Un resultado que no es el final

Actualidad - Internacional 06 de septiembre de 2022
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Nadie se baña dos veces en un mismo río y nadie amanece dos veces en el mismo país. La Convención Constituyente, elegida en un momento de efervescencia, pareció desconocer ese hecho al entregar un texto que quedó en offside temporal con la evolución de las preferencias ciudadanas en los casi tres años pasados desde el estallido de octubre de 2019. El texto se llevó un sonoro rechazo y será el presidente Gabriel Boric quien tenga que pagar esa cuenta.

Boric reaccionó con estoicismo y humildad, sin una pizca de condescendencia a un tsunami electoral que pone a prueba su gobierno y que es un test prematuro de un período presidencial que apenas comienza. En unas elecciones en las que votó el 85% de los habilitados a hacerlo, una cifra jamás antes alcanzada, y que tal vez nunca se repita, la ciudadanía rechazó una propuesta de texto constitucional de la que Boric no era enteramente responsable, en un plebiscito que fue también para muchos una nueva oportunidad de manifestar su descontento con el sistema político y del gobierno que encabeza el joven presidente. Boric vuelve a mostrarse a la altura y dispuesto a asumir costos políticos para construir liderazgo a largo plazo, como en noviembre de 2019, cuando se desmarcó de sus compañeros y puso su firma en el acuerdo que inició el proceso constituyente sin que le importaran la impugnación de los comunistas o las agresiones callejeras. Si ese día se hizo verosímil que este treintañero pudiera ser presidente, su reacción de ayer puede hacer verosímil que transite saludablemente el tiempo de mandato que le queda a pesar de esta derrota amarga y contundente.

Aunque esto se escribe a horas de que el Servicio Electoral de Chile entregara los resultados (en tiempos brevísimos y con transparencia inobjetable), es fácil adivinar que los estudios sociológicos del voto que vendrán revelarán que éste no sólo respondió a la disyuntiva de aprobar o rechazar el mencionado texto, sino que expresó preferencias sobre cuestiones que no estaban impresas en la papeleta: sobre el desempeño gubernamental, sobre la conducta de las élites partidarias en general, sobre la violencia política en el sur del país y sobre el deterioro de las consecuencias de la vida cotidiana desde del estallido político y social de octubre de 2019.

Lo que se vio al abrir las urnas del plebiscito fue la radiografía de un momento en el pensamiento colectivo: no es la primera vez que el total de quienes se expresan está tan cerca del total de votantes registrados, pero jamás ese número había estado tan cerca del total de la población chilena. Comparar las preferencias de los más de 13 millones de sufragantes del domingo 5 de septiembre de 2022 con los 7,5 millones del plebiscito de entrada, y los pocos más de 6 millones de la elección de convencionales constituyentes en 2021 nos puede poner en el terreno de las falacias. A todos los efectos prácticos, esos universos electorales no son sólo de diferente magnitud, sino que cabe verlos, en virtud de la transformación de la cantidad en calidad, como muy distintos.

De las elecciones del proceso constituyente de 2021, con la perspectiva que dan el tiempo y los sucesivos estudios de opinión pública, se puede decir que captaron el apogeo de un movimiento pendular. Se votó en el momento de demandas más radicales, un octubre de 2020 congelado por el largo aislamiento obligatorio de la pandemia, y en un momento de desconfianza en los partidos que las reglas de la elección de la convención tradujo en una multitud de representantes independientes que le pusieron a la asamblea su nota distintiva y, vemos hoy, signaron la aceptabilidad de sus propuestas.

Casi con candidez, uno de los convencionales constituyentes de más alto perfil, el dirigente del Frente Amplio Fernando Atria, lo expresó en términos brutales: la “crisis aguda” abierta en 2019 llevó a la convención “a un clima de revancha”. No son ya más, como hasta el día de la elección, los críticos de la campaña del Apruebo los que hacen el señalamiento que la asamblea no fue capaz de procesar, debido, en gran medida, a que los vilipendiados partidos políticos no tenían en su seno el número necesario para darle sentido estratégico a la redacción final del texto. Sin ánimo de hacerlos chivos expiatorios, muchos convencionales, en especial independientes, no encontraron razones para negociar los modos de inclusión de sus ideas en el texto, de manera de darle consistencia legal, y prefirieron que éstas quedaran listadas en alguno de sus 388 artículos. Una miríada de convencionales llegó con una bolsa de problemas únicos que hubo que acomodar de un modo que dejaba poco margen para la negociación. La activación del poder constituyente en Chile vino de la mano de algunos mandatos efímeros que resultaron muy difíciles de compatibilizar con una norma con pretensiones de relativa perennidad como una constitución.

Esta nota, escrita en la urgencia del resultado, está condenada a cometer injusticias en la evaluación de las cosas. Para matizar, no se puede dejar de decir que la Convención, aunque no haya podido concebir colectivamente un texto que fuera aceptable para millones de chilenos más que los que le dieron origen, fue un laboratorio de ideas e innovación política y legal destinado a rendir sus frutos más tarde. Ha transformado para siempre el paisaje conceptual de la discusión política en Chile. Ningún backlash momentáneo hará que se vuelvan a dejar de lado las cuestiones del lugar de las disidencias sexuales y de género, de la protección de los animales (con su correlativo rechazo universal de la crueldad) y la prioridad inmanente del cuidado del medio ambiente. Y aunque el listado exhaustivo de derechos que el texto rechazado incluía no aparezca completo en la futura constitución, la gramática de los derechos no desaparecerá de la retórica política del Chile que sigue.

Reacciones y futuro

Las reacciones al resultado del plebiscito han estado dentro de lo esperable: la derecha tradicional busca maximizar el costo político para el gobierno de coalición que encabeza Boric; la porción de centroizquierda que se opuso al texto pide un lugar en la mesa en la que se negociará una constitución que no será ni la que se descartó ayer, ni la muy remendada de 1980, y la ultraderecha reitera que esto (como todo) demuestra la decadencia en la que se encuentra Chile y se felicita de que la unidad territorial del país se haya salvado de la amenaza imaginaria de la plurinacionalidad.

Con todo, lo que ocurrió en 2019 y en 2021 fijó un piso al menos retórico: desde la izquierda comunista hasta la derecha tradicional, nadie da por concluida la experiencia reformista y todos dan por sentado que en algún tiempo –¿meses? – Chile tendrá de todos modos una nueva constitución. Tal piso se apoya en un proceso constituyente que es lícito decir que se inicia antes del plebiscito “de entrada”, que consagró la voluntad ciudadana de darse una nueva constitución, y que continúa, y no se cierra, con los resultados de ayer. Si miramos el tiempo largo, lo primero en lo que estamos obligados a reparar es en que Chile, a diferencia de otros países de América Latina, recupera la posibilidad de elegir democráticamente a sus gobernantes sin por ello recuperar la constitución (adoptada en 1925) que estaba vigente cuando las Fuerzas Armadas dieron el golpe de estado, en 1973. Tampoco (como sucedió en otros lugares de nuestra región) se pudo en Chile redactar una nueva constitución para encuadrar el proceso democrático reiniciado en 1990.

La democracia chilena heredó un corsé normativo que también incluyó las llamadas “leyes de amarre” que limitaban el espacio de política pública de los gobiernos electos por el pueblo: un ejemplo brutal fue la banca (originalmente vitalicia) que llegó a ocupar Augusto Pinochet, quien, además, había impuesto quedarse como jefe del Ejército durante los primeros años del gobierno del presidente Patricio Aylwin. Bajo éste, y bajo todos los gobiernos que lo sucederían hasta el presente, el Congreso reformó el texto impuesto por Pinochet y en cuya redacción descolló Jaime Guzmán, máximo exponente del componente civil del régimen dictatorial. Aflojar ese corsé ha sido una tarea trabajosa y permanente.

En este sentido Chile, aunque quiso y no pudo activar el poder constituyente bajo el segundo gobierno de Bachelet, y aunque no haya podido acordar un nuevo texto constitucional ahora, es un laboratorio de obligado activismo constitucional desde el fin de la dictadura, y no va a dejar de serlo ahora. En una conferencia en estos días de efervescencia en Santiago, la historiadora argentina Marcela Ternavasio destacaba que América Latina se encuentra en una época de renovación constitucional que cabe comparar a la que se vivió en toda América en los siglos XVIII y XIX. También señalaba cómo el texto que acaba de ser rechazado no se metía en la “sala de máquinas de la constitución”, en términos de Roberto Gargarella. Así, siguiendo siempre a la académica rosarina, no terminaba de atenuar el presidencialismo, no le daba potestades legislativas a las autonomías que consagraba, no instituía una justicia administrativa para los pueblos originarios.

El barajar y dar de nuevo al que obliga el rechazo va, sin dudas, a exiliar del debate que viene conceptos como el de “plurinacionalidad” y otros que tienen detrás defensores aguerridos y organizados. Sin embargo, una política inteligente, amplia y unitaria de los reformistas más convencidos puede, si se lo propone, llegar a introducir cambios sustantivos que el texto descartado menospreció. Dijo Gabriel Boric al reconocer el resultado que «el maximalismo y la violencia deben quedar definitivamente de lado» y que el plebiscito brindaba «una nueva oportunidad para encontrarnos y redactar un texto que logre interpretar una amplia mayoría ciudadana». Si se apoya en una retórica como esta, que no busca apoyos sonoros pero sectoriales, y continúa articulando un discurso que tome el núcleo de bien común, el presidente puede reconstruir la coalición que lo consagró en la segunda vuelta electoral de 2021 y aspirar junto a ella a una reforma constitucional que no traicione las más altas expectativas, ni el sacrificio de los que murieron o sufrieron mutilaciones en este sísmico lustro corto chileno.

Por Gabriel Puricelli * Coordinador del Programa de Política Internacional, Laboratorio de Políticas Públicas

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