Marx y la “cuestión de Oriente”

Historia 26 de noviembre de 2022
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Hoy en día, la fascinación por esta guerra es difícil de comprender. Si aún evoca algo, a lo sumo es el poema de Alfred Tennyson, “La carga de la Brigada Ligera”, mientras que las operaciones militares propiamente dichas, desencadenadas en los márgenes del mundo europeo por una misteriosa “cuestión de Oriente”, y que culminaron sin ningún resultado, parecen tan cuestionables como carentes de interés.

Sin embargo, este acontecimiento fue el primer enfrentamiento entre las grandes potencias europeas desde la derrota final de Napoleón en 1815. Las guerras napoleónicas habían desembocado en un conflicto generalizado y total, y en general se presumía que una nueva confrontación militar no se limitaría a combates entre Rusia e Inglaterra en las orillas del Mar Negro, sino que se extendería hasta convertirse en un conflicto a escala del continente y que involucraría a todas las potencias.

Para los revolucionarios en el exilio, tal perspectiva tenía un significado particular. Ya en 1830, el líder de los refugiados políticos polacos, el conde Adam Jerzy Czartoryski, anhelaba una guerra que enfrentara a las potencias liberales, Inglaterra y Francia, con la potencia conservadora, Rusia, en torno a la cuestión del Imperio Otomano, cuyo estatus constituía lo que se llamaba “la cuestión de Oriente”. Tal guerra, pensaba, conduciría a liberar a Polonia de la opresión zarista. Marx compartía las esperanzas del conde en torno al potencial político de una guerra contra la Rusia zarista.

En 1848-1849 había llamado, de manera obstinada, a la guerra revolucionaria contra Rusia. La veía en gran parte como una continuación de la Revolución Francesa, apta para sublevar a una Francia revolucionaria, ayudada por insurgentes de otros países europeos, contra todas las grandes potencias, unidos en una coalición contrarrevolucionaria.

Dadas las grandes expectativas que tenía Marx, la Guerra de Crimea no podía provocarle más que una enorme decepción. No fue llevada a cabo por un gobierno revolucionario sino por el régimen autoritario de Napoleón III y por un gobierno inglés de coalición compuesto de aristócratas Whigs y de conservadores moderados. Tales poderes no iban a inmiscuirse en un conflicto a gran escala y menos aún en una guerra revolucionaria.

Cuando estalló la guerra en octubre, Marx les reprochó a los británicos y a los franceses no combatir realmente, sino buscar la paz a través de una mediación austríaca que, básicamente, habría garantizado las exigencias de Rusia y abandonado a su aliado turco a su suerte entre las manos del zar. Friedrich Engels y él afirmaban, con tozudez, que si las potencias occidentales no expandían el conflicto más allá del Mar Negro, las fuerzas del zar, muy superiores, les infligirían una derrota humillante. Aún en el verano de 1855, mientras los ejércitos británico y francés, que asediaban Sebastopol, ya se habían apoderado de una parte de la línea exterior de las fortificaciones, Marx y Engels seguían subrayando que la posición de Rusia y sus perspectivas de victoria eran superiores.

Postura antirrusa

De cierto modo, los escritos de Marx concordaban con una ola general de la opinión pública inglesa. En Londres, el despliegue del cuerpo expedicionario británico en Crimea, realizado de manera incompetente, provocó la apertura de una investigación parlamentaria y la renuncia del gobierno. El gobierno siguiente prometió una continuación más eficaz de la guerra. Cumplió con su palabra: Sebastopol sitiada cayó en octubre de 1855; los rusos pidieron la paz al año siguiente.

En ese momento, Marx se distinguió de la mayoría de la opinión pública británica. Se convenció cada vez más de que, detrás de las estratagemas y ardides de la política exterior del gobierno de Su Majestad, se escondía un escándalo: el dirigente de los Whigs y primer ministro Lord Palmerston era en realidad, según él, un agente pagado por el zar. Tras un muy largo estudio de documentos parlamentarios, Marx decretó que las actividades de agente de Rusia de Lord Palmerston se remontaban al menos a un cuarto de siglo antes y que su política durante sus mandatos anteriores como ministro del gobierno apuntaba a traicionar los intereses de los opositores a Rusia en el mundo entero, de Polonia a Afganistán. La lectura de viejos opúsculos en el British Museum lo condujo a la conclusión de que Palmerston no fue el primer traidor en las altas esferas, que la corrupción de los políticos Whigs por parte de los rusos era una práctica que perduraba desde hacía más de un siglo. Expuso estas acusaciones en una serie de artículos en 12 episodios publicados entre 1856-1857 por dos diarios, uno de Sheffield y uno de Londres, ambos llamados The Free Press. Tras su muerte, estos artículos, que eran un fragmento de una obra más larga e inacabada, fueron compilados por su hija Eleanor y reeditados bajo el título de Historia de la diplomacia secreta en el siglo XVIII.

La postura antirrusa había constituido un elemento central en la posición de Marx antes y durante la revolución de 1848. Concordaba con la mayoría de los radicales de mediados del siglo XIX en Europa. Aquellos que buscaban alterar el statu quo deseaban una guerra contra Rusia. Escribiendo por cuenta de Marx, Engels desarrolló este argumento para los lectores estadounidenses en abril de 1853, cuando las tensiones sobre la cuestión de Oriente se intensificaban con rapidez: desde 1789, “de hecho ya no hay más que dos potencias en el continente europeo: Rusia con su absolutismo, la revolución con la democracia. […] Si Rusia toma posesión de Turquía, su fuerza se duplicará y será superior a toda la Europa coalicionada. Tal acontecimiento sería una desgracia indescriptible para la causa revolucionaria. El mantenimiento de la independencia turca o –en el caso de una disgregación aún posible del Imperio Otomano– el fracaso de los proyectos anexionistas de Rusia son cuestiones de la más alta importancia. En este punto, los intereses de la democracia revolucionaria y de Inglaterra están estrechamente ligados”.

El objetivo de contrarrestar a Rusia preservando al Imperio Otomano era primordial para Marx y enmascaraba incluso sus simpatías revolucionarias. Cuando los habitantes helenófonos de Etolia y de Epiro se sublevaron contra la dominación turca a inicios de 1854, Marx acusó a los insurrectos de “bandidos de montaña” cuyo movimiento no era sino el resultado de las “intrigas rusas” llevadas a cabo por “emisarios moscovitas”; sorprendente afirmación por parte del autor del Manifiesto del Partido Comunista, quien proclamaba que los comunistas apoyarían todo movimiento revolucionario. Marx también rechazaba las propuestas de reforma del Imperio Otomano presentadas por los liberales ingleses, que preveían la igualdad entre cristianos y musulmanes y el establecimiento de un Estado laico. Según él, se trataba sólo de llamamientos fantasiosos e impracticables.

Teoría conspirativa

Si bien la hostilidad de Marx respecto de Rusia concordaba con la posición adoptada a la vez por algunos políticos ingleses y opositores de Europa continental en el exilio, su certeza de que Lord Palmerston era un agente zarista era más singular. La reputación de patriotismo de Palmerston era reconocida a escala general y comúnmente se lo apodaba “el más inglés de los ministros”. Este patriotismo iba de la mano de un apoyo a los gobiernos constitucionales y liberales de la Europa continental y un fuerte compromiso para limitar el poder de Rusia, lo cual era característico de la época. De todos los ministros en el cargo durante la Guerra de Crimea, Palmerston era el más inclinado a preconizar medidas firmes e incluso contemplaba extender la guerra, como el mismo Marx deseaba.

Las acusaciones de traición hacia Palmerston no fueron bien recibidas. Engels se mantuvo en un discreto silencio, pero Ferdinand Lassalle, el único compañero político de Marx que permaneció en Prusia, manifestó abiertamente su escepticismo. Tras haber tomado conocimiento de las pruebas que presentaba Marx, le indicó a su mentor que el político Whig era en Inglaterra un exaltado defensor del bando de la guerra: “Los diplomáticos que conozco y que lo frecuentaron [a Palmerston] durante un período de diez a 15 años no lo sospechan en lo más mínimo de corrupción y realmente lo consideran antirruso”.

Marx no era proclive a las teorías de la conspiración; sin embargo, asumió esta sin ninguna reserva. Había leído muchos documentos oficiales e informes de los debates parlamentarios, todos los números del diario Times, así como amarillentos opúsculos políticos del siglo XVIII que encontraba en la sala de lectura del British Museum. Y es al interpretar estas lecturas a la luz de, por un lado, sus teorías de las clases sociales y del poder político y, por otro lado, de las circunstancias de la época reaccionaria que llegó a esta conclusión.

Consideraba que los grandes propietarios terratenientes influenciados por el Siglo de las Luces, que, según él, constituían una de las dos facciones que gobernaban el Reino Unido, pretendían ser amigos del pueblo a la vez que aprobaban legislaciones reaccionarias. Los Whigs manifestaban la misma hipocresía y la misma ausencia de principios en los asuntos externos. No podía ser de otra manera, dada su posición de clase de grandes propietarios terratenientes que administraban una sociedad capitalista burguesa. Marx veía al líder de este grupo como a un traidor hipócrita, un hombre famoso por su patriotismo,  que sin embargo en realidad recibía instrucciones del zar.

Por Jonathan Sperber * Le Monde Diplomatique

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