“La desigualdad mata la economía”

Economía 22 de agosto de 2022
IQIRF7PGVF6TD6DB4LQWXYHJ6I

En la marea de debates acerca del futuro del capitalismo, la piedra proverbial no la lanzó un contestatario patentado, sino uno de los más ardientes defensores del sistema: Lawrence Summers. Ex presidente de Harvard, se destacó por su pasión por la desregulación bancaria cuando ocupaba el puesto de ministro de Economía de la segunda administración Clinton (1999-2001). Nombrado por Barack Obama director del Consejo Económico Nacional (National Economic Council, NEC), puesto que ocupó hasta 2010, desde entonces prodiga sus consejos por el mundo de las finanzas (el fondo especulativo D.E. Shaw le pago así 5,2 millones de dólares entre 2008 y 2009), sobre todo en el transcurso de conferencias remuneradas hasta 135.000 dólares cada una. Por lo que nadie esperaba de él que suscitara ni el menor balbuceo contestatario.

La piedra salió a la superficie de la ola el 9 de noviembre de 2013, durante la conferencia anual del Fondo Monetario Internacional (FMI) en Washington. “¿Y si ya no se pudiera reformar el capitalismo? ¿Y si hubiese caído él mismo en la trampa de un estancamiento secular?”, preguntó el amigo de los banqueros. “Intentamos todo para hacer que el crecimiento vuelva a arrancar, pero el sistema se niega a andar como antes.” Constatando que, por el hecho de que ya aplicaba tasas de interés cercanas a cero, la Reserva Federal (el banco central estadounidense) no tenía ningún margen de maniobra suplementario para relanzar la actividad, Summers sugirió que las burbujas se habían vuelto una muleta necesaria del crecimiento.

Cuatro indicios pesimistas

Cuatro indicadores fundamentales, todos orientados a la baja, explican este humor sombrío: la baja continua, desde hace tres décadas, de la tasa de interés natural*, es decir de la ganancia [los términos marcados con asterisco se explican en el glosario de la página 17]; el retroceso, desde hace trece años, de la productividad del trabajo; la contracción de la demanda interior desde la década de 1980, y finalmente el estancamiento, e incluso la regresión, de la inversión productiva* y de la formación bruta de capital fijo* desde 2001, a pesar de las inyecciones masivas de estimulantes monetarios practicadas tanto por Alan Greenspan como por su sucesor al frente de la Reserva Federal, Ben Bernanke.

Resultado: preocupados por asegurar su supervivencia, los poseedores de capitales ya no buscarían maximizar sus ganancias incentivando la producción, sino aumentando la parte del valor agregado* que se quedan  –aunque sea al precio de una contracción del crecimiento–. El sistema estaría acorralado, sin ninguna medicina que parezca capaz de salvarlo, y además se estaría enfrentando a dificultades sociales que agravan un poco más la “corrosión” del edificio. Por un lado, el crecimiento de las desigualdades mina a las clases medias, consideradas “garantes” de la estabilidad de la sociedad, de las instituciones y de la democracia; por otro, el desempleo masivo acarrea a la vez una pérdida de ingresos (para la nación) y de las ganancias potenciales (para el capital).

Apenas se escucharon las palabras “estancamiento secular” empezaron a llover las reacciones. De perplejidad por parte de los progresistas, sorprendidos de reconocerse en la constatación de “irreformabilidad” del capitalismo planteada por uno de sus adversarios ideológicos declarados; y negativas por parte de los conservadores, desconfiados al ver a uno de los suyos dudar así. A estos últimos, el disidente, sin embargo, les recordó: “No hay que confundir previsión con recomendación”.

Al principio, el temor de Summers fue percibido como un eco del diagnóstico formulado en la década de 1930 por el economista estadounidense Alvin Hansen (1887-1975). Pero el “estancamiento secular” en el que pensaba este último derivaba sobre todo de la desaceleración del crecimiento demográfico y del agotamiento de las grandes innovaciones tecnológicas capaces de insuflar una segunda juventud en el sistema económico. Su análisis coincidía asimismo con el de John Maynard Keynes, pesimista con respecto al futuro del capitalismo, pero convencido de que la crisis debía (y podía) ser evitada. Sin embargo, Summers no menciona ni el factor demográfico ni ningún tipo de agotamiento de las innovaciones tecnológicas. Basa su apreciación en el balance empírico de las tres últimas décadas.

La derecha neoliberal le reprocha el haber invertido la cadena de la causalidad: las burbujas financieras no habrían estimulado el crecimiento, sino conducido al impasse; los lamentables resultados económicos de los países occidentales no explicarían su sobreendeudamiento, sino que de ahí derivarían. Así, el ex miembro del Consejo del Banco Central Europeo (BCE) Lorenzo Bini Smaghi estima: “No es la austeridad la que debilita el crecimiento, sino a la inversa: es la debilidad del crecimiento la que vuelve necesaria la austeridad”. Algunos incluso llegan a citar a Keynes en contra de Summers: mientras que el economista británico había propuesto “‘eutanasiar’ a los rentistas” –nada menos–, tolerar las burbujas financieras para estabilizar la economía sería en cambio una manera de mimarlos.

Cuando el ex ministro aboga por el restablecimiento del “círculo virtuoso” del crecimiento, sus críticos ortodoxos le contraponen las virtudes de la “austeridad expansiva”, que prepararía el relanzamiento “saneando” las bases de la economía. Si el problema actual es verdaderamente secular, dicen, requiere soluciones que también lo sean, y no “pases mágicos”. Ejemplo de las soluciones estructurales evocadas: bajar los impuestos de las empresas, o, como dicen los republicanos en Estados Unidos, “liberar la economía del aplastante peso del Estado social”, presentado como el “más oneroso del mundo”. Otros finalmente, como Kenneth Rogoff, profesor de Harvard, sugieren que la debilidad del crecimiento desde 2008 no refleja una tendencia secular, sino la incapacidad de los gobernantes para gestionar la deuda sin perjudicar el crecimiento.

En el campo progresista, Paul Krugman, laureado con el premio del Banco Real de Suecia en Ciencias Económicas en memoria de Alfred Nobel, suscribe la constatación de Summers, pero refuta la conclusión: la idea del estancamiento como “nueva norma” del sistema capitalista. Según él, habría un error al considerar que se emplearon todos los medios para relanzar la economía: sólo se habría utilizado el arma monetaria, por medio de la baja de las tasas de interés y la emisión de liquidez suplementaria. Por lo que queda el arma presupuestaria, que se activaría mediante el relanzamiento de las inversiones públicas, lo que permitiría compensar la contracción de sus corolarios privados. 

Porque por el momento, aunque disponen de una importante tesorería, las grandes empresas no invierten. El 22 de enero de 2014, The Financial Times señalaba que las sociedades no financieras estadounidenses se encontraban en posesión de 2,8 billones de dólares, de los cuales cerca de 150.000 millones sólo en las arcas de la empresa Apple. Por su lado, el periodista James Saft observaba en The New York Times: “Las empresas parecen mucho más dispuestas a apilar los billetes, o usarlos para comprar más acciones, que a crear nuevas capacidades productivas”. Los activos inmateriales* representaban en promedio alrededor del 5% de los activos de las compañías estadounidenses en la década de 1970; en 2010, esta proporción pasó al… 60%.

Entre 2010 y 2013, la Reserva Federal inyectó cerca de 4 billones de dólares en la economía estadounidense. Pero, lejos de reforzar la capacidad productiva del país, una buena parte de esta suma fue a parar a colocaciones especulativas muy rentables, sobre todo en los países emergentes. De manera tal que el importe total de la liquidez hoy en día “disponible” en la economía estadounidense es menor que en 2008. Lo mismo para Europa.

Escándalo social

¿Una economía que se resiste a volver a arrancar mientras el dinero afluye? El problema es muy conocido: se trata de la “trampa de la liquidez” descrita por Keynes en la década de 1930. Para salir de ahí, una sola solución: recurrir a la segunda herramienta de la política económica, el gasto presupuestario. “En momentos de recesión –destaca Krugman–, cualquier gasto es bueno. El gasto productivo es mejor, e incluso el gasto improductivo es mejor que nada”.

Mientras los admiradores de los grandes pensadores liberales como Ayn Rand, Friedrich Hayek y Milton Friedman siguen defendiendo las desigualdades, que erigen en condición ineludible del relanzamiento y de la prosperidad, Estados Unidos está tomando conciencia de su nocividad. En su discurso del 4 de diciembre de 2013, y más aún en su discurso sobre el estado de la Unión del 29 de enero de 2014, el presidente Obama no sólo denunció la distancia entre ingresos y riqueza –que no deja de aumentar–, sino que también recalcó que “la desigualdad mata la economía, el crecimiento, el empleo”.

El ex ministro de Trabajo de William Clinton, Robert Reich acaba de dedicarle un documental, titulado Inequality For All, al agravamiento de las desigualdades en Estados Unidos. El salario medio era de 48.000 dólares en 1978; llega hoy en día sólo al equivalente de 34.000 dólares en términos de poder de compra. Contrariamente, el ingreso medio por hogar del 1% más rico de la población estadounidense, que era de 393.000 dólares en 1978, pasó a 1,1 millón de dólares. Desde hace cinco años, el 1% de la población percibió el 90% del crecimiento del Producto Interno Bruto (PIB), y el 99% de la población se repartió el 10% restante. Sólo entre ellos, cuatrocientos individuos disponen de tanto como ciento cincuenta millones de estadounidenses (13). Sin embargo, si en Estados Unidos se admite cada vez más abiertamente la relación entre desigualdades y estancamiento, en Europa, y particularmente en Alemania, esta idea todavía pasa por estrafalaria.

La situación actual recuerda otro período de la historia marcado por una concentración comparable de riquezas: la década de 1920, que desembocó en el crack de 1929 y en la Gran Depresión. ¿Por qué entonces negar de nuevo la relación de causa y efecto entre empobrecimiento de la mayoría de la población y desaceleración económica? Los gastos de cuatrocientos individuos nunca van a valer los de ciento cincuenta millones de estadounidenses: más se concentran en la cumbre los ingresos y más se contrae el gasto nacional, para beneficio del ahorro y de la financiarización, en detrimento de la inversión y del empleo. Cuando el patrimonio de los más ricos crece no por el camino de la producción, sino por una punción creciente sobre el valor agregado, el crecimiento se desacelera. Y el sistema carcome las condiciones mismas de su reproducción.

El neoliberalismo, que pretendía sacar al capitalismo de su crisis, lo hundió más. Y no nos encontramos frente a una “nueva norma”, sino en un impasse…  

Por Kostas Vergopoulos

Te puede interesar