¿Qué democracia reconstruir?

Actualidad - Internacional 01 de octubre de 2022
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El golpe de 2016 es el hito del declive de la democracia brasileña. La amplia coalición de intereses que derrocó a Dilma Rousseff demostró, en ese momento, su falta de compromiso con el principio mínimo de la democracia liberal, el que determina que el voto popular es el único mecanismo legítimo para acceder al poder. En la presidencia, Michel Temer trabajó para un rápido desmantelamiento de los pactos incorporados en la Constitución de 1988, iniciando una fase de gobierno antipopular. En 2018, el veto militar, mediático y judicial a la candidatura de Lula (un “impeachment preventivo”, según la expresión del politólogo Renato Lessa) confirmó que la democracia electoral ya no estaba vigente en Brasil. Un tanto inesperada, la presidencia de Jair Bolsonaro coronó el proceso de desdemocratización, cercenando el ejercicio de los derechos, reprimiendo la oposición popular, invistiendo contra la separación de poderes y desconociendo el conjunto de garantías fundamentales aún vigentes en la letra de la ley.

Una alianza por la democracia 

Es importante recordar el golpe contra Dilma porque la fuerza destructiva del bolsonarismo ha lanzado la línea divisoria más lejos. Sobre todo a partir del inicio de la pandemia, cuando se hizo patente el comportamiento criminal del gobierno federal, y sectores de la burguesía y de la élite política entendieron que era necesario desprenderse del que, con menor o mayor reticencia, habían aceptado como un mal necesario para llevar a cabo la tarea de desmantelamiento del Estado y precarización de la fuerza de trabajo iniciada con el golpe de 2016. El camino encontrado fue adoptar el lenguaje de la “defensa de la democracia”, el terreno común en el que se podían congregar todos los opositores de Bolsonaro, golpistas y golpeados, todos juntos y mezclados. Dispuesto a reeditar su vieja estrategia de reducir su programa al mínimo para rodearse del mayor número posible de apoyos, el PT se adhirió al mismo discurso.

¿Qué “democracia” proyecta esta alianza? Como sabemos, el término “democracia” es discutido. Todos, incluso Bolsonaro, se golpean el pecho y se proclaman demócratas, pero cada uno le da al término un significado particular. Es como, en la izquierda, describir el acuerdo liberal como una “democracia formal”, en la que la igualdad política no va más allá de la letra de la ley y las decisiones públicas están sesgadas gracias a la fuerza abrumadora del capital. Sin embargo, el Brasil posterior al golpe ni siquiera alcanza esta descripción. Es mejor caracterizarla como una “democracia menos que formal”, ya que los resultados de las elecciones populares pueden ser anulados por la voluntad de los grupos dominantes y los derechos y garantías políticas están vigentes o no según quién se beneficie o sufra.

Aunque derrotar a Bolsonaro es una prioridad absoluta, para detener la destrucción del país actualmente en curso, no es suficiente para garantizar la redemocratización efectiva del país; al menos no desde el punto de vista de una democracia que, aunque restringida por la coexistencia con la economía capitalista, garantice la posibilidad de que los dominados sean escuchados en los espacios de decisión. Fue esta posibilidad la que guio el proceso histórico de construcción de los regímenes que hoy se aceptan como democráticos, mediante la presión de la clase obrera y sus aliados. A la inversa, uno de los principales motores de la crisis de la democracia liberal, tanto en Brasil como en todo el mundo, es la voluntad de la clase dominante de aumentar las brechas que generan la igualdad política y el proceso electoral, ampliando la tasa de explotación.

La permanencia de Bolsonaro en el poder, a través de una improbable victoria electoral o de un igualmente improbable golpe de Estado, representaría el entierro definitivo de la experiencia democrática de la Nova República. Como se ha demostrado en otros países, el segundo mandato de un gobernante autoritario elegido por el voto popular se interpreta como una carta blanca que la sociedad da para el fortalecimiento del régimen. Cabría esperar un aparato estatal aún mayor, una profundización de la distorsión de las instituciones, una ampliación de las políticas de concentración de la renta y de precarización de la clase trabajadora y, como instrumento necesario para todo ello, una escalada de la represión.

¿Democracia o semidemocracia?

Pero Bolsonaro podría, aun derrotado, prestar un último servicio a quienes contribuyeron a su llegada al poder y, a regañadientes, pasar a la oposición en nombre de la democracia. Al agravar tan drásticamente la crisis brasileña, en sus múltiples facetas, cumple el papel de la proverbial “cabra en la habitación”. Parece que, una vez retirada la cabra, todo irá bien. Pero lo que queda es el escenario de restricción de derechos, desmantelamiento del Estado y desnacionalización de la economía, es decir, el proyecto del golpe de 2016, con concesiones laterales. Se trata tanto de cambios en la Constitución y en las leyes ordinarias como de medidas destinadas a frenar la posibilidad de futuras transformaciones en ejes centrales de la acción gubernamental, como la “autonomía” del Banco Central. Es, de manera más general, la incorporación por parte de los políticos del campo popular, de la idea de que los límites están fijados y de que no tiene sentido luchar contra esta realidad.

El regreso del centro-izquierda al gobierno representaría, en definitiva, la normalización de los retrocesos. El eventual tercer mandato de Lula se daría en un escenario de aún menos espacio para la adopción de medidas compensatorias en favor de los más pobres –tal vez sería un éxito, pero sólo en relación a la situación degradada que heredó–. En definitiva, se trata del camino de otra forma de desdemocratización, menos espectacular que el avance de la nueva extrema derecha, pero quizá más eficaz: una en la que, aunque las instituciones de la democracia representativa liberal parecen intactas, la posibilidad de que los grupos dominados tengan en cuenta sus intereses en los procesos de toma de decisiones políticas disminuye enormemente.

Se configura una democracia en la que se bloquea de antemano cualquier posibilidad de confrontación más radical de las desigualdades sociales o de transformación efectiva de las estructuras de dominación. Estamos, una vez más, ante el eterno dilema de Brasil, en el que la desigualdad ha sido siempre, históricamente, el límite de la democracia. Cada vez que el electorado empieza a comprender que, incluso con un poder limitado, el voto puede garantizar la elección de gobernantes que respondan, de alguna manera, a sus necesidades, surgen movimientos para impedir que la manifestación de la voluntad popular sea efectiva. Es decir, parece que, para tener una democracia estable, tenemos que aceptar nuestro altísimo nivel de desigualdad social sin más cuestionamientos. Pero esta limitación perjudica el significado de la democracia, incluso si la entendemos de forma poco exigente: el dilema no es entre democracia e inestabilidad, sino entre democracia y semidemocracia.

Es necesario que la esperada victoria electoral de octubre no suponga un estrechamiento de los horizontes de la lucha popular, sino la reconstrucción de un entorno político e institucional más favorable para que se produzca. Sin esto, la democracia no será más que una fachada.

Por Luis Felipe Miguel * Profesor titular de la Universidad de Brasilia

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