El caso del hombre que mató a dos mujeres y trituró sus cuerpos para ocultar el horror

Historia 18 de noviembre de 2022
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Era la primera semana de abril del año 2015 cuando la policía madrileña de Majadahonda recibió una denuncia de un argentino. Eduardo Gioiosa decía que su hermana Adriana Beatriz Gioiosa Nassini, de 54 años, hacía días que no aparecía por ningún lado. Él acababa de llegar a España para buscarla.

El amor de ese hermano sería el que posibilitaría detener a un joven español llamado Bruno Hernández Vega quien, para la mayoría de sus vecinos, llevaba una vida común y corriente en las cercanías de Madrid. Bruno tenía padres separados, hermanos, una novia y una casa que alquilaba para vivir de rentas.

El niño robado

Bruno Hernández Vega nació cuando su madre, Yolanda Vega, tenía 18 años. Tres años después, como Yolanda no le firmaba los papeles que quería, su padre Juan lo secuestró. Con su hijo en brazos dejó sin previo aviso la casa que compartían para escapar a los Estados Unidos y a México.

Yolanda, joven y desorientada, comenzó a peregrinar de juzgado en juzgado, de comisaría en comisaría, intentando localizarlos. Nadie la ayudaba demasiado. Un tiempo después, desesperada por encontrar a su hijo, tuvo la idea de recurrir a Paco Lobatón, el famoso conductor de televisión de Quién sabe dónde. Fue con ese programa que consiguieron las primeras pistas.

El padre de Bruno se había vuelto a casar con una joven llamada Stefani con quien había tenido otra hija. Yolanda logró hablar con esa mujer quien le contó que Juan se había vuelto a marchar llevándose esta vez a dos hijos.

Yolanda no pensaba bajar los brazos: “Le escribí a todos. Al Rey, a la Reina, a las Infantas… La Casa Real habló con la comisaría en Galicia, donde yo vivo, y dieron orden no sé… y mi hijo, no sé, pero en 48 o 72 horas apareció”.

Se reencontraron en Madrid, en Móstoles. Bruno la esperó con sus tíos. El adolescente ya tenía 16 años. Habían pasado 13 larguísimos años. La vio, corrió hacia ella y se abrazaron, pero no fue fácil. Eran dos desconocidos. Y Bruno era un joven introvertido que había pasado una infancia muy dura llena de castigos, sin madre ni amigos deambulando, ilegalmente, por otros países.

“Fue un poco extraño porque ni él me conocía, ni yo a él”, reconoce Yolanda, “Costó mucho recuperar el contacto porque le habían dicho que yo lo había abandonado o que me había muerto… Él pensó que yo nunca lo había buscado”, contó ella en un reportaje.

En los años que siguieron el comportamiento de Bruno fue haciéndose más y más raro. Emergieron las fobias. Su madre relata que tenía dos bien marcadas: “A los perros pequeños y a los chinos. No se cansaba de insistirnos para que no compráramos en esos establecimientos porque nos podían hacer daño, envenenar o asesinarnos”. Bruno ya hablaba de muerte y estaba lleno de miedos. Leticia, hija de Yolanda y hermana menor de Bruno, relata uno de ellos: “Tengo mi primera perra, una Yorkshire que pesa un kilo y medio, poquita cosa, y cuando él viene de visita a Galicia es muy escandalosa, ladra mucho. Y la reacción de mi hermano es siempre sentarse en una silla, levantar los pies y decirme: Apártamela me va a morder, recógele el pelo que no me ve, no me reconoce, tengo miedo”.

Con el tiempo sumó más temores: a las bacterias y a los gérmenes. Para abrir la tapa del inodoro ya no usaba sus manos, lo hacía con la punta de pie.

Regreso fatal

Lo que contó Eduardo Gioiosa a la Guardia Civil fue que su hermana Adriana había regresado a España el lunes 30 de marzo del 2015 y que ese mismo día le había enviado un WhatsApp. En ese mensaje le anunciaba que lo volvería a llamar el miércoles 1 de abril para su cumpleaños. Pero no lo hizo. Tampoco al día siguiente. El día 3 su hermano ya estaba tan alarmado que decidió volar a España para ver qué pasaba. Una vez aterrizado en Barajas se dirigió hasta el número 6 de la calle Sacedilla, en Majadahonda, a 18 kilómetros del centro de la ciudad de Madrid. Era la vivienda donde Adriana alquilaba una habitación a quien ella creía era su legítimo propietario: un joven llamado Bruno Hernández Vega (31).

Lo que su hermano observó allí ese día y lo que le dijo Bruno no le gustó. Su hermana no se hubiese ido así de pronto sin decir nada. No se quedó tranquilo y el lunes 6 de abril se presentó en la comisaría para denunciar su desaparición.

Apenas efectuada la denuncia ocurrió algo extraño: amigos y familiares de Adriana comenzaron a recibir mensajes desde su celular.

La policía actuó y se presentó en el número 6 de la calle Sacedilla. Bruno Hernández Vega despertó enseguida la curiosidad de los agentes. Con rascar un poco la superficie de su historia su nombre apareció, de alguna u otra manera, vinculado a tres mujeres ausentes. No solo Adriana, la inquilina, estaba desaparecida. También hacía años que nadie sabía nada de la verdadera propietaria de la casa y tía paterna de Bruno, Líria Hernández Hernández. Y había una prostituta, de la zona oeste de la región madrileña, a quién el joven habría conocido y tampoco hallaban.

¿Qué estaba pasando aquí?

Un sótano de pesadilla

Adriana había alquilado hacía algunos meses el número 6 de la calle Sacedilla, una casa sencilla de ladrillo a vista, en un barrio tranquilo. Pero en los últimos días no solo no le respondía el teléfono a su hermano, tampoco se había presentado a trabajar en la hamburguesería. A sus compañeras de trabajo les había dejado una nota tipeada por debajo de la puerta anunciándoles que se iba con un novio y que no volvería a trabajar.

Por otro lado, sus mensajes en los teléfonos de sus familiares y amigos para justificar su ausencia eran disparatados. No parecía ser la misma Adriana que todos conocían. En uno decía que se había ido a Roma con un tal Mohamed. “No era ella, porque su intención era volver a final de 2015 a Argentina para cuidar de mis padres”, reveló Eduardo.

Cuando la policía tocó el timbre, la primera reacción de Bruno fue oponerse a que entraran las autoridades. La Policía Judicial consiguió, entonces, una orden del juez.

Saltó enseguida que el joven tenía antecedentes psiquiátricos. Cuando le tomaron declaración, sus respuestas frías y algunas incongruencias sobre los hechos, terminaron por disparar las alarmas.

Durante el registro descubrieron algo sospechoso: la mitad de la casa había sido recientemente pintada. La otra mitad, estaba en vías de serlo. Los peritos detectaron, en una de las habitaciones, unas pequeñas manchas de sugestivo color rojo óxido. Las mandaron a analizar. En el comedor de la casa, la policía halló una valija azul con ropa interior de Adriana y documentación que le pertenecía.

En su pesquisa, el segundo día, llegaron hasta el sótano de la vivienda. El escenario que encontraron bajo tierra fue perturbador y olía muy mal: una gran picadora industrial de carne con restos en su interior, cuchillos de caza, un hacha, varias sierras circulares manchadas… Uno de los agentes, revolviendo, encontró algo más: un objeto pequeño que parecía haber sido un diente.

Asqueados, sacaron muestras y precintaron todo.

La trituradora industrial fue enviada sin desarmar al laboratorio de criminalística. Allí la desmontaron y empezaron a analizar los restos que tenía dentro.

Las cosas eran más tenebrosas de lo que habían imaginado.

Los vecinos contaron poco, pero suficiente. Algunos, habían escuchado fuertes ruidos como que corrían muebles; otros, lo habían visto salir una noche con varias bolsas de basura que arrojaba a los contenedores con extremo cuidado para que no se abrieran.

Líria: la ausencia que no preocupó a nadie

Bruno Hernández Vega fue detenido por orden de la jueza el 10 de abril del 2015, sin ninguna posibilidad de fianza. El joven negó en todo momento saber algo de Adriana y optó por guardar silencio. Tampoco quiso explicar porque se le había dado por pintar su casa.

El hermano de Adriana colaboró con su ADN. Así podrían cotejarlo con las huellas hemáticas halladas en el sótano.

Al mismo tiempo, surgió otra preocupación: la tía del detenido, Líria Hernández Hernández, llevaba cinco años sin ser vista. ¿Dónde estaba? Desde el 2010 que nadie le veía el pelo. Cinco años era demasiado tiempo. Su único hijo se había suicidado alrededor del 2006 y ella se llevaba muy mal con sus hermanos. Bruno se supo ubicar como mediador y les dijo a sus tíos que ella no quería volverlos a ver. Al tiempo, les informó que la había internado en una residencia para personas mayores. Como estaban peleados, ninguno se molestó en ir a verla ni quiso preguntar demasiado. Líria andaría por ahí. Seguía firmando papeles y sacando dinero de sus cuentas. Bruno, muy ingenioso y con una sociedad de construcción que había creado, se había apropiado ya de unos 33 mil euros de Líria.

Bruno le dijo a los detectives de homicidios que no recordaba el nombre de la residencia a donde había llevado a su tía, ni la localidad… Esto sí que era estrafalario. Además, les mostró un papel que tenía muy bien guardado: en él, su tía Líria, le cedía el uso de la casa y lo autorizaba a alquilarla a cambio de que él le pagara 18000 euros. Pero ese dinero jamás había ingresado en las cuentas de la tía Líria.

Inquietos por sus descubrimientos, los agentes intentaron armar una lista de las inquilinas que habían pasado por el número 6 de la calle Sacedilla. Para fines de mes, ya eran cinco las personas que engrosaban la lista de posibles víctimas. Además de la tía y de la última inquilina había tres contratos de alquiler más en los años previos… uno el de aquella prostituta.

Todas eran mujeres solas y extranjeras. ¿Dónde estaban?

La Guardia Civil no aventuró nada: “son personas que podrían haber regresado a sus respectivos países o estar residiendo en otra zona de España”.

Cuando allanaron la casa en Móstoles, donde Bruno residía ocasionalmente con su padre quien era gerente de un bar, encontraron más elementos para engrosar miedos: dos pistolas, un rifle, un silenciador, munición, un chaleco antibalas, un pasaporte, un permiso de conducir y joyas de la mujer presuntamente asesinada. ¿Cómo su padre no había visto ese arsenal? Los vecinos de Móstoles fueron más perspicaces y habladores que los de Majadahonda: contaron que habían escuchado gritar a Bruno en el balcón invocando a Satanás. También se supo que había comprado mascotas para sacrificar y que había encargado que le confeccionaran un Jesús crucificado que estuviera muy ensangrentado.

El auto de Adriana se encontró en esa zona de Móstoles.

Las señales no eran para nada alentadoras.

Olor a carne

Mientras esto ocurría, en los laboratorios se procesaban los restos recogidos. Los primeros resultados confirmaron la presencia de sangre y de residuos orgánicos humanos. Luego, el ADN de las dos víctimas fue hallado en la picadora industrial. Por allí habían pasado tanto Adriana como Líria. Sus ADN estaban ahí.

Eso no hacía más que confirmar lo que habían olido y visto en ese sótano infernal.

Según el jefe del servicio del laboratorio de la Guardia Civil de Tres Cantos, el sótano de Bruno, la escalera y sus paredes, estaban impregnados con el “característico olor a carne y sangre fresca”.

Si bien había sido pintado eso no impidió que vieran en el techo manchas de salpicaduras. Otros testigos que pasaron por la escena, hablaron del olor fétido y de más manchas de color óxido en el piso. La luz ultravioleta demostró rastros de sangre de algo grande que fue arrastrado… ¿un cuerpo?

La policía presumía que ambas habían sido asesinadas y que él sospechoso había hecho desaparecer los cuerpos con la ayuda de la procesadora gigante.

No obstante, buscaron restos por todos lados: en volquetes, vertederos del barrio y basureros urbanos. Nada. Solo estaba la impronta de sus ADN en la trituradora de huesos.

“Siempre se creyó más listo que nadie”

Lo encontrado fue suficiente para que en el año 2017, con 33 años cumplidos, Bruno Hernández Vega fuera llevado a juicio.

En el segundo día de alegatos, habló el padre del acusado, Juan Francisco Hernández. Dijo que la relación con su hermana Líria era buena, pero distante y que no le había gustado que le cediera la casa a Bruno. Pese a eso, Juan nunca la llamó, en todos esos años. Ni una sola vez. A modo de excusa y entre sollozos dijo: “No he estado a la altura de la enfermedad de mi hijo. Trabajaba 14 horas diarias”. Fue el único momento en que se vio a Bruno conmovido.

Los otros tres tíos del acusado y hermanos de Líria, una cuñada y un primo de Bruno dijeron lo mismo: Líria era una mujer rara y solitaria, sobre todo a partir del suicidio de su hijo en 2006. Y justificaron no haber hecho la denuncia porque Bruno les había asegurado que ella estaba muy enojada con la familia y que vivía en una residencia en un pueblo de Ávila.

La última vez que alguien recordaba haberla visto viva, fue cuando su sobrino Bruno la acompañó al escribano.

Filomena, una de las hermanas de Líria, señaló que le pareció llamativo el repentino interés de Bruno por su tía luego del suicidio de su primo. Lo cierto es que las rencillas familiares metieron la cola e impidieron que Filomena se preocupara de verdad por su hermana. Ella contó: “Antes de la muerte de su hijo no tenían relación. Se arrimó después, cuando vendieron su piso. Siempre se creyó más listo que nadie. Dicen que está loco, pero no, que diga dónde está mi hermana. Los terroristas dejan cadáveres, pero este no (...) Siempre se creyó más listo que nadie”.

La novia indolente

Bruno había escalado en sus fobias y sus delirios cuando en el 2012 finalmente le diagnosticaron esquizofrenia paranoide. En los años siguientes tuvo cuatro internaciones. Fue en una de ellas, en el año 2014, que conoció a Bárbara Gabriel, una joven de origen polaco. Bárbara padecía bipolaridad. Se pusieron de novios. “Yo lo protegía y él me protegía a mí”, dijo Bárbara a los medios.

Cuando se presentó a declarar en el juicio aseguró que seguía sin creer que él hubiera matado a nadie y expresó que seguía deseando compartir su vida con Bruno: “es una persona muy buena, (...) parecía un niño (...)”.

Como Bruno no trabajaba de manera regular, con Bárbara se veían diariamente. Pero justo la semana en que desapareció Adriana, la rutina cambió. Bruno le dijo que estaba ocupado y que “tenía que terminar un trabajillo”. Solo se vieron la noche del domingo 5 de abril de 2015 en la que ella insistió con quedarse, pero él “me dijo que estaba cansado”.

Tuvieron relaciones sexuales y Bárbara se marchó.

La coincidencia funesta entre vida y muerte, sexo y crimen, es que Bárbara, esta vez, quedó embarazada.

El 2 de enero de 2016 nació la hija de ambos.

En su declaración Bárbara reconoció que la primera vez que estuvo en la vivienda de Majadahonda, la casa le “daba malas vibraciones. Era fría y parecía abandonada”. Si bien llegó a vivir hasta una semana entera allí, aseguró que nunca vio la picadora de carne clave en esta historia; que no había conocido a la tía Líria y que él “no hablaba mucho de ella. Pensé que estaba en una residencia”, pero admitió que sí coincidió con Adriana. De la madre de Bruno solo dijo que ella no lo visitaba en la cárcel.

La amiga de Adriana

Una de las testigos que declaró en el juicio fue una amiga de la inquilina llamada Cristina. Contó que Adriana tenía frecuentes discusiones con Bruno por temas irrelevantes y cotidianos, pero que no había visto nada preocupante las veces que estuvo de visita el Sacedilla 6.

Su parte de la historia la contó así. El 3 de abril de 2015 Cristina se contactó por Facebook con el hermano de Adriana quien la estaba buscando. Él le insistió en que fuera hasta la casa de Sacedilla. Era tarde, pero Cristina accedió a ir. Llamó varias veces a la puerta, pero Bruno no le abrió. Luego, se dirigió a la vivienda de un vecino y mientras hablaba con él observaron cómo el acusado abría la puerta de su casa. Adriana corrió para encararlo. Bruno le explicó que no había escuchado el timbre porque dormía y aseguró no saber nada de Adriana. El 6 de abril, tanto Cristina como Eduardo, comenzaron a recibir mensajes desde el celular de Adriana. Ella se expresaba de una manera rara, no parecía ser la misma de siempre. Cristina recibió incluso una llamada de su amiga, pero al atender “solo escuché una respiración”.

Ninguna inquietud y 1.189,50 euros

Hubo más. A la audiencia se presentó de manera virtual un testigo protegido: el hombre aseguró que había visto cómo Bruno Hernández repartía “tres o cuatro bolsas de basura grandes en diferentes contenedores” durante la madrugada del 5 de abril. Un detalle que le llamó la atención al declarante fue que, si bien Bruno tenía dos situados justo en frente de su casa, escogió otros más lejanos.

También comparecieron en el estrado dos empleados de Renfe, la compañía de trenes. El 6 de abril a las 7.30 de la mañana Bruno los interceptó para preguntarles algo extraño: cómo podía hacer para obtener las imágenes grabadas por las cámaras de la estación de Atocha que habían sido tomadas sin su consentimiento. Según la fiscalía el acusado viajó a Barcelona con el celular de su última víctima para generar pistas falsas.

Por el juicio pasaron 81 testigos y 47 peritos. Y quedó probado que la picadora industrial Braher modelo P-22, capaz de triturar carne y huesos, había sido comprada por el culpable el 29 de julio de 2008 por 1.189,5 euros.

Con 33 años, Bruno no se alteró nunca por las acusaciones. Ni cuando el fiscal lo apunto por el asesinato de su tía en abril de 2010, ni cuando aseguró que había trozado su cuerpo, ni cuando explicó que había falsificado un documento por el que le cedía la casa durante 15 años por 18 mil euros: “La acompañó a la escribanía, compró la máquina picadora y la mató, desconociéndose las circunstancias porque hizo desaparecer el cadáver, triturándolo previamente, en la citada máquina picadora”.

Tampoco se inquietó cuando el fiscal lo acusó de la segunda muerte: la de Adriana quien le había alquilado parte de la vivienda y a la que habría ultimado el 1 de abril de 2015 con el mismo modus operandi. Perfectamente consciente de lo que debía hacer, continuó la fiscalía, el asesino simuló que Adriana se había tomado vacaciones o se había escapado con un novio e, instrumentando los medios para hacerlo creíble, mandó mensajes desde su celular y escribió notas. El convicto “es capaz de realizar actos complejos, como crear una sociedad mercantil para beneficiarse ilícitamente de su tía o hacer desaparecer los cuerpos”.

No era la enfermedad, era el dinero.

Causas y efectos

Para la fiscalía no había dudas. Todo esto sumado a las pruebas físicas encontradas en la trituradora industrial y que en su computadora habían hallado búsquedas de imágenes de pozos y crematorios, lo señalaba. No tenían dudas: Bruno las había asesinado y se había deshecho de los cadáveres.

Los peritos psiquiátricos declararon que no estaban para nada convencidos de que fuera su enfermedad la causa de los crímenes. Sostuvieron haber visto “una limitación leve de las facultades mentales del acusado” y que “en todos los delirios, el nivel de conciencia, la inteligencia y la memoria no parecen alterados”.

Su defensor, el doctor Marcos García Montes, en cambio, solicitó la absolución porque su cliente “está perdido en el tiempo y en el espacio. Es un enfermo”.

Y recalcó los delirios de Bruno sobre La Hermandad de la ER, un grupo secreto y poderoso, con nombres que incluían esas letras como los banqueros Rockefeller o los políticos Berlusconi o Esperanza Aguirre. Tal era su obsesión con esas letras que a su novia Bárbara la llamaba Verónica.

Bruno negó recordar a Adriana, con quien compartía vivienda, haber comprado la picadora o haber creado la sociedad para estafar a su tía. Convenientemente, recordó que tomaba siete pastillas al día, algo que él consideraba muchísima medicación.

¿Una infancia estresante y cruel sin mamá podía ser desencadenante de la locura asesina? Para los expertos psiquiatras que atestiguaron en el juicio, no. Para que se dé el salto a la esquizofrenia hace falta algo más, factores genéticos, dijeron, los ambientales no alcanzan.

La infancia de Bruno podría haber agravado su esquizofrenia que todavía no se había manifestado. Pero no más que eso.

Las noticias que recorrieron España dejaron alelada a su propia madre, Yolanda Vega, quien vive en Lugo. No lo veía desde noviembre del año anterior. Al medio La voz de Galicia le dijo;: “Estaba mal y todo era debido a que no tomaba su medicación, la que le prescribían para evitar los posibles brotes de esquizofrenia (...) Él (por su padre Juan) no solo no se preocupaba para que tomara la medicación, sino que cuando estaba realmente mal se demoraba en exceso en ingresarlo en un centro especializado”.

Yolanda asegura que nunca entendió cómo los médicos le daban tan fácilmente el alta a su hijo: “No tenía sentido que le permitieran salir porque no estaba curado… y la prueba es que al poco tiempo volvía a sufrir brotes y a reingresar”. Entre 2012 y 2014, había tenido cuatro ingresos hospitalarios.

Loco, pero no tonto

El jurado popular, formado por nueve miembros y dos suplentes, el 23 de octubre de 2017, dio su veredicto en forma unánime: culpable.

Fue sentenciado a 27 años y tres meses de cárcel.

La sentencia, que consta de 33 folios, consideró probado que Bruno Hernández Vega mató a las dos mujeres.

Lo cierto es que el caso terminó llevando la discusión de las enfermedades mentales sin control a todas las casas y medios de comunicación. Bruno había sido diagnosticado a sus 28 años con esquizofrenia paranoide, pero nadie se había hecho cargo realmente del tema.

El abogado por la acusación, Marcelo Belgrano, dejó en claro que no se trató de un simple homicidio: “Podría haber sido el crimen perfecto si Eduardo, el hermano de Adriana, no viene a Madrid a buscarla”.

García Montes por su parte sostuvo que “las pruebas psiquiátricas entienden que la esquizofrenia paranoide que padece es clínica, progresiva y permanente y no episódica y temporal como sostiene la fiscalía”. En su alegado afirmó que si ambas muertes se habían producido con cinco años de diferencia, el sistema había fallado. Esto nadie lo duda. La búsqueda de los cuerpos le costó a España un millón y medio de euros.

La sentencia dijo que “en ambos casos la muerte violenta de las dos mujeres queda acreditada por los restos biológicos hallados en la máquina trituradora encontrada en el sótano de la calle Sacedilla nº 6 de Majadahonda, y en el caso de Adriana, por los restos de sangre hallados en paredes, suelo y techo de la citada vivienda, todo ello a pesar de no haberse descubierto los cadáveres (...) El condenado hizo desaparecer los cuerpos ocultándolos en un lugar desconocido, ya que la picadora industrial de carne era de gran potencia, capaz de triturar carne y huesos” y que actuó “planificando y desarrollando diversas acciones, en un período de tiempo dilatado, para prepararlos y encubrirlos primeros, y para aprovecharse de sus efectos, después, lo que no parece compatible con una anulación o alteración grave de las capacidades mentales”. El fallo también lo condena por un delito continuado de estafa “con la única intención de enriquecerse ilícitamente”.

El cuarto delito por el que fue condenado fue por tenencia ilícita de armas de fuego. La Guardia Civil le decomisó entre otras armas un cañón de la marca Hecker&Koch calibre 45 y un silenciador Brugget en su dormitorio en la casa de su padre en la calle Teruel, en Móstoles. Lo más importante: la sentencia descartó de plano que la esquizofrenia paranoide que padece Bruno Hernández Vega pudiera ser la causa de sus homicidios y la prueba era, justamente, la complejidad de los delitos que cometió. El psiquiatra Calcedo dijo en el estrado: “Puede estar loco, pero no es tonto” y descartó que hubiera tenido en el momento de los hechos un brote psicótico, “El hecho de que padezca una enfermedad como la esquizofrenia paranoide, no significa que el acusado tenga anuladas sus facultades mentales, pues no se ha establecido una relación entre el delirio y los hechos cometidos”.

Un caso cerrado no tan cerrado

Bruno Hernández Vega fue condenado a la cárcel, a pagar costas y a hacerse cargo de las indemnizaciones a las familias de las víctimas.

¿Qué había pasado con las otras tres inquilinas que no hallaban al principio del caso? Luego de una larga investigación, Julián Martínez Powel, comandante jefe de la Compañía de Majadahonda, aclaró que fueron halladas con vida. Un verdadero alivio.

El caso inspiró libros. Uno fue La hermandad del mal, publicado por Editorial Alrevés, de la periodista del ABC y escritora Cruz Morcillo, quien entrevistó al convicto. Fue sorprendida por su enorme mirada verde y por una feroz negativa a tomar sus pastillas. A ella le dijo: “¿Sabes coser? Cuando llegues a casa, tienes que bordar la palabra ER en una toalla o una tela. Cuando nos veamos, me dices lo que pasa”.

La justicia decidió que Bruno es un asesino y el Tribunal Supremo de España confirmó la pena en 2018. La esquizofrenia no era culpable de nada, el culpable era, lisa y llanamente, él. Pero, siempre hay peros…

Sus padres comenzaron con un procedimiento judicial para inhabilitarlo y ser sus tutores legales. Esto llevó a que se elaborara un nuevo peritaje. Los expertos del Instituto de Medicina Legal y Forense de la Comunidad de Madrid emitieron un dictamen, en julio de 2022, donde dijeron que su patología es “muy grave, crónica e irreversible”. En el informe recomiendan que sea trasladado de la cárcel de Navalcarnero a un centro psiquiátrico para una larga estancia. Esto abriría la puerta a una eventual revisión del caso ante el Tribunal Supremo. Veremos.

Adriana había llegado a España trece años antes de su muerte por su vocación por la música, luego de haber estudiado en la academia de Bellas Artes de Hamburgo, en Alemania. Bruno creyó que la mujer estaba lo suficientemente sola como para salirse con la suya. Fue su gran error. No contaba con la tenacidad de su hermano Eduardo. Si no hubiese sido por el empeño fraterno, los dos crímenes hubiesen quedado impunes.

Nota:infobae.com

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