Si el pueblo quiere, Cristina puede

Actualidad - Nacional 29 de agosto de 2022
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En “Anatomía de un instante”, Javier Cercas narra el momento preciso en el que la democracia española dejó de temerles a sus golpeadores. Fue el 23 de febrero de 1981, a las 18.23, cuando tres diputados desarmados enfrentaron de pie los disparos de los guardias civiles que irrumpieron en el Parlamento bajo las órdenes del teniente coronel Antonio Tejero, un sedicioso con arrebato de nostalgias por el franquismo. El resto de los congresistas se tiró al piso, en busca de refugio. Pero Adolfo Suárez, Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo demostraron un coraje fundante. El primero, un hombre de derechas. El segundo, un ex militar. El tercero, un comunista. El episodio se recuerda hoy como “El Tejerazo”, sepultura definitiva de la dictadura.

Quien pudiera tener el talento, la prosa magnética de Cercas para retratar lo sucedido el sábado 27 de agosto en las inmediaciones del domicilio particular de la actual vicepresidenta Cristina Kirchner, convertido en un nuevo Gaspar Campos peronista convocante de multitudes decididas a cumplir con el “cuiden a Cristina” que Néstor Kirchner pidió antes de partir. Quien pudiera con palabras recorrer la anatomía del instante en el que Horacio Rodríguez Larreta, entre las presiones de Mauricio Macri y el número de ciudadanos reunidos que tornaban ingobernable la calle, dio la orden de retirada a su policía violenta que acató con la cabeza gacha llevando sus carros hidrantes, sus vallas y sus gases a otra parte.

Ese preciso momento en el que naufragó la estrategia del miedo para disolver a la concurrencia que nunca paró de crecer en número y combatividad. “El Larretazo” no fue otra cosa que un intento por escenificar un perímetro carcelario a la vicepresidenta, que la presión popular derribó con el coraje que da el amor cuando es auténtico. El alcalde porteño quiso montar El Messidor, residencia que el genocida Jorge Rafael Videla convirtió en presidio bucólico de María Estela Martínez frente al lago Nahuel Huapi; y un mar de gente lo obligó a rogarle a Cristina Kirchner, la vicepresidenta en ejercicio, que hablara para tranquilizar a la gente, cediéndole el micrófono, el escenario y la calle, en un déja vu de otra escena parecida, con otro vicepresidente de protagonista, aquel “que te dije” que salía al balcón, según describió María Elena Walsh en su tema “El 45”.

Una enorme pena que ante “El Larretazo” los únicos dirigentes que se animaron a plantarse frente al autoritarismo y la violencia represiva hayan sido exclusivamente los peronistas o los radicales kirchneristas. Defender el Estado de Derecho necesita de más gente que esté dispuesta a denunciar los atropellos, sin discriminar por etiqueta partidaria. Durante “El Tejerazo”, tanto el miedo como el coraje fueron transversales. Suárez, Gutiérrez Mellado y Carrillo le estaban hablando a la Historia con su gesto valiente, piedra angular de la nueva España posfranquista, no perdieron el tiempo con los cronistas de TN y La Nación + para decir que la violenta era la mujer, simbólicamente presa de una decisión absurda, que miraba detrás del cortinado de su quinto piso sin poder dar crédito a lo que veían sus ojos.

Esos dirigentes querían dirigir a España hacia algún lugar mejor. Lo de aquí y ahora, quieren ser dirigidos por los dueños del poder y del dinero hacia una utopía dolorosa, cuando no siniestra: una Argentina sin peronismo. Y estos dirigentes se dejan dirigir hacia un abismo, porque para rebelarse hace falta algún destello de coraje, como el que demostraron los españoles, del que parecen carecer, increíblemente.

La mujer detrás del cortinado del quinto piso pudo ver a una muchedumbre maltratada por la policía. Un “aluvión zoológico”, “grupos aislados que no representan al auténtico proletariado argentino”, un “grupo de merodeadores”, gente “desclasada”. Invasores. Forasteros sin derecho a reunirse para expresarse en libertad contra el pedido fiscal de condena de su lideresa. Derecho que sí asistió a los vecinos recoletos que cada tanto se les ocurre amenazar de muerte a la vicepresidenta desde esa misma esquina, Juncal y Uruguay, de la CABA gobernada por el macrismo, como gobierna el macrismo: con violencia.

Pudo ver ella, entre la marea ciudadana, al gobernador de la provincia más importante del país, donde vive prácticamente la mitad de la población argentina, electo en comicios libres y democráticos, forcejeando con el policía que lo amenazaba diciéndole “acá sos un manifestante más”. A diputados que eran detenidos o golpeados como acostumbra a hacer esa misma repartición con los vendedores ambulantes nigerianos que pueblan las veredas de una ciudad rica regida por una banda de personajes miserables, capaces en su momento de crear la UCEP, un grupo de tareas que conducía el actual prófugo “Pepín” Rodríguez Simón que salía por la noches a cazar gente desamparada para molerla a golpes.

Las imágenes del diputado Máximo Kirchner impedido de acceder al domicilio materno no necesitan mucha explicación. Se ve que en la lógica macrista hay zonas vedadas para el kirchnerismo. Porque los policías lo reconocen, pero modulan con su jefatura para ver si pueden golpearlo y el responsable de la sala de situación les dice que renunció a su banca y ya no tiene fueros -cuando en realidad solo dejó la presidencia del bloque oficialista-, entonces lo empujan, lo verduguean, lo quieren humillar, y él se abre paso a manotazos al grito de “voy a ver a mi vieja”.

Claro, no le habían avisado que su madre, por orden de Rodríguez Larreta, estaba presa e incomunicada y no era día de visitas, como para verla. Con hijos así, que pretenden abrazar a su madre en medio de una falsa acusación judicial, rodeada de carros hidrantes y policías que arrojan gases por doquier, no se puede construir la República que quiere prescindir de los peronistas para ser más republiquita todavía.

Pero hay un instante, un momento preciso, en el que su cárcel imaginaria se cae como cayó la Bastilla hace un par de siglos, envuelta por una marea humana que temiendo perder todo decidió un día perder el miedo. Y ya no hubo Messidor y sí hubo un discurso, el de una lideresa democrática señalando al peligro directamente a los ojos: una oposición cuyo debate interno es sobre el método más efectivo y fulminante para “exterminar al peronismo”.

Esa noche, la gente quiso a Cristina Kirchner liberada, sin vallas, y ella pudo hablar. Porque si el pueblo quiere, Cristina puede.

Precisamente, sobre el final de su discurso del viernes 26 ante los delegados metalúrgicos, Máximo Kirchner mencionó una pintada que había visto camino a Avellaneda, que decía “si el pueblo quiere, Cristina puede” y, de inmediato, la adaptó al ámbito y la circunstancia planteando que “si los delegados y la base quieren, Abel también puede arrancar una buena paritaria al sector”.

El “Abel” citado es Abel Furlán, hace poco elegido secretario general de la UOM, sindicato que tuvo el primer trabajador peronista desaparecido, Felipe Vallese, y varios secretarios generales de CGT, como Augusto Vandor, José Rucci, Naldo Brunelli y Antonio Caló, sin olvidar a dos figuras antagónicas pero complementarias, como Lorenzo Miguel y el recientemente fallecido Alberto Piccinini.

Antes que el presidente del PJ bonaerense hablara, fue el turno de Furlán. Puede verse en youtube su intervención. Es material inflamable. Sacando al obrero curtidor Walter Correa –ahora flamante ministro de Trabajo de Axel Kicillof-, hacía mucho tiempo que un sindicalista proveniente de un sindicato industrial, además poderoso y con tanta historia peronista encima como la UOM, no identificaba la persecución judicial a CFK como una avanzada contra el movimiento obrero y sus derechos, y la defensa cerrada de la vice como un atajo a la recuperación de la dignidad perdida.

La perspectiva de Furlán está basada en una irreprochable lógica: el legado más tangible del gobierno de Mauricio Macri, además del retorno del FMI, fue el deterioro del salario a niveles prekirchneristas. Pero eso les pasó a los trabajadores de todos los sindicatos y, sin embargo, no todas las dirigencias gremiales reconocen a CFK como la única lideresa del movimiento peronista, artífice además de los últimos años felices que tuvo la clase obrera argentina, cosa que sí hizo el jefe metalúrgico junto a Máximo Kirchner el otro día.

En el minuto 21:43 de su discurso, Furlán comenzó a desarrollar un argumento destinado a impactar en la subjetividad política de sus representados: “Con los compañeros del secretariado hemos tomado una decisión político sindical que tiene que ver con salir a defender a Cristina (porque) es salir a defendernos nosotros mismos (…) Sabemos que esto tiene costos (pero) Lorenzo Miguel decía: ‘No hay solución gremial sin solución política’. Si nuestros objetivos gremiales, que son representar sus intereses, no son acompañados por un proyecto político que tenga los mismos objetivos que los nuestros, entonces vamos claudicar. Necesitamos un proyecto político que acompañe los intereses que nosotros representamos, y esa esperanza es Cristina Fernández de Kirchner”. Una ovación acompañó sus palabras.

Pese al debate por la gorra con la leyenda “CFK 2023” que se calzó la vice antes de entrar en su domicilio, no sería atinado atribuirle a los dichos del dirigente metalúrgico un horizonte exclusivamente electoral, que en la Argentina de hoy es el largo plazo, sino más bien una paso al frente en la dirección que el movimiento obrero debería avanzar si pretende recuperar la calidad de vida perdida, teniendo como primera tarea asumir la lucha contra la persecución penal de la vice, antesala de la proscripción de ella y de la esperanza que también ella simboliza, según planteó el mismo Furlán.

Del mismo modo, no habría que tomarse el “si el pueblo quiere, Cristina puede” que Máximo Kirchner leyó de una pared como un eslogan de campaña. Falta mucho para eso. Falta, por ejemplo, que otro metalúrgico, Lula Da Silva, también haga su magia, demostrando en los hechos que hay vida política después del lawfare con un triunfo rotundo en las próximas elecciones de octubre.

Las democracias latinoamericanas esperan ansiosas que Lula logre romper con el cepo impuesto a los dirigentes populares mediante la restauración conservadora que alimentó Estados Unidos de los últimos años.

Si el pueblo brasileño quiere, entonces Lula va a poder. La victoria se construye desde el querer del pueblo. Algunas derrotas se explican por una voluntad disminuida, son consecuencia de un querer insuficiente: Lula se entregó a la policía y fue preso hace cinco años porque no consiguió en San Pablo que una multitud se reuniera alrededor suyo para evitarle ese calvario injusto. Lula ahora emite señales y avanza casilleros hacia el gobierno, si el pueblo lo quiere de vuelta allí para algo.

La frase de la pintada, la del querer y el poder, aplica a varias personas y situaciones. Porque forma parte de un debate constante, que muchas veces es saldado con ópticas inmovilistas o morosas, como el posibilismo procastinador, que termina conservando el status quo, aunque diga querer cambiarlo. Es como hablar de indulto para una inocente, prescindiendo de la movilización popular que haga retroceder a sus perseguidores.

Sin voluntad, sin deseo, sin querer, no hay transformación, ni cambio, ni vida, ni nada. Una política sin motivación es un querer congelado. Es el fuego de la voluntad lo que deshiela imposibles. “Donde hay voluntad, hay un camino”, dicen los estadounidenses. “Donde hay gana, hay maña”, traducen los españoles.

Las plazas de este fin de semana, que demuestran a un pueblo que comienza a querer, son los mejores fueros que Cristina empieza a tener. Fueros con los que va a poder, si el pueblo sigue queriendo, volver en 2023 a una política donde el desarrollo y el crecimiento sean con distribución y dignidad.

Eso, si el pueblo quiere, porque en esta tierra -ya lo dijo un viejo y sabio general- lo mejor que tenemos es el pueblo. Si está organizado, mejor.

Por Roberto Caballero

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