Golpes de Estado: la larga sombra de Washington vuelve a oscurecer América Latina

Actualidad - Internacional 14 de julio de 2022
multimedia.normal.8835f36df6a38ca0.6e613335666f30315f31365f6e6f726d616c2e77656270

Lo que llama la atención de la frase del ex Asesor en Seguridad de la Casa Blanca John Bolton reconociendo su participación en el planeamiento de golpes de Estado en el extranjero es su liviandad, porque el contenido de su autoincriminación no puede sorprender a nadie a esta altura del partido: la violencia política direccionada para producir cambios de régimen en países no alineados es uno de las principales industrias para exportación de los Estados Unidos desde mediados del siglo XIX, incluyendo otros subproductos de la misma línea, como el fraude electoral y el condicionamiento, a través de mecanismos económicos, judiciales, mediáticos y de inteligencia, de los gobernantes en el ejercicio del poder, sin importar su legitimidad de origen ni su pedigree democrático.

El exabrupto de Bolton, que en una entrevista confesó haber “ayudado a planear golpes de Estado”, es relevante, sin embargo, para demoler una zoncera habitual por estos tiempos, esgrimida habitualmente por dirigentes y comentaristas de derecha en los medios: que estas conspiraciones criminales, digitadas y financiadas desde Washington en contra de los intereses nacionales, son algo del pasado. Cuando el paso del tiempo y la desclasificación de archivos derribaron cualquier duda sobre la intervención ilegal en asuntos internos de un centenar de países solamente en la segunda mitad del siglo pasado, el siguiente mecanismo de defensa fue tratar de sepultar esas acusaciones como si fueran cosas del pasado remoto, fotos de la guerra fría, imprudencias de juventud.

Pues no. La carrera de Bolton comenzó de la mano de Ronald Reagan cuando el conflicto con Rusia ya estaba en su pendiente definitiva, aunque nunca abandonó la lógica de amigo / enemigo en la que el fin de imponerse en la arena geopolítica justifica cualquier medio. Si hace falta mentir para arrastrar al país a una guerra, se miente. Si hace falta derribar un gobierno, instalar un régimen títere, arruinar la economía de un país, promover protestas violentas, se hará. Los golpes de los que confesó haber participado no son parte de aquella guerra; son recientes. Como funcionario de primera línea del gobierno de Donald Trump fue parte del último intento de derrocar a Nicolás Maduro para dejarle el poder a Juan Guaidó, según escribió en su libro de memorias sobre la Casa Blanca.

Sin embargo Bolton habla en la entrevista de “golpes” de Estado, en plural. Y aclara a su entrevistador: “no aquí” (en Estados Unidos) sino, ya sabes, en otros lugares”. La lengua no es inocente. “Ya sabes”. La intervención yanqui en la política de otros países es algo conocido, que se sabe. No se trata de excepciones sino que existe una regla de conducta en ese sentido, tácitamente reconocida por todos. De lo que se desprende que los golpes de Estado son, hoy en día, una amenaza concreta para los gobiernos no alineados. Incluso hay formadores de opinión y políticos de primera línea que hablan abiertamente del cambio de régimen en Rusia como una forma de conseguir la victoria que no están pudiendo obtener en el territorio de batalla en Ucrania.

En América Latina, zona de influencia directa desde que se acuñó la doctrina Monroe, hace 199 años, ese peligro se potencia por varios factores. Algunos son tan viejos como esa teoría; otros tan recientes que tienen que ver con el nuevo orden geopolítico al que se precipita el mundo desde febrero, cuando la invasión causó un aceleramiento del conflicto hemisférico. En lo que va del siglo hubo golpes, con o sin éxito, de diversa metodología pero siempre contra gobiernos no alineados, en Venezuela (2002 y 2019), Haití (2004), Bolivia (2008 y 2019), Honduras (2009), Ecuador (2010), Paraguay (2012) y Brasil (2016). Varios de ellos pudieron ser desactivados gracias a la intervención decidida de otros países de la región, sobre todo durante el período de funcionamiento de la Unasur.

El novedoso clima de confrontación global trae malos augurios en ese sentido. Varios factores apuntan a un futuro no muy lejano en el que América Latina vuelva a ser un asunto prioritario para la seguridad interior de Estados Unidos, motivo por el cual cabe esperar un recrudecimiento de su actividad parapolítica en la región. El primero lo enunció fuerte y claro Evo Morales, víctima él mismo de uno de estos golpes de Estado, en una entrevista que dio esta semana, aquí en Argentina: Washington “ya no tiene la hegemonía” que pudo imponer durante dos siglos, casi sin interrupción, al sur del Río Bravo. Y en un mundo en el que suenan los motores de una nueva guerra de alcance planetario, ese es un lujo que el Departamento de Estado simplemente no puede darse.

Hay procesos que no tienen marcha atrás. El peso de la economía asiática en el continente no puede ni podrá ser empardado por los yanquis. Si hasta el Uruguay de Luis Lacalle Pou, uno de los pocos socios que le quedan en esta zona del mundo, acaba de anunciar el comienzo de las negociaciones para un tratado de libre comercio con China. Pero el conflicto ya no es solamente de materia económica. Desde este mes, a partir de la actualización de su Concepto Estratégico, la OTAN calificó a ese país por primera vez como una amenaza, lo que en los hechos significa que la maquinaria militar de Occidente se está preparando para una conflagración contra el Este. La historia nos ha enseñado que una guerra empieza cuando una de las partes la encuentra inevitable.

Otros factores que pueden provocar un incremento en la actividad norteamericana en la región son el acceso a recursos naturales estratégicos, de los que América Latina es en muchos casos (alimentos, energía, litio, agua potable) el primer o segundo reservorio a nivel mundial; la necesidad de controlar las migraciones masivas antes de que lleguen a la frontera de los Estados Unidos; el surgimiento de gobiernos no alineados en toda la región, incluso en países que históricamente fueron socios preferenciales de Washington, como Chile y Colombia; y por último, aunque no por eso menos importante, el peso creciente del voto latino en las elecciones yanquis, que condiciona la política de la Casa Blanca, en general hacia posiciones de mayor intransigencia.

En ese contexto, los movimientos de desestabilización que intenta la oposición argentina se tornan doblemente preocupantes. La intervención de economistas de Juntos por el Cambio anticipando sus planes de default para desfondear el mercado de pesos, la corrida cambiaria que ya lleva 10 días, las manifestaciones con consignas cuya violencia es inversamente proporcional a la cantidad de adherentes y el paro agropecuario en el contexto actual de alta inflación de alimentos y rentabilidad récord se inscriben en una estrategia que también se recuesta en el lawfare para evitar, de mínima, un triunfo electoral del peronismo en 2023. De máxima, algunos sectores hacen planes para anticipar el desenlace de este gobierno. A nadie debería sorprender.

El aumento de la conflictividad social, ya no solamente en manos de la oposición, por derecha e izquierda, sino con la amenaza concreta de movilizaciones de la CGT y de los movimientos sociales afines al Frente de Todos en las próximas semanas, son una señal de advertencia para Alberto Fernández. El clima de confrontación y el descontento no hacen más que abonar las condiciones para que evolucione una conjura. Debería tomar nota el gobierno y acelerar la toma de decisiones que alivien la presión en la calle y ayuden a cerrar filas con toda la coalición oficialista y con su base electoral, sostén último de la estabilidad si las papas queman. Caso contrario, quedará a la merced de los burócratas de la guerra norteamericanos y sus acólitos locales.

Recientes declaraciones de Diego Guelar, exembajador de Mauricio Macri (en China) y Carlos Menem (en Estados Unidos), echan luz, o debería decir sombras, sobre lo que puede suceder después. Respecto a lo que sucedió en Bolivia en 2019, con tanques en las calles y brigadas parapoliciales persiguiendo militantes y dirigentes del MAS en todo el país, dijo: “No hubo golpe. Evo Morales firmó la renuncia junto al vicepresidente. No se resistieron. Acá hubo nada más que dos hombres cobardes que huyeron. No hubo coacción ni le colocaron un revólver en la cabeza a ninguno de los dos. Firmaron y huyeron. El expresidente de Chile, Salvador Allende, resistió y terminó suicidándose. Muchos dieron su vida de forma noble y valerosa. Este no es el caso”.

Por Nicolas Lantos para El Destape

Te puede interesar

Ultimas noticias

Suscríbete al newsletter para recibir periódicamente las novedades en tu email

                  02_AFARTE_Banner-300x250

--

                

Te puede interesar