La organización del pesimismo

Historia 05 de octubre de 2022
Cooke-y-Peron

El valor documental de la Correspondencia Perón-Cooke es bien conocido. En buena parte es gracias a ella que generaciones de militantes entraron en contacto con esa escritura de lo concreto en la historia característica del primer delegado de Juan Domingo Perón, conspirador e ideólogo del peronismo revolucionario. Las cartas fueron y vinieron durante una década clave, entre 1956 y 1966, y en ellas se tocan todos los temas de la época, que John William Cooke encara desde una teoría enteramente laica y racional del entusiasmo popular como índice de recomposición política, luego de la debacle del ’55.

Durante los primeros años, las cartas de Perón a “mi querido compañero y amigo” son amargas, agradecidas, encendidas. Desde el exilio, concluye: “Mis camaradas son ustedes”. Ya no confía en los militares, que lo han traicionado en junio (bombardeo a Plaza de Mayo) y en septiembre (golpe militar-eclesial encabezado por Eduardo Lonardi), ni en los políticos peronistas que lo han abandonado. Sólo cuenta con “hombres como usted”, es decir, “jóvenes” que han demostrado contar con “suficiente óleo de Samuel” y comparten la decisión de dirigir una revolución social en base a la resistencia civil contra el bloque gorila en el poder. En una carta desde Caracas del 2 de noviembre de 1956, Perón escribe: “Por la presente autorizo al compañero Dr. John W. Cooke, actualmente preso por cumplir con su deber peronista, para que asuma mi representación en todo acto o acción política. En ese concepto su decisión será mi decisión y su palabra la mía”. Y agregaba: “En caso de mi fallecimiento, delego en el Dr. John W. Cooke el mando del Movimiento”.

 
 
Los informes de Cooke a “mi querido Jefe” son abarcativos y precisos. Van del esclarecimiento ideológico del destino revolucionario que imaginaba para un peronismo enteramente reconstruido sobre su base obrera (lo que Alejandro Horowicz llama el “segundo peronismo”), hasta el detalle de los giros tácticos de la coyuntura. Y siempre con sugerencias sobre las posiciones a adoptar ante cada problema que se plantea: no apoyar cuartelazos militares, sino levantamientos de masas; no aflojar el boicot y la resistencia dura ante cada insinuación de una salida electoral (no permitir una salida política a la dictadura); no reconocer la autoridad del neo-peronismo ni del peronismo sin Perón (hacer de Perón el mito inflexible de la revolución en curso); no dejar que se fortalezca el sindicalismo participacionista frente al combativo; y enfrentar los discursos que alinean al peronismo en la geopolítica del bloque occidental y cristiano, funcional a la óptica imperialista. La línea de Cooke –la línea que Cooke propone a Perón– es la del partido de la insurrección.

Después de la firma del pacto Perón-Frondizi (del que también participan Cooke y Rogelio Frigerio), la línea intransigente comienza a perder poder dentro de la visión estratégica del General, que incluye la táctica electoral entre sus previsiones. En carta a “mi querido Jefe” del 5 de febrero de 1959, escribe que “el Partido Justicialista puede ser el camino para que la corrupción penetre en el peronismo”. Cooke comenzaba así su larga reflexión sobre la burocracia política, un fenómeno de corrupción que consistía en la abjuración de la fuerza combativa del movimiento nacional popular en nombre de la conciliación de clases: “Esa masa, numéricamente tan numerosa, de nada sirve si no se la instrumenta para luchar”.

El problema de la burocracia política –que Rodolfo Walsh trasladará luego a la sindical– era, para Cooke, el de la renuncia a la revolución por la vía de la integración del peronismo al sistema como “una parte del engranaje de la oligarquía”. A la burocracia le reprochaba un déficit de historicidad, una mentalidad congelada, fijada en la reconstrucción del bloque político del ’45: Ejército-Pueblo-Iglesia. Como si el precario equilibrio coyuntural que permitió aquel avance democrático-popular no se hubiera hecho trizas una década después, cuando la acción del Ejército y de la Iglesia católica se alineó sin matices con los intereses de la oligarquía y el imperialismo. El ’55 marca el fin de la revolución democrático-burguesa y el comienzo de una nueva tarea histórica: la constitución de un movimiento de liberación, que ya no puede descansar sino en la clase trabajadora. Durante años, Cooke hace todos los esfuerzos imaginables por enfrentar al ala blanda del peronismo, simulando que el General no la alimenta a su manera. Hasta que Perón, afincado en Madrid, rechaza la invitación cursada por Fidel Castro y alentada por dirigentes peronistas combativos, como Amado Olmos, de residir en La Habana. En una carta de 1966, enviada por Cooke desde la isla, escribe a “mi querido General” (ya no mi querido Jefe) en los siguientes términos: “Mi argumento, desgraciadamente, no tiene efecto: Ud. procede en forma muy diferente a lo que yo preconizo, y a veces en forma totalmente antitética”.

Horacio González ha escrito todo lo que se podía escribir sobre la Correspondencia. En su ya mítico artículo “La revolución en tinta limón” (Revista Unidos, N° 11/12, octubre de 1986) señala las astucias del Perón conductor, que pretende enseñar a Cooke a actuar como “Padre eterno”, Papa que los bendice a todos según lo que cada cual pretende escuchar (“conviene acordarse que este es un juego de vivos y que en esa clase de juegos gana sólo el que consigue pasar por zonzo sin serlo”), sobre las refinadas respuestas de un Cooke que habla de Trotsky y de la Revolución Cubana como delimitadora de la coyuntura americana empleando un marxismo sutil, apto para captar los desajustes entre los nombres y las fuerza sociales transformadoras: “En la Argentina los comunistas somos nosotros, los peronistas”. González vuelve muchas veces sobre la relación Perón-Cooke. En su libro Perón, reflejos de una vida, se detiene en la carta en la que Perón le propone al “Bebe” –como llamaban a Cooke sus amigos– que se calce el traje de Napoléon, pero Cooke actuaba como un “Lenin trágico”, “intelectual de exilios” que “vive desestatizado”, clandestino, apegado a un destino agonal. Cooke aceptaba en sus cartas a Perón como mito popular, propiciador de la movilización, pero rechaza su teoría de la conducción, del jefe director de tropas desde lo alto de la colina.

Su comprensión del peronismo como “hecho maldito del país burgués” suponía una sofisticada dialéctica de la “ocasión”, en la que las clases sociales negadas en su dignidad, que sabían desestabilizar al sistema pero ignoraban como superarlo, debían ser activadas por medio de la preparación de una acción insurreccional. La política revolucionaria de Cooke procuraba dotar a este “gigante invertebrado y miope” de los medios indispensables para forzar el pasaje de la resistencia a la toma del poder. Cooke era un izquierdista y un peronista (no un izquierdista “entrista” en el peronismo), un utopista que miraba desde el “lado áspero de la historia”, un escritor que captaba la “totalidad en trance” y un activista que rechazaba toda teoría del liderazgo que sustituyera la dinámica efectiva de la luchas de clases como determinante último del sentido de la historia.

En su libro Herejes –uno de los mejores ensayos que se hayan escrito sobre Cooke–, Miguel Mazzeo afirma que en aquel peronismo coexistían dos experiencias, una “plebeya, resistente, impermeable a los mitos de Occidente y al patriarcado bondadoso” y otra “que por momentos rozó la soberanía popular con una ilusión de poder (bastante eficaz)”. Dos almas: plebeyismo y estatalismo. O también: resistencia e integración (al decir del gran historiador Daniel James). La disposición dialéctica de Cooke apuntaba a enfatizar la preeminencia de la primera sobre la segunda: no se puede ser de izquierda y antiperonista, pero tampoco se puede ser de izquierda siendo peronista de derecha. En otras palabras, se trataba de leer las lucha de clases dos veces: como oposición peronismo y antiperonismo, pero también como oposición entre alma plebeya y alma estatalista (populista) en el peronismo. En carta a Perón, Cooke ilustraba la coexistencia de estas almas –el policlasismo del movimiento– con la historia de los marineros que se negaban a subir a su barco por falta de ratas. “¿Y para qué necesitan ustedes ratas?”, preguntó el capitán. A lo que los primeros respondieron, con sabiduría válida para la política: “Si no hay ratas, ¿cómo sabremos cuándo está por naufragar el barco?”

Más allá de la gracia de su lenguaje despojado de acartonamientos y dogmatismos, e incluso del coraje y la maestría con que introducía en la lengua del peronismo resistente las enseñanzas de Castro y el Che Guevara (cuestión que León Rozitchner puso en discusión en su texto “La izquierda sin sujeto”), lo que sobrevive de Cooke es lo que podríamos llamar un entusiasmo racional (no uno religioso, ni uno de tipo autoayuda), fundado en el contacto con los problemas materiales y reales de su tiempo:  “Lo que querría destacar ahora –escribe a Perón– es que si la Revolución Cubana despierta entusiasmo y el apoyo directo de los pueblos es porque ahora es posible hacer lo que antes no era posible”. Fidel Castro piensa en la experiencia peronista aprendiendo de sus aciertos y errores, y muchas de sus medidas más radicales, como la destrucción del Ejército cubano, son un ejemplo del aprovechamiento de la experiencia de nuestros países: “Si los pueblos se entusiasman con la Revolución Cubana es porque ella ha demostrado que el imperialismo no es invencible, que los ejércitos profesionales pueden ser derrotados y que la profundización del proceso revolucionario despierta la reacción de los monopolios y sus maquinarias, pero también las energías para defender lo conquistado por el pueblo”.

La lección del entusiasmo como fuerza material de la política transformadora tiene sus antecedentes ilustrados: Maquiavelo sostenía que sólo el entusiasmo sabe obrar de apoyo para los gobiernos populares y Kant escribió, a propósito de la Revolución Francesa, sobre el “entusiasmo” como signo mayor de una disposición moral de la humanidad hacia la libertad. El entusiasmo para Cooke era el modo en que los pueblos en lucha identificaban los caminos viables para la acción. La secuencia latinoamericana que traza en la correspondencia crea un continuo que va de la Revolución Mexicana, al peronismo previo al ’55 y de allí a la Revolución Cubana.

Cooke falleció un 19 de septiembre de 1968, con 49 años: hace exactamente 54 años. Según cuenta Miguel Mazzeo en su biografía sobre Alicia Eguren (Alicia en el país, de reciente aparición), la Correspondencia fue publicada por esta poeta y destacada militante, pareja amorosa y compañera política de Cooke, unos pocos años después de su fallecimiento, sin consultar con Perón. Con este gesto de rebeldía publicitaria nacía la autoconciencia documental de la izquierda peronista. No se puede decir, sin embargo, que estos textos gocen de actualidad en un sentido estricto. Su acción corresponde con un tipo de lucha de clases –tanto a nivel nacional como regional– de la que no brotan claves espontáneas útiles para nuestro tiempo. Ya no es nuestro el contexto de la Guerra Fría, ni aquel continente conmovido por la revolución de los barbudos, ni aquel peronismo al que le atribuía una tendencia emancipadora. Una catástrofe cognitiva nos separa de aquel mundo.

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Luego del terrorismo de Estado, el peronismo menemista se ocupó de invertir al cookismo: “Los neoliberales en la Argentina somos nosotros, los peronistas”. Algo de esa astucia reaccionaria flota en la mente de los banqueros que repiten el mantra: “Sólo el peronismo puede aplicar el ajuste”. Y, sin embargo, Cooke no es un pasado ya muerto. Sus problemas se tocan de un modo decisivo con los nuestros: hay en su no aceptación del cinismo populista y del tacticismo acomodaticio un rechazo vitalista de toda política del desánimo. Es esa no aceptación lo que lo llevó a exponer su propio método de apego a lo real vivo y contradictorio como única fuente del sentido siempre esquivo. De ahí su humor y –lo que es lo mismo– su extrema lucidez para romper el cerrojo de la general impotencia. El gran activista-escritor, el protagonista de la fuga de la cárcel de Río Gallegos, el dirigente de la huelga del Lisandro de la Torre, el miliciano N° 1.331 del Batallón 134 –que resistió armas en mano la invasión de la CIA en Bahía de los Cochinos–, el autor de Apuntes sobre el Che, afronta un nuevo y arduo desafío: dejarse leer en la clave benjaminiana, como estratega de la “organización del pesimismo”.

Por Diego Sztulwark

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