Chile, la nación inacabada

Actualidad - Internacional 12 de octubre de 2022
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El rechazo por una muy amplia mayoría de la población chilena al proyecto de Constitución elogiado por sus múltiples avances hundió a los intelectuales progresistas en la melancolía. Una vez más, el pueblo los decepcionó. La consternación resulta más fuerte considerando que, desde hace algunos años, el ex laboratorio del neoliberalismo en América Latina había mutado en foco de esperanza.

El shock fue fuerte la mañana del 5 de septiembre de 2022 cuando las fuerzas de izquierda se enteraron de que el 62% de los votantes había rechazado un texto que rompía con el modelo neoliberal en el corazón de la Constitución heredada de la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990) y proclamaba el reconocimiento de las poblaciones indígenas. En el marco de un escrutinio obligatorio, con una tasa de participación media de más del 85%, era difícil consolarse con la idea de que las clases populares tienden a no acudir a las urnas. El pasado 4 de septiembre, cuanto más pobre, mayor fue el desplazamiento. Y mayor el rechazo al documento sometido a votación. Un estudio de la Universidad del Desarrollo, de Santiago indica que el quintil de la población con menores ingresos votó en un 75% por el “Rechazo”, contra el 60% del quintil de la población mejor acomodado, mientras que la tasa de participación fue del 87% en el primer grupo, contra el 82% para las clases superiores.

Si bien se los creía lanzados en el camino de la transformación social, los chilenos dieron un giro inesperado. Persistencia de “la hegemonía neoliberal”, analiza a posteriori el filósofo Óscar Ariel Cabezas; supervivencia de un “racismo estructural”, aboga Elisa Loncón, lingüista mapuche (la principal comunidad indígena del país) y primera presidenta de la Convención Constituyente.

El problema de la plurinacionalidad

Una encuesta de Feedback Research realizada los días 6 y 7 de septiembre de 2022 proporciona otra interpretación del resultado del referéndum. “Independientemente de la manera en que usted votó el 4 de septiembre, ¿cuál es su opinión acerca de las siguientes propuestas que contenía el proyecto de nueva Constitución?”, preguntan los encuestadores. El 83% de las personas encuestadas dice estar a favor del proyecto de “educación superior gratuita”; el 81%, a favor del proyecto de “definición del agua como un bien inapropiable”; el 61%, a favor de la idea de “crear un sistema de pensión y de seguridad social gratuita”. Hemos visto una “hegemonía neoliberal” más sólida… En cuanto al “racismo cultural”, concluir que existe sería hacer una lectura singular de las respuestas recibidas. Si bien el 55% de las personas rechaza “la creación de un Estado plurinacional”, el 67% dice estar a favor del “reconocimiento constitucional de los pueblos originarios”. La hostilidad entonces se habría manifestado menos hacia las poblaciones indígenas que hacia el proyecto de plurinacionalidad. Se había anticipado que una divergencia sobre un artículo podía motivar el rechazo del conjunto de un texto que comportaba 388 artículos, por lo que fue suficiente para los medios de comunicación (casi todos privados) concentrar su artillería sobre una palabra para acabar con meses de trabajo.

¿Pero qué es la plurinacionalidad? “[Sería] antes que nada, un proyecto político –explica #Constitucionalista, un grupo de universitarios a favor de la reforma–. Se trata del reconocimiento del hecho de que en el interior de un solo Estado coexisten diversos pueblos y naciones indígenas, que participan en la vida política en tanto colectivos que tienen el derecho de determinar sus propias prioridades de desarrollo de acuerdo con su manera de ver y comprender al mundo”.

En América Latina, así como en otras partes, los procesos de colonización estuvieron marcados por la violencia hacia las poblaciones indígenas. Echadas de sus tierras, exterminadas, condenadas a la servidumbre, sufrieron durante mucho tiempo –y a menudo siguen sufriendo– una marginación que dificulta su participación en la vida política, social o cultural. Desde hace varias décadas, y de manera aun más nítida desde la llegada al poder de gobiernos de izquierda a comienzos de los años 2000, los países latinoamericanos se unen al movimiento internacional de reconocimiento de las especificidades culturales de los pueblos y naciones indígenas. Si bien los ejemplos de algunos de los países más avanzados en esta área –Nueva Zelanda, Canadá, Australia…– sugieren que este proceso no implica necesariamente transformar la naturaleza del Estado, los miembros de la Convención Constituyente chilena extrajeron su inspiración de las experiencias que consideraron más ambiciosas: la de Ecuador y la de Bolivia, los dos únicos países que se declararon plurinacionales, respectivamente, en 2008 y 2009. “Se trata de ir más allá del reconocimiento y de la valorización de la diversidad –plantea un documento producido por una de las comisiones de la Convención–, para atacar las causas políticas y económicas de las desigualdades que impiden una fructífera interacción entre las culturas”.

A pesar de perspectivas tan entusiastas, el proceso conlleva varias dificultades que resultan difíciles de descartar por “racistas” o “coloniales”. La primera concierne al estado del debate político chileno en el momento en que surge la propuesta. Héctor Llaitul, fundador y portavoz de la Coordinación Arauco Malleco (CAM), explicó durante el transcurso de la campaña referendaria que en treinta años de lucha nunca había escuchado a un mapuche hablar de plurinacionalidad. “La mayoría ni siquiera conoce la palabra”, concede Loncón, en un ejercicio de autocrítica, algunos días después del escrutinio. El perfil sociológico de los 155 miembros de la Convención Constituyente –de los cuales 138 cursaron estudios superiores y 50 tienen el título de abogado– tal vez esté ligado a su disposición a enarbolar un concepto más habitual en los estantes de las bibliotecas que en las discusiones políticas de la calle. Pretender estimular la reflexión popular no impide mantener el contacto con las preocupaciones que la moldean.

Asimismo, la ambición plurinacional de “atacar las causas políticas y económicas de las desigualdades que impiden una fructífera interacción entre las culturas” evidencia una forma de paradoja. Por un lado, sugiere que el problema de la interacción entre culturas –el racismo, la mentalidad colonial… – resulta de causas políticas y económicas; por otro lado, propone remediar estas disfunciones a través de medidas de naturaleza étnica y cultural. En una entrevista otorgada a The New York Times, un dirigente mapuche subraya a su manera la aporía: “Nos venden un auto sin motor. ¿De qué podría servir tener bancas [indígenas] reservadas en las instituciones si la mayor parte de los mapuches no tienen qué comer?”.

Finalmente, la plurinacionalidad evidencia una forma de reconocimiento singular. Aquí, abolir una desigualdad de trato no implica proclamar la igualdad de todos, independientemente de las especificidades étnicas y culturas sino, por el contrario, validar las diferencias. Mientras que la Constitución venezolana de 1999 estipula que “los pueblos indígenas […] forman parte de la Nación, del Estado y del pueblo venezolano de manera única, soberana e indivisible”, el proyecto plurinacional constitucionaliza la existencia de comunidades diferentes –de las “naciones” y de los “pueblos”– así como su vínculo específico con la ley común. Los dispositivos considerados de autonomía, de “libre determinación”, de ejercicio de una justicia específica no conducen necesariamente a la “balcanización” que anunciaron los conservadores para suscitar el pavor de la campaña referendaria.

Con todo, erigen barreras invisibles entre ciudadanos de un mismo país: el proyecto de unidad del país cede ante el de coexistencia. Lo cual fue subrayado en las declaraciones de Loncón al referirse al trabajo realizado en el marco de la Convención Constituyente conjunta “entre chilenos y mapuches”.

Derrotero del indigenismo

Más allá de los debates chilenos, el surgimiento de la reivindicación plurinacional refleja una profunda evolución de las relaciones entre organizaciones indígenas, Nación y Estado, así como de los fundamentos intelectuales de la izquierda a escala mundial.
Las independencias de comienzos del siglo XIX pretendieron abolir el estatus jurídico particular de los indios. Perpetuando las estructuras sociales surgidas de la colonización, los jóvenes Estados mantuvieron a la vez los clivajes étnicos, de manera que aún falta fundar la unidad nacional. El movimiento indigenista surgió en este contexto. Identificó al indio como uno de los componentes determinantes de la comunidad en construcción, particularmente en la medida en que es portador de especificidades que ratifican la ruptura con la civilización ibérica.

Durante mucho tiempo limitado a franjas intelectuales más o menos progresistas, el indigenismo se tornó la ideología oficial de una gran parte de los Estados de la región tras la Gran Depresión de 1929, que aisló a América Latina de los flujos del comercio mundial. Pero en ese entonces la defensa de las poblaciones indígenas buscaba sobre todo proveer a la naciente industria de la mano de obra que necesitaba: si el Estado liberó a los indios del yugo de los poderes territoriales, fue para insertarlos en las relaciones “modernas” de producción.

En el transcurso de los años 70, este pensamiento, ya no indio, sino “sobre el indio” fue cuestionado por otro movimiento: el indianismo. Expresión de reivindicaciones presentadas como “auténticamente indias”, ya que emanan directamente de las comunidades en cuestión, el indianismo surge en un contexto histórico preciso: el agotamiento del modelo de desarrollo autónomo que se apoyaba sobre la sustitución de importaciones. La crisis económica obstaculizó los mecanismos que habían permitido la integración de una parte de las poblaciones indígenas a la estructura de clases. Sin embargo, los indios siguieron yéndose de sus comunidades campesinas para terminar en las villas miseria. “Bajo la iniciativa de abogados sin causas, de licenciados en letras convertidos en choferes de taxis piratas, en fin, de profesionales sobrecalificados para los empleos humildes y precarios a los que se dedican, [las organizaciones indianistas que surgen en ese entonces] reavivan una cultura susceptible de ofrecer a aquellos que ya no tienen un marco de referencia un sistema de valores, así como una identidad”, analiza el sociólogo Henri Favre.

Culpable del destino reservado a los indios, el Estado-nación se convirtió a sus ojos en el enemigo: emanciparse de su violencia implica extirparse de la nación en nombre de la cual actúa. Así, las condiciones estaban dadas para que las cuestiones sociales y económicas propias de los indios se retradujeran bajo la forma de reivindicaciones identitarias. Este fenómeno se unió a otro, surgido de los laboratorios universitarios en los que batallones de investigadores se dedican al mismo tiempo a “deconstruir” el legado de las Luces y del marxismo. Los conceptos de Estado, de Nación y de universal son relegados a la categoría de arcaísmos, incluso de vestigios coloniales. Las teorías posmodernas alimentan entonces la reflexión de organizaciones indianistas militantes, cuyas luchas a su vez validan las hipótesis de los investigadores. El coro que se eleva entona entonces una música agradable a los oídos del Estado neoliberal. A medida que privatiza, que se retira, que amputa los servicios públicos, las exigencias indianistas le permiten devolver competencias de las que desea deshacerse. Ya sea que se trate de educación, de justicia o de salud.

La redacción de un proyecto de Constitución que busca refundar el Estado para romper con el neoliberalismo tal vez ofreció la oportunidad de reflexionar sobre los medios de saldar la deuda histórica de Chile con los pueblos autóctonos y a la vez reforzar la unidad en el seno de la población. En fin, la oportunidad de construir una comunidad de personas diferentes en el plano cultural pero iguales en términos de ciudadanía: una nación. Una investigación realizada por el Centro de Estudios Públicos (CEP) entre febrero y julio de 2022 sugiere que esta era la preferencia de la gran mayoría de los mapuches, de los cuales el 48% desea ver a Chile declarado como “Estado-nación en el que cada uno vive sin distinción de cultura, de pueblo o de naciones”. Únicamente el 12% aboga por su transformación en Estado plurinacional. Una parte de los chilenos rechazó apoyar una propuesta que le parecía agravar el problema que pretendía resolver –la marginación de las poblaciones autóctonas–.

Elaborar proyectos en mayor armonía con las expectativas del pueblo –sea este de origen indígena o no– habría sin dudas protegido a la izquierda del riesgo de verse decepcionada por su voto. También habría permitido evitar darles a la derecha y a los medios de comunicación el medio para oponerse al proyecto de Constitución sin tener que exhibir su hostilidad –mucho menos fácil de justificar– hacia los avances que proponía en las áreas económicas y sociales.

Por Renaud Lambert

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