La crisis como estrategia

Economía 07 de julio de 2022
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Hechos

Si se presta atención a la génesis y evolución de los problemas más importantes que se han sucedido en el país desde mediados de la década de 1970, se observa una constante: independientemente de su índole y sus responsables, la derecha incentiva y concibe la generación de las crisis –sobre todo, económicas– como ofensiva política contra los sectores populares.

Para no ir más lejos, veamos algunos ejemplos recientes: cuando el macrismo asumió el gobierno, la restricción externa era un problema a resolver en materia económica; entonces, con el discurso de la “herencia recibida”, se tomaron decisiones e implementaron políticas que agravaron la situación a extremos por todes conocidos, lo que a su vez sirvió para poner nuevamente al país bajo la tutela del FMI: una crisis autogenerada que terminó en una subordinación anunciada.

Ya como oposición, la derecha hizo todo lo posible para agudizar la crisis provocada por la pandemia. En esta sintonía, desde el 10 de diciembre de 2019 se ha opuesto sistemáticamente a toda iniciativa del gobierno popular. Según escribió Horacio Verbitsky, el senador Luis Juez confesó ante un grupo de empresarios, en octubre del año pasado: “Miren muchachos, les voy a ser absolutamente sincero. Nosotros no vamos a proponer nada –hablaba de lo que pensaban hacer en el Congreso–. Lo que vamos a hacer es no dejarlos gobernar. Rechazarles todo lo que propongan”. Hay que destacar que están cumpliendo esa promesa rigurosamente, a punto tal que dejaron al país sin Presupuesto, algo que ya habían hecho en 2010.

Como si las trabas en el Congreso no alcanzaran, la alianza macrista-radical y sus mandantes inventan las crisis cuando no existen: algunes republicanos responsables de las muertes de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel, de la pericia de Gendarmería manipulada para imponer la fábula del asesinato del fiscal Natalio Nisman, de espiar a los familiares del submarino San Juan y ocultar las causas de esa tragedia, ahora se escandalizan y montan escenas teatrales por la presencia de un avión –en el que no se encontró nada objetable– y un piloto que en el último año han aterrizado en distintos países, algunos aliados de Estados Unidos, sin que ningún gobierno lo cuestionara.

Algo más que negocios

Que el gran capital hace negocios privados con fondos públicos y busca permanentemente maximizar su tasa de ganancia es algo sobre lo que no hay dudas; las crisis no son una excepción, por eso conviene detenerse en su promoción como método.

Son mayoría los opinadores que se afanan en presentar los avatares económicos del país en términos técnicos, pretendidamente neutros. Pero la crisis es otra cosa; además de una falla orgánica del sistema capitalista –de su estructura productivo-distributiva, en términos de la teoría marxista de las crisis basada en la ley de la tendencia decreciente de la tasa de ganancias–, es también y debe ser entendida como una ofensiva política, una operación de desposesión –concepto acuñado por David Harvey– de las capas subalternas, y de redistribución regresiva del ingreso. Es a esta última concepción a la que me refiero en estas líneas.

El macrismo lo hizo:

  • a) con una política económica orientada a configurar una matriz (anti)productiva sin trabajo digno para las mayorías;
  • b) con políticas que favorecieron al sector financiero transnacionalizado en un proceso que acrecentó una suerte de desmaterialización de la estructura económica, que sólo ve a las mayorías como objeto de leoninos créditos al consumo o hipotecarios, es decir, endeudadas;
  • c) con políticas de transferencia masiva de recursos públicos y privados a unas pocas manos.

Cuando Cristina se refirió al festival de importaciones y otros mecanismos de vaciamiento del Banco Central, estaba apuntando a una de las causas de las recurrentes crisis económicas argentinas. Se trata de dispositivos y procedimientos que han adquirido más y más peso en la medida en que fue creciendo el nivel de extranjerización de la economía: más de la mitad de la estructura del poder económico está controlada por empresas extranjeras, realidad que incide fuertemente en problemas como la llamada restricción externa. Mientras escribo se produce un nuevo ataque al peso.

Nada de esto es novedad, pero no es todo: estas políticas se inscriben en un proceso que consiste en la reestructuración política de los Estados capitalistas centrales e implica una ruptura de los erosionados pactos de posguerra (1945) y la realización del viejo sueño de las élites primer-mundistas de una conducción unilateral del capital supranacional, que ha ido cancelando o arrinconando a las instituciones o mediaciones que hacían de contrapesos populares en los Estados capitalistas.

Este devenir ha inducido un fenómeno en los Estados dependientes como el argentino, en los que se observa una creciente oligarquización de las decisiones políticas: las que realmente importan necesitan el visto bueno de poderes que no han sido democráticamente elegidos; en otras palabras, se han acotado las posibilidades de decisión democrática. Esta es una de las razones por las que afirmé recientemente que, en estas condiciones, el país requiere una fuerte conducción estatal y una activa movilización popular.

Mecanismos

El condicionamiento a las decisiones democráticas tiene por lo menos dos manifestaciones. Por un lado, la limitación de la soberanía popular a una mera legitimación de un recambio tal en la superestructura política que casi todes los protagonistas favorecen –en distintos grados, por acción u omisión– los intereses del bloque conducido por el poder financiero, una de las caras del gran capital. Las decisiones e instituciones en las que la ciudadanía puede influir a través de los procedimientos establecidos se reducen en la medida en que actores o espacios decisivos para la convivencia quedan virtualmente excluidos del proceso político. Así, la dinámica de pactos y convergencia de intereses de los poderes mediático, judicial y económico supone la existencia de un contrapoder oligárquico con capacidad de veto y extorsión a los poderes electos, en particular a los gobiernos populares. Una especie de corralito a la democracia.

Es probable que el correlato de esta realidad sea una percepción más o menos extendida, que deriva en comportamientos políticos cínicos o temerosos: se repara menos en los beneficios de las transformaciones que proponen los unos y los sufrimientos que provocarán los otros, que en “la capacidad para mantener la gobernabilidad”. Capacidad que sólo tendrían quienes han sido bendecidos por los poderes concentrados.

Otra forma de manifestación del condicionamiento democrático es la vehiculizada a través del discurso que algunos definen como “post-político”: se trata de la ilusión de una política sin antagonismos, sin opciones enfrentadas y, finalmente, sin la movilización popular, entregada a una pura actividad de administración “técnica” en manos de expertos: en esta falacia se basaba la presentación del “mejor equipo de los últimos 50 años”, integrado –entre otros– por el “Messi de las finanzas”.

Es una fantasía en la que creían los liberales bien intencionados, inspirados en un presupuesto falso: que el conflicto debilita la democracia, cuando en realidad la posibilidad misma de la decisión democrática necesita un amplio espectro de cuestiones discutibles y la existencia de posiciones sustancialmente diferenciadas entre las cuales optar. Esa creencia se convirtió después en otra de las estafas ideológicas de lo que se conoce como neoliberalismo.

Al presentar como “técnicas” razones que son esencialmente políticas –se estigmatizan subsidios que favorecen a los sectores populares, pero no los que favorecen al poder económico, se tergiversan explicaciones que justifican por qué corresponde un impuesto y a quiénes debe alcanzar o se promueven presuntos valores que rigen la convivencia social, etc.–, la “post-política” pone las ideas dominantes a buen resguardo de la controversia pública, es decir, de la discusión política y, por lo tanto, del alcance popular. Justamente, además de inducir decisiones necesarias en el gobierno, Cristina quiebra esta maniobra encubridora. En esto radica uno de los enormes aportes que hace con cada discurso y explica la amplia expectativa que despierta su palabra.

Digámoslo de una vez: la idealización del consenso oculta las premisas profundamente ideológicas que lo constituyen, y abre la puerta para que la derecha radicalizada se manifieste como si no perteneciera al sistema político ni profesara la ideología dominante.

Chantaje y discurso

Si se ausculta bajo la superficie, puede comprobarse que el sustrato de eso que se conoce como “post-política” es un chantaje, cuyo núcleo es siempre una “situación de emergencia económica”. Este artificio ya se ensayó a principios de la década de 1980, cuando el neoliberalismo se convirtió en la salida hegemónica de aquella emergencia económica: lo que las explicaciones dominantes nombraban como “crisis” era el efecto desastroso sobre las mayorías de la respuesta de los poderes económicos ante una notable caída de su tasa de beneficios.

La crisis no es causa, es consecuencia de medidas tomadas por la estructura que se erige en monopolio de las decisiones, con la cobertura de un relato que se construyó a partir de dogmas grandilocuentes que ocultan las intenciones de los poderes económicos.

Una de sus últimas exposiciones estuvo a cargo del devaluado Horacio Rodríguez Larreta, cuando rindió examen ante dueños de grandes empresas, en Bariloche, el 28 y 29 de abril pasados:

  • Modernización del Estado”, en lugar de hablar de su reducción al servicio de prebendas corporativas.
  • “Flexibilidad laboral”, en lugar de plantear la supresión de los derechos del trabajo.
  • “Reforma previsional” para precarizar a les jubilades y, en lo posible, dejar sin jubilación a las próximas generaciones.
  • “Racionalidad” para impulsar el consumo como único camino para alcanzar la felicidad
  • “Seguridad jurídica” con el propósito de bloquear toda soberanía que perjudique los intereses de los capitales extranjeros.
  • “Humano y sostenible” para adjetivar el fracaso de un sistema que da la espalda a las dimensiones social y ambiental.
  • “Liberación del movimiento de capitales y control de cambio” en aras de facilitar la financiarización de la economía con capitales golondrin, que buscan altas rentabilidades sin asumir compromiso alguno con la economía real.
  • “Liberación del comercio” para permitir que las grandes transnacionales puedan exportar sin mayores controles. “
  • "Valor agregado”, para transnacionalizar las cadenas productivas de valor.
  • “Mercado”, para velar por el anonimato de los dueños del gran capital. Y finalmente, el alegato en favor de la
    “independencia” del Poder Judicial; pero claro, independencia de las mayorías. 

Se entiende por qué Rodríguez Larreta acaba de afirmar en Israel que para resolver el problema de la inflación se necesita un amplio consenso, pero sin el kirchnerismo.

El camino de salida

El discurso dominante insiste en considerar las crisis como fenómenos no políticos, de origen casi meteorológico, diría un inolvidable ex Vicepresidente. Un fenómeno nebuloso en el que es difícil encontrar causas, víctimas, victimarios e intereses contradictorios; lo único que se plantea sin dudas es el camino de salida: conduce inexorablemente a la socialización de responsabilidades y a la invisibilización de los verdaderos problemas y de los objetivos perseguidos con las distintas medidas que se proponen.

Así, la amenaza permanente e incomprensible de las crisis avala una cultura de la emergencia, que descalifica por anticipado cualquier crítica o disenso porque “la política hace ruido en la economía”; entonces, la situación de “excepcionalidad económica” justifica en los hechos cualquier decisión adoptada.

Una consecuencia clave de este proceso es la modificación de las relaciones de fuerza, que en general termina en la subordinación de distintos actores –muchas veces, voluntaria– a los consensos neoliberales y en el debilitamiento de los trabajadores en la puja capital-trabajo. Tal es el caso de los liberales progresistas, que suelen auto-encuadrarse (con razón) en la desteñida socialdemocracia. La secuencia describe una de las puestas en acto de esa insidiosa frase tantas veces repetida por los grandes “emprendedores” y herederos: “En cada crisis hay una oportunidad”.

Con esta dinámica se instala de tanto en tanto una nueva “excepcionalidad económica”, a partir de la cual se desciende uno o varios escalones desde la altura máxima que se alcanzó con el Estado protector del primer peronismo, punto de partida de la decadencia nacional, según el hombre que como patriota es un mediocre jugador de bridge. En otras palabras, los sectores dominantes eluden cualquier rendición de cuentas respecto de la situación generada, mejoran sus ganancias e incrementan su poder de clase y su capacidad para imponer condiciones ante un eventual nuevo pacto social. Se deduce que la creencia casi supersticiosa en la necesidad de “calmar los mercados” es funcional al proyecto político-económico de la oligarquía.

Es por eso que el movimiento popular-democrático debería bregar, más que por evitar las crisis, por arrebatarle al gran capital las decisiones para superarlas en ejercicio de la soberanía popular, único camino hacia las transformaciones que requiere el capitalismo para funcionar en clave nacional.

Mario De Casas

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