¿Quién vive? El regreso de Lula

Actualidad - Internacional 30 de agosto de 2022
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Luiz Inácio Lula da Silva polariza las elecciones presidenciales brasileñas desde la segunda vuelta de 1989 y volverá a ser el personaje principal de los comicios de este año. Figura épica, vivió experiencias de miseria en su juventud, antes de convertirse en obrero metalúrgico. Luego se volvió una pieza clave de la clase trabajadora en la redemocratización de Brasil, por su participación sindical y en las huelgas de los 80, liderando la creación del Partido de los Trabajadores (PT) y de la Central Única de Trabajadores (CUT). En el transcurso de su gobierno, se transformó en una figura política de importancia global. ¿Cómo entender la situación política actual y su retorno al centro de la escena?

El punto de inflexión se sitúa en las protestas de 2013. Luego de una década de gobiernos petistas marcada por el ascenso social de decenas de millones de personas, la irrupción de las protestas abre un nuevo ciclo político. Para bien o para mal, marcó el fin de una etapa. Terminó la estabilidad y se agudizó el conflicto distributivo debido a la dificultad para profundizar (e incluso continuar) el proceso de disminución de las desigualdades sin tocar los intereses concretos de los sectores más privilegiados. La “magia” del lulismo –distribuir a los pobres sin sacarles a los ricos– encontró allí su límite. Los gobiernos de Lula habían involucrado una paradoja: moderación y ausencia de “reformas estructurales” y, al mismo tiempo, un fuerte giro simbólico y material a favor de los más necesitados. Durante aquellos años se produjo una expansión de las oportunidades de vida y de las perspectivas de lucha gracias a una serie de políticas sociales (el plan Bolsa Familia, cuotas raciales y sociales para beneficiar a los excluidos de la enseñanza superior, la expansión de la universidad pública y la universalización del acceso a la electricidad). Hubo también mejoras económicas (aumento del salario mínimo, créditos rurales y populares), culturales, novedosos mecanismos de participación y nuevos vínculos con el mundo: la política de no aceptar un lugar prefijado en el concierto global y el fomento de las relaciones Sur-Sur, el apoyo a la integración regional y el impulso de nuevas alianzas. Ese conjunto de políticas benefició –e inclusive transformó– al electorado petista hasta hoy, con el realineamiento electoral detrás de la figura de Lula y la conquista de los más pobres, sobre todo en el Nordeste, que antes temían y ahora permanecen leales al PT.

El auge del lulismo se da hacia fines del segundo gobierno de Lula. Dotado de una altísima popularidad, Lula elige a su sucesora, Dilma Rousseff, y asegura a Brasil como la sede de las Olimpíadas (Río de Janeiro 2016) y de la Copa del Mundo (Brasil 2014). Y es justamente en el contexto de esta especie de coronación cuando se ponen de manifiesto las fuertes fragilidades del proceso de cambio: una democracia de baja intensidad (violencia estatal y privada, participación limitada, represión a las manifestaciones), alianzas contradictorias y la vigencia del poder para nada democrático de las grandes empresas y los bancos.

El gobierno de Dilma Rousseff no tomó en serio las protestas de 2013. La crisis se agudizó y nos aproximamos al escenario siniestro de estos últimos años. No sorprende que los partidos tradicionales no hayan tomado en serio el descontento de sectores importantes de la sociedad, pero justamente el PT, situado a la izquierda del sistema político, debería haber interpretado las señales de las calles de forma más consciente, pues allí están sus orígenes. Al no lograr –o no querer– escuchar este mensaje, el PT bloqueó una renovación que era muy necesaria, tanto la suya propia como la de la democracia. El asesinato de la concejal carioca Marielle Franco en el marco de la intervención militar en Río de Janeiro durante el gobierno golpista de Michel Temer, el 14 de marzo de 2018, puede ser leído como un intento del sistema de cerrar aquello que se había abierto, al quitarle la vida a un símbolo de las nuevas subjetividades emergentes. Cinco años después del comienzo de las protestas es elegido un candidato que celebra la maquinaria de la muerte en un proceso lleno de ilegalidades, que incluyen el golpe contra Dilma de 2016 y la detención y proscripción de Lula.

Al no tratar de forma más contundente las heridas coloniales de Brasil (el genocidio de jóvenes negros, el etnocidio de los pueblos indígenas y las desigualdades sociales inmorales), esos pendientes que atraviesan a todas las generaciones desde el inicio de lo que llamamos Brasil se vuelven contra el proceso político-creativo que estaba en curso. Nunca ajustamos las cuentas con esos crímenes y las regiones más violentas de un país ya muy violento adquieren una importancia crucial que apuntan a una nacionalización de sus tragedias: la Bajada Fluminense y el Oeste de Río con sus milicias, el Pará y la Amazonia en llamas y el Mato Grosso del Sur y la matanza que nunca cesa. Este Estado, de menos de tres millones de habitantes, contaba con dos ministros al inicio del gobierno de Jair Bolsonaro, ambos asociados a posiciones anti-indígenas, componiendo una mezcla espantosa con la influencia miliciana y latifundista.

Si Brasil exhibe a lo largo de su historia un continuum de masacres contra pobres, negros e indígenas y otras comunidades, la novedad es que los protagonistas de esta guerra ininterrumpida contra colectivos disidentes llegaron (o mejor aun, volvieron) al Gobierno Federal. La agenda de muerte y de masacres es el eslabón (explícito) que une las distintas iniciativas del gobierno de Bolsonaro, en una lista larga: la cancelación de las políticas de solidaridad, la liberalización general del uso de agrotóxicos, el desmantelamiento de las políticas ambientales y el boom de la deforestación, la oposición a la demarcación de las tierras indígenas, la destrucción de las premiadas políticas de lucha contra el HIV, la ampliación de los permisos de posesión y portación de armas, el punitivismo, la política exterior subordinada y una gestión genocida de la pandemia.

Vuelve

Lula enfrentará en las elecciones de octubre al actual Presidente. A pesar de que las encuestas lo sitúan en un primer lugar, el partido está todavía abierto y la disputa puede ser ardua. Los sondeos siguen registrando un importante rechazo a todos los candidatos: el de Lula, aunque elevado, es uno de los más bajos. Luego de su exclusión en las últimas elecciones presidenciales y 580 días injustamente preso, el ex presidente vive un regreso estentóreo. ¿Qué propone? ¿Cuáles son sus horizontes?

En un plano general, un retorno a los buenos tiempos lulistas de salarios, empleos y expectativas en aumento. Pero, ¿es suficiente? Todavía no se sabe exactamente cuál será su programa de gobierno y algunas discusiones importantes (como la revocación o no de las contrarreformas del último período) permanecen en duda. ¿Es posible reeditar la receta, considerada exitosa, de la primera victoria de Lula en 2002, cuando se impuso con un programa de conciliación? El país se encuentra en condiciones peores que en aquel momento, una “tierra devastada” por la quita de derechos, el desempleo, la disminución del poder adquisitivo de los salarios, el hambre que afecta a 20 millones de personas, las muertes de la pandemia y la destrucción de las conquistas de las últimas décadas (sobre todo en educación y cultura). Las elecciones de este año se dan en un contexto extremadamente delicado, con un Presidente de extrema derecha que cuenta con el apoyo –minoritario pero decidido– de entre un sexto y un quinto de la población.

Tal vez el único actor (junto a su partido) que cumplió las reglas del juego rotas por la clase dominante al desplazar irregularmente a Dilma de la Presidencia, Lula busca ahora una recomposición. Una de las señales en este sentido es la elección (todavía no confirmada oficialmente) del ex gobernador de San Pablo, el conservador Geraldo Alckmin, como su vice. Lula intenta así un acercamiento a los sectores que se dicen democráticos, aunque apoyaron el golpe parlamentario-mediático-judicial contra Dilma, así como los sectores empresariales que apoyaron a Bolsonaro en 2018. La jugada de Lula se puede explicar por la importancia de una elección decisiva y por la necesidad de construir un frente (para la elección y para la futura gobernabilidad en el caso de resultar elegido) contra los ímpetus fascistas.

La estrategia cobra especial importancia si, como ya insinuó, Bolsonaro no reconoce una eventual derrota (incluso cuando ganó en 2018 habló de fraude) y se producen reacciones brutales o intentos golpistas. Aquí vale una reflexión sobre lo que sucedió el 6 de enero de 2021 en Washington, cuando Donald Trump incitó a sus partidarios a cuestionar los resultados e invadir el Capitolio. Aunque había prometido acompañarlos, se quedó en la Casa Blanca. Por ser ciudadanos blancos y por la falta de previsión (¿deliberada?) de las fuerzas policiales, un grupo, relativamente pequeño para semejante empresa, logró entrar al Congreso e intentó ajustar las cuentas con algunas legisladoras y el vicepresidente, bordeando una tragedia. Un poco más de un año después de estos acontecimientos, son pocos los dirigentes del Partido Republicano que condenan esa falta de respeto a las reglas básicas de la democracia representativa y de hecho no se puede excluir una vuelta de Trump a la Presidencia. ¿Un modelo para los Bolsonaro?

Una victoria de Lula sería también importante para interrumpir una espiral de desastre, el abismo cada vez más hondo en el cual el país se fue hundiendo. Pero las señales preliminares, como la designación de Alckmin, sin embargo, pueden atar (o hasta inviabilizar) los cambios, privándolos de la osadía necesaria, desde una agenda de emergencia para enfrentar la dura crisis social (con una atención inmediata a los pobres y desempleados) hasta una amplia política de reformas de las instituciones (policiales, judiciales, representativas, mediáticas) y verdaderas medidas de redistribución del ingreso y de la riqueza.

Entonces: ¿acuerdo institucional y/o movilización? Durante el gobierno de Bolsonaro se produjeron las mayores protestas en defensa de la educación de la historia del país. Después, durante la pandemia, hinchas de fútbol lanzaron a las calles el movimiento “Somos democracia”, se llevaron adelante una serie de masivos reclamos antirracistas, los repartidores y trabajadores de aplicaciones hicieron sus primeras huelgas, además de varios –y muy fuertes– actos de los pueblos indígenas.

Sin embargo, al contrario de lo que sucedía en los países vecinos, así como en otras partes del planeta, y a pesar de la superposición de crisis, las manifestaciones quedaron relativamente limitadas. ¿División de las izquierdas? ¿Trauma del 2013? ¿Primacía del juego institucional? ¿Incapacidad de movilizar? He ahí un punto clave para una verdadera democracia en Brasil. Una parte decisiva de la agenda de cambio depende de las calles. Por un lado, esto implica cuestiones muy importantes para los movimientos negro, indígena y transfeminista, ignoradas por la sociedad en general y por parte de la izquierda, como la guerra contra las drogas y contra (determinadas) personas en esa tradición nacional necropolítica. Por otro lado, la promoción de políticas de salud en amplio sentido, fortaleciendo el Sistema Único de Salud (SUS), revolucionando la protección sociolaboral y otras esferas como la agricultura familiar y campesina (productoras de buena parte de los alimentos consumidos en el país), la siempre pendiente reforma agraria y la construcción de un modelo de relaciones humanos-naturaleza no predatorias. Los biomas como riqueza y potencia colectiva. Eso se relaciona con la necesidad de prestar una atención especial a los que se ocupan de los otros, a la clase trabajadora, sobre la que descansa la producción y reproducción y que sostuvo la vida en este período extremadamente turbulento. Una infraestructura de las existencias más amplia que el nacional-desarrollismo que muchas veces parece ser la única propuesta de las izquierdas en el ámbito económico.

Esto podría articularse con las nuevas posibilidades macropolíticas del contexto latinoamericano, con posibles gobiernos más sensibles, dependiendo de los resultados de este año, desde México hasta Chile, pasando por Colombia y Bolivia. Las conquistas del ciclo anterior (el combate a las desigualdades sociales y étnico-raciales, la emergencia de nuevos sujetos colectivos y la tentativa de formar un bloque regional) fueron posibles gracias a los movimientos que las concibieron e impulsaron. América del Sur fue, en aquel comienzo de siglo, uno de los laboratorios políticos más fértiles del planeta, y su declive se explica por la imposibilidad de profundizar esos cambios. Una clave del progresismo sudamericano se percibe en el símbolo colectivo y en la conexión Belo Monte-Tipnis-Yasuní-Vaca Muerta: en esas cuatro decisiones políticas cruciales, los gobiernos progresistas desistieron de crear vías alternativas para continuar por el camino habitual. La construcción de la hidroeléctrica en Brasil, la apertura de una ruta en un parque nacional en Bolivia, el comienzo de la explotación de petróleo en una reserva en Ecuador y el desarrollo de los yacimientos no convencionales en Argentina convergen en rumbos monoculturales, llevando a una pérdida decisiva de las posibilidades de transformación. Frente a la devastación capitalista de las personas y de la naturaleza, ¿aprovecharemos estas nuevas oportunidades, honrando la creatividad política que estos tiempos exigen?

Por Jean Tible * Profesor de Ciencia Política en la Universidad de San Pablo. Autor de Marx Selvagem para El Diplo

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