El alma perdida del radicalismo

Actualidad - Nacional 13 de septiembre de 2022
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En Argentina la censura es empresarial, no la ejerce el Estado. El empobrecimiento del debate público al que asistimos es la consecuencia de prácticas comerciales depredatorias, que así como privilegian e instalan ciertos discursos, excluyen y desinstalan otros, atentando contra la libertad de expresión y las libertades políticas que la democracia reclama para su ejercicio pleno.

Resulta inocuo, algo así como un efecto placebo, hablar de los “discursos de odio” en abstracto, o circunscribirse exclusivamente al campo de la moralidad, o de su penalización con tantos años de cárcel, sin advertir primero que los hechos se inscriben en una realidad concreta y verificable, la de un escenario de censura empresarial, que es la que debe ser democráticamente alterada o regulada para obtener resultados diferentes.

La censura empresarial (“managerial censorship”) existe en los hechos, aunque las empresas manden a callar a los que la señalan. Owen Fiss, profesor emérito de la Universidad de Yale, de visita a la Argentina en 2019, la describió en su origen: “Surge cuando los editores, publicistas, o dueños de un diario, televisión o estación de radio, respondiendo a la presión económica, más que al gobierno, no cubren temas de importancia pública de manera justa e imparcial y, entonces, fracasan en cumplir sus deberes democráticos”.

Según Fiss, aún si no hubiera monopolio comunicacional –cosa que en nuestro país sí existe, y mucho más desde que Mauricio Macri mutiló la Ley de Medios- y el mercado fuera competitivo en términos mercantiles, “obligados a maximizar sus beneficios, los diarios privados, la televisión y las estaciones de radio intentarán minimizar costos y maximizar ingresos. Y no hay ninguna garantía o incluso probabilidad de que la cobertura que aquellos determinantes económicos producirán coincide con lo que la democracia requiere”.

Donde dice “determinantes económicos” debe leerse corporaciones, pautas publicitarias y hasta patrones de acumulación y distribución de riqueza vigentes según el espacio político que gobierne. Un ejemplo concreto se da por estas horas. Durante años, el juicio por Vialidad no tuvo espacio en los medios, entre otras cosas, porque iban desfilando testigos que no convalidaban la acusación contra Cristina Fernández de Kirchner. Durante el alegato acusatorio del fiscal Diego Luciani, el silencio previo se transformó en una indignada cadena nacional durante horas y horas. Ahora, que están alegando las defensas, otra vez el juicio salió de la escena.

De este modo, las audiencias son arbitrariamente expuestas a la versión que atribuye a Cristina la culpabilidad, negándoles en la práctica los argumentos que sostienen su inocencia. Ese desequilibrio direccionado es censura empresarial. Se habilita un discurso y se deshabilita el otro. ¿Y por qué le harían esto a Cristina? Porque con Cristina el reparto de la renta nacional se daba en partes iguales entre trabajadores y empresarios, y con Macri los empresarios pasaron a llevarse un 10 por ciento más en perjuicio de sus empleados. Suena razonables que ciertos empresarios, quizá los más poderosos, pretendan inhabilitarla políticamente. Lograr una condena penal se traduce en un beneficio económico, material, cuantificable, aunque el precio sea la esterilización democrática.

Claro, parece una obviedad remarcarlo, pero no siempre –o casi nunca- la libertad irrestricta para hacer negocios es el mejor negocio para la democracia, aunque Fiss lo dice a su modo y reclama intervención estatal para corregir este desequilibrio: “Las fuerzas del mercado pueden ser templadas por el surgimiento de normas profesionales que enfaticen la misión democrática, frente a la empresarial, de la prensa (…) A veces necesitaremos al Estado, ya que sólo éste tiene los recursos y las capacidades necesarias para contrarrestar las fuerzas restrictivas del mercado. Y por ende, nos encontramos ante un giro extraño. En el contexto de la censura estatal, el Estado es enemigo de la libertad. No obstante, cuando nos enfrentamos a la censura empresarial, vemos al Estado como a un amigo de la libertad, tal como lo hacemos en el sistema de educación formal”.

En estos casos, el Estado debe tomar decisiones para impedir la censura. Pero ahí es cuando se lo acusa de excederse en sus atribuciones: “La mayor ironía es que todas las medidas son desafiadas como una violación a la libertad de expresión –afirma el catedrático de Yale-. Algunos de estos desafíos invocan el ideal de la autonomía editorial (…) Cuando, sin embargo, hay razón para creer que los empresarios de los medios, han fallado en cumplir apropiadamente con sus deberes democráticos, la decisión estatal de dejar de lado el juicio empresarial profundizaría, en vez de afectar, el propósito democrático del principio de la libertad de expresión. En lugar de limitar la capacidad ciudadana para la autodeterminación colectiva, la acción estatal la mejoraría”.

En realidad, esta columna no quería hablar de Fiss, ni de la censura empresarial, ni de Cristina, sino del alma extraviada del radicalismo. Fiss fue un buen amigo de Carlos Nino, un jurista excepcional, que fue convocado por Raúl Alfonsín para encabezar el Consejo para la Consolidación de la Democracia (COCODE), usina desde la cual pensar los cimientos políticos, jurídicos e institucionales que garantizaran 100 años de democracia por delante.

El COCODE fue creado en 1985, el mismo año en el que se condenó a los comandantes de la dictadura cívico-militar. Eran tiempos inciertos. Un presente plagado de amenazas y problemas. Nadie sabía muy bien cuánto iba a durar el gobierno. Pero Alfonsín estableció un orden juzgando a los militares e inventó un futuro posible para el país, sin sangre, con el COCODE y sus proyectos de ley, a la par que instalaba la Teoría de los dos demonios, paradójicamente.

La idea de una nueva ley de medios que sepultara a la de la dictadura, que finalmente consagró Cristina, salió del COCODE. Es hija de una épica radical, o al menos pariente, de un momento del radicalismo que la sociedad puede reconocer, aún con sus claroscuros, porque trajo esperanza, mucho de aire fresco y valentía en una instancia crucial del país. Una versión popular y frentista del radicalismo que con el paso de los años emigró con cierta naturalidad política al kirchnerismo.

Da nostalgia, y bastante desconcierto, asumir que el presidente del radicalismo actual es el jujeño Gerardo Morales, un gobernador que mantiene presos políticos en su provincia, que no quiso participar siquiera de una inofensiva misa en Luján para repudiar un intento de magnicidio contra la vicepresidenta elegida en un proceso democrático. El único radical presente fue un intendente, el de General Viamonte, Franco Flexas.

Y da bastante bronca ver que el macrismo terminó devorándose al radicalismo hasta convertirlo en un rejuntado oportunista, que sacrificó una épica tan enorme como la que encabezó Alfonsín, que decía: “Nosotros venimos a afirmar que no creemos esto de que la sociedad se haya derechizado. La sociedad estuvo confundida y está cada vez más clara, pero si se hubiera derechizado, lo que tiene que hacer la Unión Cívica Radical en todo caso, es prepararse para perder elecciones, pero nunca para hacerse conservadora”.

La democracia también necesita del radicalismo para hacerse fuerte. De un radicalismo que vuelva a mirarse en el Juicio a las Juntas, en Carlos Nino y en el COCODE, y menos en Macri, Magnetto, Patricia Bullrich, Milei y Fernando Iglesias.

Un radicalismo que recupere su alma, antes de que sea demasiado tarde. Eran la vida y la paz, no el odio.

por Roberto Caballero

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