En Rusia, la palabra «guerra» ya no es tabú

Actualidad - Internacional 10 de octubre de 2022
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“¿Usted es psiquiatra?”, nos lanza con una carcajada Boris Vyshnievski, diputado de Iabloko (oposición liberal) en el Consejo Legislativo de San Petersburgo. Nos lo cruzamos por casualidad en la calle, apurado y a pie, yendo hacia alguna reunión política mientras intentábamos sonsacarle alguna declaración explicándole el objetivo de nuestras investigaciones: comprender el estado de la opinión pública rusa en estos tiempos turbulentos.

En Rusia, el mercado de encuestas se reparte entre dos institutos surgidos del mismo seno: el Instituto de Estudios de las Opiniones Públicas (VTSIOM), creado por el sociólogo y politólogo Iuri Levada, que se escindió en dos en 2004 tras su nacionalización. Actualmente, el VTSIOM representa la rama estatal que se esforzó por conservar la confianza de las autoridades y los contratos que le procuran los grandes medios de comunicación y la administración del Kremlin, mientras que el Centro Levada, receloso de su independencia, decidió volcarse hacia una clientela más privada e internacional, lo que le vale la etiqueta de “agente del extranjero”. Sin embargo, sus análisis sobre la cuestión de la operación militar especial coinciden en lo esencial. Desde mediados de marzo, sus resultados confirman el importante apoyo a la intervención armada en Ucrania: cerca de un 75% de respuestas bastante o muy positivas.

Entrevistado por videoconferencia, Levada relativiza la impresión de unión sagrada. En primer lugar, estas cifras no revelan el número de personas que se negaron a responderles a los encuestadores. “El ambiente no es festivo. La preocupación es alta, estamos lejos del entusiasmo que prevalecía en 2014 [tras la anexión de Crimea] cuando se llegó a hablar de ‘Primavera rusa’”. El apoyo se expresa con varios matices: es particularmente alto en las personas que nacieron antes de la Perestroika, sobre todo en aquellas que tienen más de cincuenta y cinco años y que se informan a través de la televisión estatal (+10 puntos, con respecto al promedio a fines de agosto). No obstante, entre los de 18-24 años, que son los que están mejor conectados a Internet, el 65% apoya las operaciones militares en Ucrania: dicen que a partir del momento en que el país está en guerra, hay que apoyarlo. Solo una minoría de la población se compromete activamente, organiza colectas de ayuda para los refugiados del Donbás, financia la compra de drones y otros equipamientos destinados a ayudar al ejército ruso, o incluso se presenta como voluntaria para combatir en el terreno. Según las estimaciones del VTSIOM, representan al 1% de los rusos, lo que no deja de ser un millón de personas. Algunas de las regiones más pobres del país, particularmente Chechenia, Osetia y Chuvasia brindan un aporte desproporcionado de voluntarios al ejército y a las empresas de defensa privadas del tipo Wagner.

Leales patriotas y elementos perturbadores

“El movimiento anti-guerra rápidamente se replegó sobre sí mismo”, nos explica Maria Matskevich, directora de la Asociación de Sociólogos de San Petersburgo. La represión es una de las razones más evidentes para explicarlo. Leyes que castigan severamente la “difusión de noticias falsas” amenazan a aquellos que expresaren demasiado claramente una opinión disidente con pesadas penas de encarcelamiento. Por ende, los opositores a la guerra cultivan un perfil bajo, se inclinan a no responder las encuestas, dejan el país. Cerca de 150.000 personas (sobre una población de 144 millones), en su mayoría jóvenes y universitarios, habrían partido hacia Turquía, los Emiratos Árabes Unidos, Armenia o Georgia, con miras a instalarse duradera o provisoriamente.

Las sanciones occidentales, inmediatas, así como los envíos de armas a Ucrania, produjeron un poderoso efecto “bandera”, que aisló e incluso hizo retroceder al movimiento anti-guerra. Valery Fiodorov, director de VTSIOM, observa, en una entrevista para la agencia RIA Novosti que “cerca del 10% de las personas encuestadas cambiaron de postura [las tres o cuatro primeras semanas del conflicto]: una parte de los que estaban en contra o a quienes les costaba contestar dieron un vuelco en favor de la operación. Desde entonces, las cifras cambiaron poco. […] La guerra de la información, que está en su apogeo, no cambia el paisaje radicalmente. Para que estas proporciones se modifiquen sería necesario un acontecimiento de gran amplitud, comparable con los acontecimientos de la primavera”.

Las sanciones convencieron a una gran parte de la opinión pública de aquello que muchos afirmaban desde 2014: el adversario de Rusia no sería Ucrania sino la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y tras ésta, Estados Unidos. En vísperas de la invasión, el 60% de las personas encuestadas por el centro Levada en relación a las tensiones en el Donbás ya estimaba que la OTAN era responsable de esta situación (únicamente el 14% incriminaba a Ucrania). La hostilidad occidental incitó a los más tibios a solidarizarse con la decisión de Putin. En septiembre, la decisión de los Veintisiete (la UE) de complicar el acceso de los rusos al espacio Schengen, tras las decisiones de los países bálticos, de Polonia y de República Checa de cerrarles su territorio, reforzó el complejo de fortaleza asediada en aquellos que apoyaban la guerra, sin transformar profundamente las relaciones de fuerzas en la opinión pública. Cerca del 10% de los oponentes irreductibles siguen condenando sin reservas las operaciones militares.

En San Petersburgo, una bienvenida ola de calor acompaña al solsticio de verano. Entre la fiesta de los vypuskniki (bachilleres secundarios) y las celebraciones de las Noches Blancas, el ambiente es estival y festivo. Por todas partes hay estudiantes con ropa colorinche, terrazas y restaurantes repletos y turistas de todos los países que invaden los negocios de souvenirs. En medio de este ambiente relajado, algunas vestimentas se prestan para una discreta exhibición política: se ven letras “Z” de diverso tamaño aquí y allá (convertidas en símbolos de la “operación militar especial”), a veces combinadas con la cinta de San Jorge de rayas negras y naranjas alternadas (símbolo de la victoria sobre el fascismo, que es uno de los objetivos anunciados de la guerra).

La presencia policial es discreta: nada que se asemeje al período de la guerra en Chechenia, cuando las estaciones de subterráneo estaban rodeadas de bloques de concreto y había controles de identidad reforzados en todas las esquinas. La ciudad, los parques, las avenidas exhiben una sorprendente normalidad.

“Nos quedamos sin stock de banderas rusas,”, bromea un vendedor de souvenirs en una transitada calle del centro de Moscú. En las intersecciones estratégicas de la ciudad, los McDonald’s “desamericanizados” reabrieron y (¿efecto curiosidad?) están repletos. Si los olores de comida, los menús grasos-dulces-salados-gasificados y el ambiente relajado perduraron, la decoración cambió: adiós arcos dorados y alegres payasos; bienvenidos los sobrios embalajes blancos, el personal vestido de negro y los logos “Es rico. Punto”. Es una manera de tomar partido sin increpar al pasante, ese elegante joven de barba cuidadosamente esculpida que nos cruzamos en el subterráneo con una inmaculada remera estampada con la frase “agente del extranjero”.

La Rusia de Putin se divide en leales patriotas y elementos perturbadores. La ley sobre los agentes del extranjero, promulgada en 2012 sobre el modelo de la análoga ley estadounidense, estipulaba que las entidades no comerciales financiadas desde el exterior que obraban en Rusia debían declararse como tales bajo pena de disolución. Recientemente, su campo se extendió a las personas físicas y el término “financiado” es reemplazado por aquel más amplio de “bajo influencia”. Para los críticos del poder, esto conlleva el riesgo de toda clase de contrariedad, como una detención preventiva, interrogatorios y allanamientos. Y de ahora en más, la cárcel: el 8 de julio, el representante electo moscovita Alexei Gorinov fue condenado a siete años de cárcel por haber denunciado la embestida rusa contra Ucrania. Mientras que la mayoría de las condenas se limitaron a multas, su juicio fue ejemplificador.

Sin señales de caos

La cobertura televisiva de los acontecimientos hace creer en un avance prudente de las fuerzas rusas, preocupadas por salvar vidas en los dos bandos, de un esfuerzo de reconstrucción y de la gratitud de los habitantes de las “zonas liberadas”, sin olvidar exagerar las contradicciones y deslices de los responsables políticos occidentales; declaraciones regulares del presidente Putin detallan las posiciones, las intenciones, las reacciones de Rusia frente a tal o cual peripecia. El primer ministro Mijaíl Mishustin tranquiliza a padres y a jóvenes: no se prevé una movilización masiva, las operaciones se desarrollan según el plan establecido. El gobierno proyecta una imagen de calmada concentración…

El poder ruso gestiona con cierto éxito las expectativas de la población con el fin de prevenir cualquier forma de exigencia de resultado o de plazo al Kremlin. Los informes matutinos del teniente general Konashenkov que explica con una voz monocorde, impersonal, concisa, los avances y las dificultades de la operación, lejos de cualquier triunfalismo, reflejan constantemente el carácter lento, complejo y difícil del asunto. Así, se forma una especie de inmunidad por parte del público ante las malas noticias: vimos un ejemplo de esto cuando el barco Moskva fue hundido, el 14 de abril de 2022. Contrariamente a lo esperado, el shock de la opinión pública provocado por esta noticia no se tradujo en una caída del apoyo al esfuerzo militar, al comprender cada cual que el conflicto inevitablemente estaría sembrado de reveses. Si en mayo de 2022 el 60% de las personas encuestadas por Levada creía que el conflicto duraría menos de un año, a fines del verano lo cree el 48%. Un tercio de los encuestados cree que la guerra se prolongará más allá del año, contra el 21% en mayo.

Respecto de colegas, parientes o amigos ucranianos que viven bajo las bombas o se han refugiado en áreas a salvo de los combates, los sentimientos pueden variar. A Vladimir Sokratilin lo domina la culpa. Este asesor de marketing está deprimido por esta guerra, de la que “nada bueno puede resultar”. “¿Cómo pueden seguir hablándome mis colegas?  –se pregunta–. ¡Incluso son ellos los que intentan reconfortarme!”. Olga Zalushenova, emprendedora en Moscú, está furiosa contra su socio, un informático que regresó a su originaria Járkov para participar de la resistencia. “Cada vez que lo llamo por algún tema práctico, le parece necesario sermonearme sobre la agresión rusa. ¡Pero si yo no tengo nada que ver!”

Dimitri Ivanov, escritor, nos confía su mirada de los acontecimientos, que resume acertadamente el sentir dominante. “Estoy contra la guerra. ¿Qué clase de persona hay que ser para regocijarse con una masacre en la que mueren tantas personas inocentes?”. Como la mayoría de los rusos, considera que Ucrania es víctima de la Guerra Fría, que se prolongó contra Rusia tras la desaparición de la URSS, radicalizándose. “Estados Unidos –opina– comete un grave error al acelerar el cerco a Rusia. Yeltsin ya expresaba su irritación y si estuviese hoy en el poder, tal vez hubiese tomado la misma decisión, al igual que cualquier secretario general de la época soviética: hay constantes en la historia y Estados Unidos habría podido y habría debido impedir esta guerra que es la consecuencia de las cinco ampliaciones sucesivas de la OTAN desde que el Pacto de Varsovia fue disuelto. Ahora estamos en guerra y corremos el riesgo de que se extienda como un incendio forestal”, se preocupa Ivanov, citando a Transnistria, Moldavia, Kaliningrado…

La opinión general es que de acá al invierno el enfrentamiento ruso-occidental será económico: penuria contra penuria. “Los rusos y los europeos no tienen el mismo umbral de resistencia –observa Kutlaliev–. Nosotros ya vivimos la nafta racionada, las góndolas de alimentos vacías, la hiperinflación.” La debacle económica bajo Yeltsin sigue presente en muchas memorias. Sin embargo, la crisis actual se anuncia mucho menos severa que el traumatismo colectivo de los años 90. Los rusos quieren convencerse de que, incluso si se ven privados del último iPhone, del queso parmesano, de viajar a París, la vida seguirá siendo posible. “Por causa de la inflación, la UE cederá primero y se verá forzada a negociar”, se escucha a menudo.

Aun cuando todos esperan tiempos difíciles, no hay ninguna señal de caos. Ya no hay filas delante de los cajeros. El país vive un boom de la construcción tanto en Moscú como en el interior. El desempleo, a pesar de estar subestimado, permanece en su menor nivel histórico. Según el Sberbank, número uno del crédito bancario, el salario real medio volvió a aumentar desde la primavera (4). Serguei Tolstykh, informático, nos explica: “Evito las informaciones sobre la situación militar en las redes sociales y miro únicamente los canales sobre economía, tipo RBK, para intentar entender lo que nos espera. Parece que vamos a vivir una baja de rendimiento, pero nada irreversible”. Con su equipo, Tolstykh trabaja en un sistema operativo local basado en Linux mientras que otros equipos están poniendo a punto un remplazo para Android. “La soberanía digital, de la que se habla en vano hace tiempo, ¡está en marcha!”, afirma entusiasmado.

Los medios de comunicación estatales no paran de hablar de la resistencia del pueblo ruso ante las adversidades e incluso presentan las sanciones como una oportunidad económica para el país. “En los focus groups [encuestas colectivas] que organizamos –explica Denis Volkov, director del Centro Levada– los participantes afirman que ya se aplicaban sanciones a la Unión Soviética. Si produjeron cierto shock al ser anunciadas, ahora se las percibe casi como algo bueno ya que muchos las ven como una incitación para desarrollar ciertos sectores estratégicos de la economía nacional.” Este optimismo es reforzado por el patente fracaso de las sanciones occidentales: en lugar del anunciado caos financiero, los embargos provocaron una explosión de los valores de los hidrocarburos y llenaron las cajas del Estado. ¿Pero qué pasará si, del lado ruso también, los pronósticos fracasan? A comienzos de septiembre, en los pasillos del Foro Económico Oriental en Vladivostok, el ministro de Economía anunciaba que el Producto Interno Bruto podría recomponerse en el último trimestre del año…

En el bar en el que nos instalamos, unas pequeñas banderas indican el origen de la inmensa variedad de cervezas artesanales disponibles: Alemania, Bélgica, Irlanda, Gran Bretaña y, en su mayoría, Rusia. Jóvenes ejecutivos de traje y corbata toman sus pintas después del trabajo, el ambiente es tranquilo, reconfortante, mientras que la guerra causa estragos a menos de 700 km de allí. “No hay mal que por bien no venga –lanza un cliente, sonriente–: ¡la guerra le puso fin al Covid! ¡No más barbijos ni restricciones para salir!”.

Por Christophe Trontin

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