El afecto y la irracionalidad. Cuando la realidad ya no tiene importancia

Actualidad - Nacional 17 de septiembre de 2022
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“Yo creí que él creyó que yo creía”                     Dante Alighieri, Divina comedia

Irracionalidad

Quien cree en el amor de Jesús y concurre a misa, ora por sus muertos, confía en San Cayetano, lee a San Agustíno, ama al prójimo como a sí mismo, no es irracional. Aquel que estudia el Talmud, sigue los principios de la Torá o se inspira en la gesta mosaica tampoco es irracional. En esas y otras tantas prácticas y costumbres convergen deseos y tradiciones, saberes, creencias y afectos. Está ese otro que se emociona con la voz de Gardel y luego afirma que “cada día canta mejor”, o aquel que evoca la frase “Volveré y seré millones” y, entonces, siente que forma parte de un legado colectivo. Ellos tampoco son irracionales.

Irracional, pues, no es la ausencia de un silogismo ni la de una validación científica. Irracional es la inconsistencia, la pérdida de coherencia cuando se quiebran los nexos que ligan dos o más enunciados y conductas. Irracional es quien denuncia la presunta violencia del otro diciéndole “te vamos a matar”.

En un mundo en el que se han destruido las condiciones de verdad, no solo prevalece la mentira, sino también la imposibilidad de confiar y la ausencia de toda lógica y coherencia. En los lazos humanos, entonces, termina aboliéndose también la cooperación, y no solo porque se entroniza el egoísmo, sino porque la perturbación de los nexos argumentativos se transmite por todas las venas de la intersubjetividad.

Asumamos, por un instante, que un sujeto descreyó del atentado contra CFK. De nuevo, cuando la Tierra se ha poblado de noticias falsas no será sencillo creer. Supongamos que un interlocutor le presenta buenas razones para dar crédito del hecho y, en consecuencia, de la gravedad de éste. Ahora, quien antes imaginaba una escena montada, responde que puede que sea cierto, pero que también es cierto que ella se lo buscó. También dirá que, sea cierto o falso el suceso, CFK lo usa para victimizarse. El interlocutor, con algo de angustia e indignación, le dirá que por más enojo que alguien provoque en otro, nunca debe atentarse contra su vida. Finalmente, quien primero descreyó y luego justificó, después de conjeturar que quizá fue un “loquito suelto”, en un intento de fatua ecuanimidad dirá que “ninguna violencia es buena”. Este diálogo, del que el autor de esta nota fue testigo, resulta desquiciante y no porque cada uno tenga ideas diferentes, y ni siquiera porque alguien crea lo que no es o descrea de lo que es, sino porque se ha perdido la racionalidad. En tal caso, ya todos los argumentos (ciertos, falsos y contradictorios) valen lo mismo. Que valgan lo mismo significa que no generan el displacer propio de una contradicción, que no permiten una conclusión y que la realidad ya no tiene importancia alguna.

CFK controla el poder judicial, aunque también lo quiere reformar y, a su vez, quiere sostener una batalla contra dicho poder porque cree que la somete. Todo junto, eso, no puede ser. O está planteando una confrontación interpoderes, o pretende modificarlo o lo controla. Esta triple “acusación” nos recuerda cuando en la Alemania nazi decían que los judíos eran capitalistas ricos que manejaban el poder económico mundial, y también que eran comunistas que querían destruir el capitalismo. 

Cuando discutimos la 125, la ley de medios o la interrupción voluntaria del embarazo, lo hicimos con vehemencia, con pasión, y quizá no faltó quien arrojara alguna frase ofensiva. Sin embargo, en todos esos casos los sectores sociales que expresaban una u otra corriente de ideas quedaban regulados por dos condiciones y su hostilidad quedaba entonces acotada: por un lado, había una discusión que circulaba entre representantes y representados; por otro lado, había en juego un debate sobre un objeto político. De hecho, la política, en tanto pensamiento/acción, puede ser entendida como la denegación de una violencia subyacente. Irracional, entonces, es sustraer el objeto político de la discusión política. Así sucede cuando una fuerza política solo ve en su adversario a un criminal y, más aún, cuando propone eliminarlo.

Desmentida y odio 

No es sencillo hallar los caminos y criterios para recuperar la racionalidad. Tampoco resulta fácil discernir cuáles son los desenlaces posibles en el sujeto que ha superpuesto argumentos sin advertir su incongruencia. Sin embargo, cierta experiencia nos ha mostrado que frecuentemente quien creyó una mentira, al descubrir la verdad no necesariamente se autorrectifica. Y del mismo modo, quien creyó por odio una mentira, al revelársele la verdad, no solo no cambia de opinión sino que tampoco disminuye su hostilidad. Aquí se podrán considerar razones de diversa índole, tales como la falta de honestidad intelectual o, incluso, lo difícil que es actualmente darle la razón a un adversario político. Sin embargo, también hay razones de economía psíquica. Quien desmiente la realidad también la odia y, por lo tanto, no es meramente un ingenuo. Tiene motivos profundos que anidan en su subjetividad. Este sujeto no dirá que se había equivocado, no podrá hacerlo, sino que se verá llevado a pedir nuevos “argumentos” que le permitan seguir desmintiendo la realidad. Por esa vía, entonces, es que el odio no podrá disminuir, sino que deberá incrementarse y, a su vez, se agolparán los argumentos sin importar la adecuación de estos entre sí y de estos con los hechos.

El voto emocional

Que el voto sea emocional no significa, necesariamente, que sea irracional. Tampoco supone que las motivaciones afectivas constituyan argumentos superficiales. En efecto, en las decisiones de los votantes se conjugan tradiciones de diverso tipo (familiares, barriales, etc.) con ligazones libidinales de la gama de la ternura y, en todo ese magma, se reúnen argumentos concientes y determinaciones inconcientes. El afecto, en el caso del amor, es en un todo compatible con argumentos consistentes que establecen un puente definido con un conjunto de realidades. En suma, sostener que el voto es emocional supone considerar el modo en que cada yo combina sus deseos, sus valores e ideales y sus proyectos de transformación de la realidad. Desde luego, todo ello incluye la hostilidad, en el marco de la localización de determinados adversarios y pugnas de intereses, lo cual conduce a alianzas y rivalidades de diverso tipo. Como se advierte, la función de la mencionada hostilidad se limita a la confrontación y nunca a la eliminación de aquel que piensa diferente.

No obstante, la emocionalidad del voto puede derivar hacia la irracionalidad, esto es, cuando el odio ya destruyó la lógica argumental y toda posibilidad de hallar un rasgo de afinidad con el otro diferente.

La banalización

En estrecha hermandad con la irracionalidad se encuentra la banalización. Ambas, pues, comparten ese peculiar rasgo por el cual un sujeto puede expresar ideas que no lo representan, es decir, frases que no contienen un sedimento genuino. Dejours sostuvo que antes de luchar contra la injusticia, es necesario combatir la banalización. Esto lo planteó hace casi 20 años y previó la catástrofe que significaba el neoliberalismo; anticipó y describió como nadie la tragedia humana que traía el neoliberalismo en sus entrañas. Detectó con enorme precisión la brutal injusticia que queda encriptada en la banalización.

Por vía de la banalización, el macrismo legitimó que el racismo pueda ser expresado públicamente sin, ni siquiera, el más mínimo pudor. Legitimó que el racismo se naturalice como si decir cualquier brutalidad fuera un ejercicio de la libertad de expresión.

Cuando CFK publicó su libro, Sinceramente, escuchamos injurias de toda laya (como ante cualquier cosa que ella diga o haga). Periodistas que criticaron el libro al mismo tiempo que reconocían no haberlo leído. Otros que, con igual nivel, dedujeron que no pudo haberlo escrito ella pues el largo de sus uñas le impediría el tipeo. Decir estas banalizaciones de manera constante no es ajeno al racismo legitimado.

Un amigo de Sabag Montiel afirmó que si la hubiera matado al menos habría menos impuestos. O bien, otro amigo aclaró que Sabag Montiel no tenía ideas políticas, sino que “simplemente odiaba a los judíos”. Fue más que llamativo que ninguno de los periodistas que estaba en el piso sancionara lo que estaba expresando, ni repreguntó, por ejemplo, por el adverbio “simplemente”. Las expresiones de odio siempre producen enorme daño, pero cuando se van naturalizando, el desenlace es una tragedia irreparable.

Afectos

Se discute la veracidad de lema “el amor vence al odio”. Diremos, entonces, que la frase no quiere decir que el bien siempre triunfa. Apenas significa que el amor, la tendencia a la unión, es el único recurso que puede darle batalla al odio, aunque no siempre lo venza. No se trata de una romantización simplista, sino del valor de promover identificaciones recíprocas en las que el afecto y el pensamiento contrarresten, siempre de manera insuficiente, a la irracionalidad.

 

Por Sebastián Plut * Doctor en Psicología y psicoanalista.

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