Cuestión de fe

Actualidad - Nacional 02 de agosto de 2022
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La crisis deja con poco margen de maniobra al gobierno. Desde hace algunos meses, Alberto Fernández ejerce la autoridad presidencial sobre todo frenando o al menos retrasando las exigencias de sus socios mayoritarios, mucho más impacientes en el ejercicio del poder. La salida catastrófica del ministro Guzmán y su legado de alta inflación y bajas reservas limaron aún más esa autoridad.

La creación de un superministerio de Economía a cargo de Sergio Massa ilustra el diagnóstico de los socios mayoritarios de la coalición: la crisis antes de ser económica es política. No se trata entonces de nombrar a un supertécnico como Domingo Cavallo sino a un político que dirija la sala de máquinas de la economía.

La herramienta es esa, resta que los integrantes de la coalición establezcan una partitura común y un espacio de acuerdo, cuya ausencia hasta ahora se tradujo por reclamos y debates a cielo abierto. El establishment financiero del que los grandes productores agropecuarios forman parte exige ajustar el gasto público y desregular la economía, su remedio eterno frente a cualquier coyuntura, mientras los reclamos de las mayorías- luego de 5 años de pérdida de ingresos- apuntan a lo contrario. No hay consenso posible entre ajuste y shock distributivo, es decir que a partir de ahora el juego será: “elige tu propia aventura”.

Los anuncios de cambios en el gabinete nacional frenaron la corrida cambiaria e impulsaron a la baja el dólar Blue. Nuestros periodistas serios pasaron así de anunciar el apocalipsis por la suba a restarle importancia a la caída e incluso, como ocurrió con la pobre María Laura Santillán, mostraron su desamparo. Tanto dolor nos deja sin aliento.

En todo caso, en momentos turbulentos siempre es bueno recordar como actuó la actual oposición cuando fue gobierno y tuvo que enfrentar una crisis. Hace unos días, fray Hernán Lombardi, ex Inquisidor General del Virreinato y Martillo de Télam, tuvo la amabilidad de recordárnoslo al afirmar: “Ojalá Alberto tuviera la responsabilidad ante la crisis que tuvo De la Rúa”. El ex funcionario de la Alianza y ex miembro del juvenil grupo de los Sushi incurrió así en una afirmación asombrosa aún para el generoso estándar de Juntos por el Cambio.

En efecto, para estar a la altura de Fernando de la Rúa, breve presidente de la primera Alianza, Alberto Fernández debería decretar el recorte de salarios y jubilaciones, lanzar una colosal estafa financiera como el Megacanje, confiscar los ahorros de la clase media luego de asistir impávido a la fuga de capitales de los peces gordos, decretar el Estado de sitio, huir en helicóptero y dejar un país en llamas con un tendal de 39 muertos en todo el país. Si esa es la responsabilidad que reclama nuestra derecha civilizada es una suerte que sigamos gobernados por los bárbaros.

Nuestros medios serios y los opositores de Juntos por el Cambio, dos colectivos que cuesta diferenciar, construyen día a día no sólo una realidad paralela sino también un nuevo lenguaje. En esa lengua franca, al decir “el campo”, por ejemplo, no están hablando de los trabajadores golondrina, los peones rurales que viven en taperas, el trabajo infantil o la informalidad laboral del sector- una de las más altas del país- sino de los productores. Pero no de cualquier productor, sólo de los mayores productores de la Argentina (recordemos que el 1,1% de los mayores productores explotan casi el 36% de las tierras del país). Ellos son “el campo”, víctimas inocentes de la voracidad fiscal que busca quedarse con el patrimonio de sus hijos, como el pobre Nicolás Pino, presidente de la Sociedad Rural Argentina (SRA), quién exigió eliminar las retenciones. Miremos el vaso medio lleno: todavía no exige una colecta nacional para ayudar a los grandes productores arrojados a la miseria por las retenciones en medio de un nuevo boom de commodities.

Por supuesto, a la vez que buscan disminuir los ingresos fiscales, los mismos medios serios y opositores aguerridos denuncian a ese mismo Estado por los servicios deficientes que ofrece. Al parecer, con menos recursos, los hospitales, las escuelas, las rutas o las comisarías estarían en mejores condiciones y las jubilaciones serían más altas.

Del mismo modo repiten el viejo truco de lamentar la pobreza sin querer debatir la riqueza. Ocurre que en el reino de Narnia que cada día construyen los medios, los ingresos fiscales no tienen ninguna relación con el funcionamiento del Estado y la concentración extrema de la riqueza no repercute en la pobreza extrema.

Como la curación por las gemas, es solo cuestión de fe.

Por Sebastián Fernández (Rinconet) 

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