Crédulos, incrédulos y cínicos
El 3 de marzo de 2017, tan solo un mes y medio después del comienzo del gobierno de Donald Trump, Philip Fernbach y Steven Sloman se preguntaban desde las páginas de The New York Times “¿Por qué creemos cosas que son obviamente falsas?”. La respuesta, según los autores, es que la gran mayoría de nuestras certezas están mediadas por nuestros pares. “Consideremos los siguientes ejemplos –dicen Fernbach y Sloman –. Sabemos que la Tierra gira alrededor del Sol. Pero, ¿podemos acaso reconstruir nosotros las observaciones astronómicas y cálculos que nos llevaron a esta conclusión? Sabemos que fumar causa cáncer. Pero, ¿podemos explicar lo que el humo les hace a nuestras células? ¿Sabemos cómo el humo produce células cancerígenas y por qué algunos tipos de tabaco son más peligrosos que otros? Suponemos que no. La mayoría de lo que ‘sabemos’ sobre cualquier tópico –la mayoría de lo que todos saben– proviene de información que está guardada en otro lado, en algún libro olvidado o en la cabeza de algún experto.”
Este tipo de “inteligencia externa” –es decir, esta inteligencia que se deriva de objetos o individuos externos a nosotros– es la fuente de la mayoría de nuestras certezas. Operaciones matemáticas complicadas dependen de esa inteligencia externa que ha sido codificada en los transistores de una calculadora o en el código de una hoja de Excel, con funciones aritméticas que computan operaciones y números hardwired en puertas (gates) binarias. Si optamos por realizar operaciones aritméticas a mano, esas sumas, restas, multiplicaciones y divisiones fueron también aprendidas de nuestros pares y no derivadas por nosotros mismos. El conocimiento es transmitido socialmente y la creencia en la validez de nuestro conocimiento es ratificada todos los días por “mayorías” con las que interactuamos. Grupos sociales que confirman la validez de las proposiciones científicas y cuyo uso no requiere que nosotros descubramos o derivemos estos principios.
Por supuesto, esto no quiere decir que el conocimiento es simplemente un espejismo colectivo. Es difícil aducir que la raíz cuadrada de 23.409 no es 153, dado que esta operación en apariencia compleja puede ser fácilmente verificada por la gran mayoría de los individuos luego de unos pocos años de educación. Factorizar 23.409 puede ser difícil, pero multiplicar 153 por 153, cuyo resultado es 23.409, es una operación sencilla, que fácilmente alcanza un alto consenso. Verificar es fácil, incluso si derivar un algoritmo es difícil.
Sin embargo, el grupo de individuos que puede demostrar que la Tierra es redonda es considerablemente menor que el grupo que puede verificar 153 x 153 = 23.409. “La Tierra es redonda” requiere que cursemos más años de escolaridad y que aprendamos a usar instrumentos de medición que no están relacionados con nuestra experiencia cotidiana. Para validar gran parte de los conocimientos científicos, como por ejemplo el calentamiento global, dependemos de terceros en los cuales depositamos nuestra confianza.
Por lo tanto, creer que el Sol gira alrededor de la Tierra exige no solo altas dosis de escepticismo sino también requiere carecer, en nuestra red social de trato cotidiano, de personas que hayan estudiado Física, en las cuales podemos confiar. Muchos de nosotros conocemos algún graduado en Física que puede usar los instrumentos necesarios y realizar cálculos que confirman gran parte de las creencias socialmente aceptadas sobre el sistema solar. Porque, ¿cuántos físicos objetan el modelo copernicano? Para defender que es el Sol el que gira alrededor de la Tierra tenemos que asumir que existe una vasta conspiración que involucra a la totalidad de los estudiantes de Física del mundo, quienes se han puesto de acuerdo para producir evidencia falsa cuyo objetivo es perpetuar una mentira.
El consenso científico, social y político no es simplemente una forma de autoengaño colectivo, sino un sistema de votación sobre conocimientos socialmente aceptados. Cuanto mayor sea la distancia entre nosotros y aquellos individuos que están en condiciones de proveer evidencia científica, mayor será la creencia en conspiraciones, y menor la creencia en el consenso científico prevalente. El resultado de este proceso de votación sobre enunciados científicos socialmente aceptados es que existen muchos menos individuos hoy que creen que la Tierra es plana que los que existían cuando no había imágenes satelitales, telescopios que nos permiten observar Saturno o grandes emprendimientos colectivos que han capturado imágenes de galaxias distantes. Cuanto menor es el consenso científico y cuanto más reducido es el grupo de individuos con la capacidad técnica para medir un fenómeno, mayor es el espacio para el escepticismo y para las teorías conspirativas.
Pensemos ahora cuántos individuos existen que pueden confirmar la cadena de responsabilidades en la muerte de John Kennedy, Alberto Nisman, Elvis Presley o Marilyn Monroe. En el caso de Kennedy, ¿quiénes pueden confirmar que Lee Harvey Oswald disparó el tiro fatal? En el caso de Nisman, ¿quiénes pueden confirmar que fue un suicidio? En el caso de Elvis Presley o Marylin Monroe, ¿quiénes pueden asegurar que realmente murieron y que sus cuerpos fueron enterrados?
Crédulos e incrédulos
La visión cognitiva del modelo conspirativista hace hincapié en la división de crédulos e incrédulos. Crédulos son los individuos que creen en los consensos sociales del tipo “Elvis Presley está muerto”. La percepción de una conspiración, por tanto, depende del estatus del individuo como parte de una mayoría cognitiva, la cual puede ser aplastante (“La Tierra es redonda”) o tener una base de apoyo menos sólida (“A Kennedy lo mató Lee Harvey Oswald”).
En su fantástico libro sobre las teorías conspirativas contemporáneas, la periodista y especialista en desinformación Kelly Weill reconstruye la historia de distintos actores y comunidades que defendieron la creencia de que la Tierra era plana desde el siglo XVII a la actualidad. Estos grupos terraplanistas tuvieron particular éxito entre comunidades cristianas ultra-ortodoxas en el siglo XIX, pero muchos de sus adherentes lograron sobrevivir y concitar un número importante de apoyos incluso entre científicos amateurs hasta el inicio de la era espacial. Podemos pensar el terraplanismo como un movimiento político minoritario que, a lo largo del siglo XX, fue perdiendo adeptos.
El modelo cognitivo –la división entre los crédulos, que creen en los consensos sociales como “La Tierra es redonda” o “Marilyn murió”, e incrédulos– no es el más útil para explicar la difusión de las conspiraciones políticas en la actualidad. La política está dominada por un conspirativismo cínico, en el cual no se duda de los consensos científicos, pero de todos modos se los pone en duda. En la vanguardia del conspirativismo no hay una creencia cognitiva que pone en cuestión los acuerdos sociales sino una estrategia cínica para ganar espacios en la política, un recurso de poder.
Cambio de cubiertas
En febrero de 2017, poco después del triunfo de Trump, fui a cambiar dos neumáticos del auto a un taller al norte de Washington, no muy lejos de la Universidad de Maryland. Uno de los dueños –llamémoslo por conveniencia Joe White–, con ánimo de celebrar la victoria del candidato republicano, se acercó a la sala de espera para comentar las novedades políticas con los clientes. Silver Spring, el barrio donde se ubica el taller mecánico, está situado a unos ocho kilómetros de la Casa Blanca, en un distrito sólidamente demócrata. Por eso ninguno de los clientes, incluyéndome, tenía ganas de hablar de la elección.
El 30 de enero de 2017, Trump había firmado la orden ejecutiva conocida como “Travel ban”, que prohibía el ingreso a Estados Unidos de ciudadanos de países con mayoría musulmana. Entusiasmado, mientras cambiaban las cubiertas del auto, Joe White llevó la conversación al tema de la inmigración islámica, exhibiendo sus posiciones xenófobas, argumentando que los extranjeros venían a vivir de sus impuestos, y destacando las virtudes del secundario cristiano y la universidad conservadora en la cual se había formado. Para Joe White, la decisión de Trump contaba con el apoyo mayoritario de los votantes americanos. “¿Como puede ser una posición mayoritaria –le respondí– si Trump perdió el voto popular por casi tres millones y fue elegido Presidente por el Colegio Electoral?”
“Estás equivocado –dijo Joe White–. Trump ganó también el voto popular pero los datos fueron falseados porque hubo tres millones de inmigrantes ilegales que votaron por Hillary Clinton.” Este supuesto fraude electoral, repetido durante meses por el trumpismo luego de la elección de 2016, fue una de las primeras desinformaciones conspirativas que el Partido Republicano hizo circular después de la elección de noviembre.
Sin embargo, es difícil aceptar que Joe White creía realmente que hubo 3 millones de inmigrantes indocumentados que votaron por Hillary. La sonrisa pícara que asomaba en su cara al momento de afirmarlo sugería una chicana. No había enojo, asco o indignación en su afirmación. Por el contrario, la sorna con la que emitía el comentario daba cuenta de que tanto él como yo sabíamos que lo que estaba diciendo era falso. Joe White no era alguien que aceptaba sin más el mensaje de Trump, sino un militante republicano que entendía el sentido político de repetir esta mentira. El objetivo del comentario no era comunicar un enunciado al que consideraba verdadero, sino producir una reacción en su oponente (en este caso yo mismo) repitiendo algo que él sabia que era falso. En otras palabras, mentir sobre la votación era una forma de ponerse la remera del partido. La conspiración era el boleto de entrada, equivalente para Joe White a calzarse la boina blanca cuando uno es radical o cantar la Marchita cuando uno es peronista. La creencia en la conspiración no era un acto de afirmación cognitiva sino una muestra de identificación política.
La Ciencia Política identifica la diferencia entre crédulos y cínicos. El número de crédulos (quienes creen en los grandes consensos sociales) baja con el nivel educativo, en tanto que el número de cínicos aumenta con el nivel educativo. Los encuestados republicanos que creen que la Tierra es plana disminuye con el nivel educativo de los encuestados: a más educación, menos terraplanismo (la conspiración de los crédulos). En cambio, quienes creen en el fraude electoral contra Trump aumentan con el nivel educativo de los encuestados (la conspiración de los cínicos). Por supuesto que existen votantes republicanos que realmente piensan que hubo fraude electoral. Pero la mayoría de los votantes republicanos que defiende esta idea la pone en cuestión cuando la pregunta surge en contextos menos partidistas, es decir cuando el tema deja de ser un recurso de identificación política.
La conclusión es entonces que la creencia sincera en las teorías conspirativas disminuye conforme nos acercamos a la información (cuanto más científicos en nuestra red social, menos creemos que la Tierra es plana). En cambio, la creencia cínica en las teorías conspirativas aumenta con la proximidad a la información (cuanto más cerca de la política, más digo que hubo fraude). Dado que la probabilidad de que exista un físico en nuestra red de confianza aumenta con la educación, la edad y el ingreso, el conspirativismo cognitivo disminuye en proporción inversa a nuestro estatus social.
El conspirativismo cínico, por otro lado, es una muestra de identidad, por lo general política. Tiene como disparador la proximidad a un discurso que amenaza el estatus de nuestro grupo o nuestra identidad política. La creencia de que no hubo un atentado contra Cristina Fernández de Kirchner, por ejemplo, disminuye con la distancia identitaria a Cambiemos. Al igual que en el caso de Joe White, la existencia de 3 millones de votantes ilegales es anunciada con placer, y no con asco o enojo.
¿Por qué amplificamos cosas falsas?
En los últimos dos años, el trumpismo ha seguido penetrando las estructuras del viejo Partido Republicano, preparando su retorno en el 2024. La herencia política de las denuncias de 2016 (Stop the steal) no es un conjunto de votantes enojados y convencidos de un supuesto fraude sino, lo que resulta más importante, un conjunto de reformas en diversos estados que garantizan delegaciones favorables a Trump en el Colegio Electoral. Aun si los demócratas obtienen la mayoría de los votos en la mayoría de los estados, la probabilidad de que el próximo Presidente sea demócrata ha bajado considerablemente. En este sentido, las reformas en Georgia, Pensilvania, Florida, Virginia, Carolina del Norte y Arizona son un dique de contención que utiliza estratégicamente –cínicamente– el discurso de un presunto fraude para facilitar la elección de Trump en el 2024.
La distinción entre crédulos y cínicos pone en tela de juicio la idea de que las campañas de desinformación son propagadas por votantes porque “creen” en datos falsos. Como señalamos al comienzo de esta nota, Philip Fernbach y Steven Sloman preguntan “¿Por qué creemos cosas que son obviamente falsas?”. Pero sucede que creer y amplificar no son lo mismo. No necesariamente creemos las conspiraciones que amplificamos. En algunos casos, esto se debe a cinismo político.
En otros casos, la desinformación es un método de acumulación política. El problema de por qué creemos cosas que son “obviamente” falsas no es políticamente relevante cuando pensamos en los medios de comunicación, usinas o centros de difusión que generan grandes cantidades de desinformación como estrategia política. El trabajador de la política que participa de una operación de desinformación no cree en la información que está siendo publicada, pero tampoco necesariamente goza con la chicana política, como Joe White. La amplificación de teorías conspirativas es, en este caso, simplemente un trabajo.
Por Ernesto Calvo