma de democracia de mercado? Podemos dudarlo: los movimientos de opinión y de protesta que reflejan la angustia de la clase media apuntan más a la sociedad capitalista que al régimen. Sin embargo, la “gente de bien” espera que se la consuele, y eso será también una de las tareas del Congreso.

Por Jean-Louis Rocca * Le Monde Diplomatique

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