El narcisismo del consumidor llegó hasta el sexo: el otro es un juguete

Actualidad 20 de septiembre de 2022
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¿Cuándo fue que comenzamos a creer que éramos libres? ¿En qué momento nos sedujo la fantasía de que la nuestra es una época de libertad sexual?

“La sexualidad ya no puede considerarse el inconsciente de la cultura de consumo sino que, a la inversa, la cultura de consumo ha devenido la pulsión inconsciente que estructura la sexualidad”, dice Eva Illouz en su ensayo El fin del amor.

 
La frase parece compleja pero su contenido es bastante simple y puede mostrarse a partir de una serie de preguntas: ¿no vivimos en sociedades en que el sexo perdió sus rituales y está a la carta en aplicaciones virtuales? El llamado “sexo ocasional”, ¿no se convirtió en una experiencia que cada vez más personas viven de manera decepcionante, porque no compromete con nada más que un placer momentáneo sin contacto con la intimidad el otro?

El otro, sí, el otro hoy pierde su estatuto de semejante o par, para adquirir la condición de juguete sexual –¿no es esto darle el valor de un instrumento para la propia satisfacción? El narcisismo del consumidor encontró su lugar en la que hasta hace un tiempo, junto con la religiosa, era la experiencia que requería una transformación personal: el erotismo.

En el siglo XXI, el sexo es para “pasarla bien”, para estimularnos recíprocamente, para que los especialistas nos digan cuál es una sexualidad correcta, de qué manera tocar a nuestro compañero/a, cuántas veces es preciso hacerlo por semana, etc., porque ¿no es el sexo la parte más importante de nuestra identidad? Sí, pero ¿desde cuándo? Esta es la pregunta que se hace otra socióloga, Véronique Mottier en su libro Sexuality: “¿Cómo hemos llegado a creer que el sexo es tan importante para determinar quiénes somos?”.

En todos lados se promociona la plenitud sexual, se reivindica el orgasmo, tanto como se le pregunta a las celebrities por su vida en la cama, en la medida en que hablar de sexo es lo que legitima la voz pública. ¿Por qué se perdió el pudor? Alguien dirá que derribamos los tabúes que nos oprimían y ahora somos más libres, ¿en serio? ¿No habría que destacar que el sexo hoy es un consumo más de la vida saludable (según el célebre paradigma de la “higiene sexual”)? Usted lector, ¿nunca leyó uno de sus artículos que dicen cuántas calorías se queman en un coito promedio? Sin duda hay que vivir en una sociedad muy deserotizada para que los motivos porque la gente se acueste estén en el ámbito de la salud.

Si los temas de sexualidad no nos producen la menor vergüenza no es porque estamos liberados de un yugo, porque salimos de una caverna y nos animamos a mirar el sol de frente, sino porque ya no hay nada sagrado en el sexo; es una práctica entre otras, que requiere sus destrezas y aprendizajes. En este siglo, es preciso entrenarse para ser un buen runner entre las sábanas. Aunque las personas corren cada vez más kilómetros y las ocasiones de meterse en una cama durante un par de horas, o una noche entera, son cada vez menores.
En efecto, el sexo requiere tiempo; pero ¿quién tiene tiempo hoy? Hace poco leía un artículo en el que propietarios de hoteles alojamiento manifestaban su preocupación ante el hecho de que los “pernoctes” hubieran disminuido (incluso un hotel invirtió en el rubro gastronómico y comenzó a vender milanesas para atraer clientes). La nuestra es la sociedad del sexo exprés, el que no se retrasa demasiado antes de seguir haciendo todo lo que hay que hacer; el sexo que no se demora en caricias y arrumacos, porque quizá le teme a la ternura, ¿será por esto que diferentes especialistas, en este tiempo, enfatizan la importancia del “placer preliminar”; ¿no es increíble que nos tengan que recordar esto? Aunque lo llamativo es que cuando hablan de este tema, subrayan el sexo oral…pero poco y nada se escribe sobre ese motor de cercanía y creación de intimidad que es el beso. El ser humano es el animal que besa, esto es algo que nunca deberíamos olvidar.

La genitalización extrema de la sexualidad en nuestro siglo reprimió la ternura y puso el modelo de la relación sexual en la pornografía –otro de los consumos que, según Eva Illouz, hizo que el sexo hoy se parezca más a dos personas masturbándose recíprocamente que al encuentro propiamente dicho de dos cuerpos, de un cuerpo que nace en el encuentro con otro cuerpo, porque puede llegar a extrañar a ese otro cuerpo, porque sin ese cuerpo (del otro), el propio se vuelve apenas una máquina que descarga tensiones, que padece el sexo como una “necesidad fisiológica”.

Hace poco una amiga, decepcionada después de una cita, me cuenta que pensó: “Si nos acostamos y después no me va a llamar, ¿por qué no lo cobré?”. En el debate contemporáneo sobre el trabajo sexual, es interesante preguntarse por qué muchas mujeres se interesan tanto en tomar la voz de las prostitutas. Claramente puede ser un ejercicio de solidaridad, pero también pasa que leemos encendidos debates en que las prostitutas dicen que no se sienten representadas por quienes teorizan eruditamente sobre su condición. Es un tema que me resulta ajeno, así que no puedo decir mucho, pero sí diría que estoy seguro de que las trabajadoras sexuales no tienen fantasías de prostitución.

Entonces, en nuestra sociedad hipersexualizada –pero profundamente deserotizada– lo que pareciera estar en crisis es el amor. Por eso regresaré al libro de Eva Illouz y propondré un comentario de algunos de sus puntos. Sin embargo, antes déjenme que les cuente quién es esta mujer extraordinaria.

¿Quién es Eva Illouz?

Eva Illouz es la socióloga de las emociones más lúcida de nuestro tiempo. La presento por sus libros, porque de un/a autor/a habla mejor su obra que su fecha y lugar de nacimiento y otros detalles personales. Por un lado, en Intimidades congeladas encontramos la idea de “capitalismo emocional” para explicar cómo nuestras sociedades incentivan que el yo se vuelque en el mundo público, en desmedro de las interacciones formales, para actuar como si fueran intercambios emocionales; la contracara es que las relaciones amorosas cada vez más quedan tamizadas con modelos empresariales y económicos (así es que, por ejemplo, hoy se habla de “negociar” intereses, “gestionar” tiempo para la pareja, etc.).

Por otro lado, El consumo de la utopía romántica es un ensayo que permite ubicar cómo el modo en que vivimos el amor tiene poco de espontáneo, sino que responde a lo que hoy se llama “construcción social” a través de ciertas prácticas culturales concretas (como el cine o las novelas) que delimitan ideales de acuerdo con los cuales sentimos. Si bien el ensayo toma las transformaciones del amor romántico en el siglo XX, en Estados Unidos, las conclusiones se pueden generalizar y hacernos preguntar, por ejemplo, ¿por qué una cita promisoria es la que se acompaña de hacerle sentir al otro que es “elegido”, o bien que el encuentro supone un tipo de “renuncia” a otro plan?

En tercer lugar, el breve ensayo Erotismo de autoayuda, en el que se analiza el impacto que tuvo una novela como Cincuenta sombras de Greycon el fin de dar una explicación sobre las fantasías amorosas y las fuerzas emocionales que hicieron que un libro tan malo desde el punto de vista narrativo se consagrara como éxito de ventas.

Estos tres libros son los primeros que le aconsejaría al lector, para luego sí entrar en el que funciona como gran tratado que conversa con los anteriores y compendia muchos de sus resultados. Me refiero a Por qué duele el amor que es, desde mi punto de vista, uno de los mejores libros que se escribieron en los últimos años –porque no es tan técnico, es decir, no es para especialistas y, además, está fantásticamente escrito, con buenas dosis de referencias literarias y ejemplos cotidianos. Mejor lo diré al revés: querido lector, lea primero Por qué duele el amor y luego, dado que seguro querrá profundizar, vaya a los siguientes.

Dos aclaraciones más antes de ir al libro que elegí para esta reseña –el último publicado y de aparición reciente en Argentina. Eva Illouz escribió otros libros, pero aún no los leí, por eso recomiendo los que mencioné; de todos modos, creo que con estos puede tenerse una idea general del conjunto de la obra de esta socióloga espectacular, a través de un listado de ítems: emociones, incidencia de los discursos sobre el amor (desde los terapéuticos hasta los de consejería), feminismo crítico y perspectiva materialista, análisis del neo-capitalismo a partir de las vivencias culturales que propugna. Esta es la primera aclaración.

La segunda: ¿cómo resumir Por qué duele el amor? Ya que hice una breve síntesis de los otros, no podría faltar la de este. La haré con tres preguntas que sugieren motivos para que este libro sea leído: ¿por qué tenemos la costumbre de pensar que, si una relación no avanza, entonces, es un fracaso o algo hicimos mal? ¿Por qué buscamos razones para explicar las decepciones amorosas en nuestra vida infantil? ¿Por qué es tan difícil dejar de sentir culpa o abandono cuando el amor llega a su fin? Bueno, si con estas preguntas usted lector se sintió tentado, déjeme que le hable un poco de El fin del amor antes de ir corriendo a la librería.

El fin del amor

Hay distintos tópicos que podría seleccionar para presentar este libro. Voy a centrarme en tres: por un lado, diré –de acuerdo con la autora– que la nuestra es una época de elecciones negativas, es decir, elecciones basadas en decir que “no” y en no quedar implicados en un compromiso: “…la elección negativa, el rechazo, la evitación o el abandono de compromisos, de enredos y de relaciones en nombre de la libertad y la realización del yo”, dice Illouz.

¿No es común escuchar hoy en día que, en una primera salida, antes de cualquier acto o efecto del encuentro, se aclare: “No estoy buscando nada serio”? El compromiso hoy se vive como una limitación; como una restricción para la realización personal, pero ¿qué fantasía es la que se encuentra promovida en esta anticipación? El miedo a quedar devorado por el otro; por eso suele decirse que nos volvimos fóbicos, o que la histeria se generalizó. No se trata de esto, sino de una formulación de la disposición afectiva: cuando el otro me afecta, mejor me repliego, porque lo siento como invasivo o abusivo, porque su presencia me incomoda y no quiero deberle nada a nadie. El individualismo, antes que una maximización de la libertad, lo que produjo son seres atemorizados y atados a sus posibilidades, chances que no quisieran perder y de las cuales dependen –no sea cosa me esté perdiendo algo.

Por otro lado, el libro hace una descripción fabulosa de cómo el cortejo perdió su valor y ya no es garantía de nada. En siglos pasados, cortejar a otra persona imponía una serie de seguridades y certidumbres. Eso hacía que el encuentro amoroso se desenvolviese con cierta previsibilidad; por ejemplo, el varón tenía que ser claro respecto de sus intenciones y si una mujer aceptaba una galantería eso era señal de su consentimiento:

“En la mayoría de los cortejos decimonónicos, la declaración de amor no era el punto culminante, sino el hecho inicial de la interacción. La declaración de amor al comienzo del cortejo neutralizaba la incertidumbre emocional.”

Hoy vivimos en un tiempo en que ya nada de esto es claro, porque la finalidad del cortejo era el matrimonio y en los tiempos que corren la soltería cobró un lugar privilegiado. He aquí un cambio notable. Con una precisión pormenorizada, Illouz plantea que:

“El deseo del hombre soltero es anómico [de acuerdo con Durkheim, anti-social] porque socava la capacidad de ir tras un objeto con un propósito definido. […] Es un deseo que no puede conducir al matrimonio, porque es incapaz de crear las condiciones psíquicas necesarias para querer un solo objeto. Es un deseo que carece de un verdadero objeto y, en su carencia de objeto, es un deseo insaciable.”

Ahora bien, si en otro tiempo la soltería era un tipo de errancia y eventualmente de patología, hoy se volvió el modo más común de vida. La consecuencia es que, de la mano de la pérdida de ritos, aumenta la incertidumbre y la ambigüedad. Cualquier persona que quiere hoy tener una cita, tiene que convertirse en un experto de decodificación de signos. Un tipo de paranoia amorosa está a la orden del día, porque el deseo del otro se volvió equívoco, dado que sus propósitos nunca son explícitos. “El amor produce certidumbre cuando se organiza en formas sociales que permiten la plausible inserción del futuro dentro de la interacción”, dice Illouz. Ahora bien, ¿qué ocurre cuando –como desde hace unos años– no hay ningún acto que prescriba la próxima conducta a seguir? Así es que vivimos con una permanente sensación de vulnerabilidad y fragilidad; decimos que andamos “rotos” por la vida o necesitamos hacernos versiones malignas del otro para explicar nuestras relaciones que terminaron.

Por esta vía llegamos al tercer punto que quisiera subrayar: las separaciones. ¿Por qué nos cuesta tanto separarnos? ¿Por qué la mayoría de las personas se separa mal, es decir, de un modo en el que no puede apropiarse de nada de lo que vivió anteriormente? ¿Por qué para algunas personas es preciso pensar que el otro la/lo engañó, que fue víctima de una estafa, que incluso hay un término psicopatológico para dar cuenta del fin de una ilusión?

Esto es algo que vemos en las redes sociales, con la proliferación de perfiles que se ofrecen para diagnosticar a nuestras ex-parejas y proponen tips para salir adelante. ¿De dónde surge esta psicologización extrema de la vida amorosa? El corolario que se desprende de esta nueva construcción afectiva es una progresiva infantilización del individuo que apenas está preparado para atravesar una pérdida sin victimizarse.

Para concluir, quisiera hacer una reflexión general que sitúa lo que –para mí– es un tipo de desplazamiento inédito en nuestras sociedades. Me refiero a la creciente represión de la pareja conyugal a partir de la pareja parental. Si la década de los ‘90 fue la de las parejas que se ensamblaban –porque quienes se separaban lo hacían para volver a formar una familia–, hoy en día este fenómeno retrocede y da lugar a una nueva soltería, la de quienes se ofrecen como “separados con hijos”.

Este es el caso de quienes mantienen una perfecta relación con su ex (en términos de proyecto de crianza) y en un segundo nivel mantienen vínculos sexo-afectivos que progresan siempre que no los comprometan: no quiero que conozcas a mis amigos, a mis hijos, es más, nos vemos los días que no estoy con mis hijos. De este modo, puedo decir que el matrimonio es una institución del pasado –en cuanto a compromisos sexo-afectivos con un semejante–, pero uno de sus aspectos elementales continúa vigente: el aseguramiento de la descendencia, a partir de la consolidación de “sociedades de crianza”.

Para un próximo artículo reservo hacer una presentación general y esquemática de las transformaciones del matrimonio en los últimos doscientos años, pero como observación final de este comentario y recomendación del libro de Eva Illouz, quisiera decir que lejos estamos de un tiempo de disfrute y liberación sexual. Nuestros vínculos son cada día más inseguros y lo que conservamos de estructuras pretéritas nos vuelve menos osados e incapaces de sentir. El amor dejó de ser una experiencia de crecimiento personal, para recaer en la búsqueda más o menos desesperada de que el otro se quede. A veces para no mucho más que dejar de estar solos. El problema de las nuevas configuraciones vinculares, sobre todo las que surgen luego de haber tenido hijos, es que habilitan una instrumentación de las relaciones afectivas que, a veces, confirman el peor temor: ser usados y descartados.

Nota: infobae.com

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